Opinión
Severiano Ortiz Nieto
Por: Alberto Santofimio Botero
Si Gabriel García Márquez hubiese conocido a Severiano Ortiz Nieto no habría dudado en consagrarlo como el sumo pontífice del “conversatorio”, este curioso sistema por él imaginado para darle mayor énfasis, valor, realce y virtud a la palabra, como es el insustituible instrumento de la comunicación entre los seres humanos. Sin el diestro manejo de la palabra la existencia sería un estéril teatro de sordos y de idiotas, un yermo desierto, donde no puede fecundar la imagen de la vida transmitida a través de ese signo maravilloso.
“Tenía un don para las palabras. Su mundo era un mundo prácticamente de palabras”, afirmó Borges en un escrito refiriéndose a García Lorca, el inolvidable poeta español. Lo anterior, para escrito para Severiano, quien poseía y manejaba magistralmente ese don de la palabra que le servía de imbatible escudo a su inteligencia, lúcida y creativa y a su simpatía desbordante y cálida.
Poseía, además, un noble y profundo sentido de la amistad. Y, la consideraba, al igual que Milán Kundera, como un valor de superior categoría, por encima aun de la ideología, de la religión, del nacionalismo y del regionalismo. Vivió para la amistad y como en la frase inolvidable de Paul Eduard, supo enaltecer espléndidamente.
Se entregó desde su juventud al estudio y la defensa de las ideas liberales que, en su prédica, lucían como una perenne razón de tolerancia, de conciliación y de avenimiento. La síntesis unificadora brotaba de sus labios con la más pura fuerza kantiana producto de sus razonamientos serenos, escrutadores y analíticos. Iba al fondo de las cosas sin amaneramientos intelectuales y sin jactancias eruditas. Fue un oficiante del más venturoso sentido común que adornaba con un elocuente y fino poder de convicción.
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Era esa actitud una gracia natural, llana, espontánea de su personalidad, sencilla y transparente, la que le dio, desde siempre, el aire solemne de patriarca joven y la inmensa capacidad de consejo para asesorar a los grandes de su partido y de su patria que anhelaba tenerlo cerca y escucharlo discutir, con autoridad y deslumbrante inteligencia, sobre los temas cruciales y álgidos de su tiempo.
Porque un hombre extraordinariamente dotado del poder de la palabra, rodeado, además, del conocimiento y del afecto de sus paisanos, dueño de un talento superior que le permitió el conocimiento denso de los hombres y las realidades, especialmente las de su tierra del Tolima, no llegó jamás al parlamento, parecería un interrogante sin respuesta lógica posible.
Pues bien, quienes tuvimos la fortuna de gozar de su ancha amistad, de su maestría para admitir conflictos y lidiar fuertes contraposiciones de la política y el manejo del Estado, nos aventuramos a pensar que la causa de ese inaudito vacío en su carrera se debió exclusivamente a su generosidad sin límites y su excepcional desprendimiento. Curioso caso de un ciudadano ejemplar, lleno de merecimientos ubicado por el destino, su vocación y la confianza de los jefes liberales como Echandia, Lopez, Pumarejo y los Lleras, en el centro vital del poder y de la política, y, sin embargo, ajeno a personales ambiciones,militando firme y decidido en el superior propósito de ver consolidada primero la República Liberal,con la fuerza de la ideas sociales y progresistas y luego como artífice de la paz y de la concordia entre los partidos políticos en el Tolima en la etapa fecunda de la recuperación democrática, después de las dictaduras que redujeron a cenizas el orden jurídico y los derechos humanos esenciales.
Como inmensos riesgos y lo expuso todo en las horas criticas, Al lado del inolvidables Rafael Parga Cortes recorrió las ariscas tierras del sólido sur del Tolima, ascendió a las más empinadas cordilleras posibilitando el diálogo con los líderes guerrilleros de entonces, llevando en sus manos la bandera de paz y en su palabra las ideas que sanaban los espíritus y cerraban las hondas heridas abiertas en largos años de sangrienta e inutil contienda sufrida por los tolimenses, con mas cruel impacto que cualquier otro grupo humano del país en aquel tiempo.
