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Opinión

Convertir las marchas en votos

Convertir las marchas en votos

Por Carlos Pardo Viña | Escritor y periodista


Las protestas sociales tarde o temprano se convierten en partidos políticos. Esa es su esencia. Es el camino que les traza la democracia. Pero cada vez es más claro que cambiar nuestro destino con la esperanza fijada en los votos de las elecciones siguientes no es más que una utopía que termina chocando contra el muro de un sistema bien diseñado y, por demás, impenetrable.

Creer que las marchas y el lógico y justo descontento de la gente traerán los votos suficientes para modificar el congreso o alcanzar la presidencia, puede traer desilusiones nacionales y regionales. Me explico. Ganar una elección en Colombia no es un asunto de ideas sino de plata. Mucho más cuando el ejercicio es en la provincia.

Las alternativas sociales y políticas se enfrentan a un sistema burocrático que tiene cooptada la democracia. Los gobernantes fortalecen sus grupos políticos a punta de puestos y contratos. Los primeros, garantizan una cauda electoral de amigos y familiares (Ayúdeme con el voto para fulanito que me garantiza el puesto); los segundos, especialmente los que tienen que ver con obras civiles, garantizan el dinero de la campaña. ¿Por qué los ingenieros harían aportes a un candidato? ¿Por qué representa sus ideales sociales y económicos? No. Porque les garantiza un contrato en los tiempos de gobierno. Se que no se escandaliza, así funciona. Lo saben todos y ni los políticos lo niegan, más bien lo reducen a un eufemismo: yo gobierno con mis amigos. Y como decía alguien a quien quise mucho: “hasta razón tenerán”.

La famosa estructura política de los gobernantes y políticos de oficio, reposa en computadores. Los archivos saben cuáles son los líderes de barrio o de municipio que pone votos, sabe cuántos votos y dónde votan. ¿Y esos líderes están convencidos de las propuestas (siempre gaseosas) de los políticos? No. Hacen parte de un entramado económico, no ideológico. Cada líder recibe una platica que se hace más gorda cuando se acercan las elecciones. Muchos, incluso le reciben a dos o tres. El día de elecciones, ríos de dinero, de todos los partidos, fluyen a los barrios: camisetas, 50 mil y almuerzo para el líder que desarrolla toda una logística para garantizar los votos. Y son muchos los contratados. La gente piensa, pues 50 mil o 40 mil o 30 mil, son mejores hoy, que todo lo que van a incumplir en el futuro. Y luchar contra esa versión monetaria de la política, es muy complicado.

Los alternativos, por llamarlos de alguna manera, que no todos lo son y muchos se disfrazan para seguir obedeciendo a los intereses de los gamonales locales, hacen campaña en redes sociales, se encartan con un préstamo personal que luego no tendrán como pagar y creen, de buena fe, que el descontento es tal, que esos miles de votantes anónimos terminarán cansados del desgobierno y la corrupción y la pobreza y tacharán sus nombres en un acto de fe. Cuando no lo logran, terminan, obedeciendo a sus inclinaciones sociales, trabajando en ONG y con las comunidades, intentando cambiarles su destino desde abajo, porque desde arriba es imposible. Algunos de los que lo logran, terminan en el oscuro juego político del congreso, haciendo alianzas con quienes jamás pensaron, como sucedió el pasado 20 de julio.

Los alternativos sociales, la mayoría de izquierda, también enfrentan sus propios descosidos. En medio de los egos y los intereses tan disímiles, no son capaces de construir una propuesta sólida que los (nos) vincule a todos.

La protesta social de abril y que se extendió por un mes, terminó extinguiéndose. Era lógico. El país no puede seguir parado. Por más justa que sea la lucha, se requiere de nuevas maneras de convertirla en votos. Las arengas y las marchas y el twitter no son suficientes. Yo, por ahora, no veo esas maneras. Pero ya saben, siempre he sido un pesimista consumado, esperando que alguien me haga tragar mi desesperanza.

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