Opinión
Que los hijos salgan
Por: Germán Eduardo Gómez Carvajal
Una situación agradable para los padres sobreprotectores, quienes se sienten complacidos de que sus hijos no salgan de casa, así sus habilidades comunicativas sean nulas, su capacidad de interactuar con nuevas personas en modalidad presencia baja y sus habilidades motrices torpes.
Quienes fuimos niños de amiguitos de balón y escondite, aprendimos a correr tan veloces como podíamos para no dejarnos cunclillar de quien contaba. Los desarrollos de autonomía en los diferentes escenarios de juego nos dieron identidad y carácter, ir a descubrir el escondite del niño más grande sin ningún temor, y explorar nuestras habilidades como la velocidad o la intuición, nos marcaba una ruta para proyectarnos en otros escenarios.
Recuerdo a Faber, un amiguito con algo de sobrepeso pero con una sagacidad única. El Faber de entonces aprendió a no desgastarse corriendo para identificar el escondite del resto de niños, además porque si corría perdía, entonces exploró subirse a una de las rejas de los jardines de nuestra manzana (Cuadra), y desde allí lo veía todo.
En ese proceso de conocerse Faber nos ganó a todos, desarrolló otros trucos, todos sus movimientos gozaban de ingenio y eran acordes a sus fortalezas.
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Los niños de los 90, nos señalábamos con un cariño burlón nuestros defectos, y por ello, no hacíamos de nuestros defectos un asunto vergonzante sino de identificación particular.
Mi generación, la del andén y las columnitas de tapas de gaseosa, nos llamamos unos a otros por nuestros defectos físicos, nuestros olores de infancia o la barbaridad que se les ocurra, sin sonrojarnos ni tantico.
En ese trato hay encriptado un nivel de familiaridad y hermandad único. Además, y esto es de suma importancia, en los juegos de calle los niños exploran la identificación y la exploración de la sátira, el doble sentido, la hipérbole, su capacidad de argumentación frente a otro niño quien perdió y no lo acepta, a resolver problemas, y a poner en práctica su poder de decisión.
Recuerdo algún día, ayudar a mi amigo Oscar Castro, quien tenía una nariz aguileña a encontrar su parecido con Michael Phelps, el nadador olímpico de grandes éxitos para hacer de sus prominentes ñatas un atributo a presumir.
Ya casi adulto, bromeaba de la proporción que, según él, hay entre la nariz y el pito de los hombres para autopromocionarse con las chicas, y el truco le funcionaba.
Esos espacios lúdicos callejeros sin supervisión de adultos, son un detonante desarrollo de autonomía. Los niños que fuimos no sacábamos la lonchera para alardear lo que nos daban en casa sino para compartirla si era necesario, porque al son del juego, tu equipo era tu equipo, tu gente, tu responsabilidad.
¿Quién jugando policías y ladrones no le dio de su agua a un compañerito agotado?, ¿Quién de nosotros no se ha enterado que el amigo más bromeado, por lo general es casi siempre el más querido?
El compartir con otros promueve acciones de trabajo en equipo, hoy los niños y adolescentes, carecen de interés por el otro, su mundo está blindado al son de sus audífonos, de sus celulares y aunque a los adultos de hoy en día no nos quepa en la cabeza, algunos padres les ruegan a sus hijos salir de casa
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