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Las posiciones claves que ocupó en la vida pública no fueron producto de mezquinas ambiciones sino de un servicio civil obligatorio que el mismo se impuso, dentro de las normas de un severo código de conducta como militante devoto del más puro liberalismo. Quizás por ello los jefes de su partido procuraron tenerlo cerca. Era el hombre hecho para abatir las dificultades, para dominar las más complejas situaciones. Vivió sobre el lomo de los conflictos convenciendo y venciendo. Morosamente iba invadiendo el del difícil interlocutor de turno hasta lograr la dosis necesaria para atraerlo a su propósito político o patriótico, fue, sin duda, un formidable seductor de la política.
Era un supremo deleite del espíritu, especialmente para quienes entonces tímidamente nos asomamos a la vida pública, observando en este trance intelectual y verlo finalmente con la sonrisa en los labios, la pupila chispeante y el rostro iluminado por la satisfacción. Era la conversación con él un maravilloso rito del mejor talento. Por la fuerza de las ideas, las convicciones, por la gracia castiza de su palabra, por el ingenio y la simpatía hermanados y fecundados.
Ese talante, esa personalidad superior le permitieron tener una inmensa legión de amigos y, además, no aceptar a nadie como enemigo suyo. Sus habilidades de conciliador y sus virtudes de diplomático les sirvieron no solo para dirigir asuntos críticos de la vida pública sino para ejercer en el servicio exterior posiciones de relieve, con decoro y acierto. Y en todas estas circunstancias fue reconocido como un conversador genuino, porque dominaba los más variados temas, y por ello pudo convertirse en artífice de pases y reconciliaciones al interior de su partido y entre los protagonistas dispares de la democracia local y nacional de su época.
Seviriano Ortiz Nieto saboreo con ejemplar discreción los triunfos democráticos que tuvieron en él a un gestor decidido y entusiasta. Siempre al lado de Echandía como su amigo más íntimo, desde su pujante juventud en el solar chaparraluno, escanciando juntos el vino de la amistad y de la inquietud política, a orillas de saldaña o de Amoyá. Y en las noches de la luna clara conmovidos con el eco de las canciones tutelantes de Joaco Riaño y de Patrocinio Ortiz que arroparon sus sueños infinitos.
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Sin duda para el ex presidente Darío Echandía fue Severiano Ortiz Nieto confidente, su amigo más próximo, su consejero acertado, y quien, premonitoriamente, adivino el destino grande que le aguardaba al joven abogado en la futura historia de su país. Vivieron paralelamente su existencia, con una mutua y entrañable fidelidad. Había que verlos compartir el diálogo. Era un espectáculo insuperable de inteligencia exquisita, un derroche de talento enérgico y convincente de elucubraciones, innovadoras teorías, audaces ideas y propuestas y, a veces, muchas veces su profunda carga pesimista sobre todo lo que sus contertulios opinaban o proponían. Gesticulaba con sus manos, como aspas de molino rubricó enérgicamente sus sentencias, con el característico gesto de descargar su mano derecha sobre su mano izquierda de manera fuerte y rotunda. Parecía un gigante desafiando vientos opuestos y tempestades horribles. Seviriano entonces lo miraba con admiraba con admiración y cariñoso respeto, con una sonrisa de complicidad apenas adivinaba en sus labios, y era entonces, cuando con voz suave y tranquila le refutaba alguna tesis o le disparaba con dialéctica contundente las incertidumbres o las dudas al Maestro.
Cuando cayó asesinado Vicente Echandia, en las calles de Bogotá, su amigo supo estar al lado de su compañía la fortaleza moral que el gesto solidario implica en esas horas trágicas. A raíz de este y otros episodios violentos, empujados por muchas voluntades, que la historia demostraría equivocadas, Echandia decidió renunciar a su candidatura presidencial y llevar al liberalismo a abstenerse de participar en la elección de 1950. Severiano Ortiz Nieto se opuso solitario a esa histórica decisión. Con lógica involuctible dejó constancia de su desacuerdo. Demostró que acudir a las urnas, aun sin garantías, hubiese sido un hecho difícil, arriesgado y costoso pero mucho más lo iba a ser la renuncia que abriría, como en efecto ocurrió, un periodo bajo la terrible dominación de la violencia y de la muerte con todas las trágicas secuelas de ostracismo para el partido mayoritario de la nación.
Cuando fue asesinado a pocos pasos de su periodico “Tributara” el periodista Hector Echeverri Cardenas, se presentó, en la ciudad de Ibagué, una grave y radical situación de enfrentamiento político y de alteración del orden público Echeverri encarnaba sin duda, un sentimiento liberal y popular de incalculables proporciones. Por ello la noticia de su muerte causó una inmensa tempestad. La indignación, el dolor y la ira fueron invadiendo las calles apacibles de la ciudad capital del Tolima. Desde los barrios populares, con sus banderas rojas enlutadas y sus gritos de justa protesta, fueron avanzando hacia el corazón de la ciudad, las gentes humildes que sentían a Echeverri Cardenas como su auténtico vocero. Con las sombras de la noche se radicalizó la agitación. Los dirigentes liberales perplejos no encontraban salida a la grave situación que se vivía, Alberto Lleras Camargo, ya por entonces jefe único del partido, luego de la caída de la dictadura, se comunicó telefónicamente con Severiano Ortiz Nieto que representaba a nuestra colectividad en el gabinete departamental, dentro del régimen de transición de la junta militar de Gobierno. Le transmitió su decisión de desplazarse de inmediato de la Hacienda El Cucharo en Girardot, hacia la ciudad de Ibagué. Severiano le respondió sin vacilación que consideraba totalmente equivocada esa postura. Que su presencia agregaría un ingrediente emocional a la tragedia que el liberalismo tolimense estaba sufriendo, con cordial energía le insinuó que dejará a los dirigentes locales sortear esas horas dramáticas. Lleras Camargo procedió sin ningún reparo. Severiano, Parga Cortes y otros dirigentes, liberales le solicitaron a mi padre Alberto santofimio Caicedo, que fueron su vocero para pedirle al pueblo exaltado serenidad y con cordura para evitar mayores calamidades y para imponer certeramente la vocacion democratica del liberalismo. Con autoridad intelectual y tino político, el hijo del guerrero de los mil días, logró convencer al auditorio y así se sorteó admirablemente uno de los momentos más difíciles de la vida de la ciudad en el siglo pasado.
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Parece que Borges hubiera conocido ciertas realidades nuestras cuando afirmó que “ el mayor defecto del olvido es que a veces incluye la memoria”, Cuando agonizaba el terrible siglo pasado y se aproximaba el nuevo milenio se hicieron interesantes y reparadoras referencias a muchos de los protagonistas del Tolima en los últimos cien años. Consideramos que la ausencia en esta enumeración del nombre de Severiano Ortiz Nieto, constituyó tanta injusticia inexcusable. Por eso hemos querido ahora recordarlo porque creemos además, con Jorge Samarango, Premio Nobel, “ que el pasado está lleno de voces que no callan”. Porque como lo dicen también nuestro admirado paisano william Ospina, el escritor de la tierra para los dos siglos “ alguien entendio que lo que permanece está en el lenguaje, que las palabras llevadas por el ritmo resisten más a los asaltos del tiempo que las fortalezas de piedra y las ciudades de codicia y orgullo”.
A través de estas líneas hemos querido evocar a este tolimense esencial y entrañable, que hizo de la conversación, del diálogo y de la amistad en la política, sus armas secretas. Que su voz firme fue un manantial de palabras que nunca terminaban de fluir, y que ese don natural superior lo puso siempre, con generosidad y con grandeza, servicio devoto de su tierra, de las ideas liberales y de su patria, “con toda su honda certidumbre de vida”.
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