Historias

Tocar la muerte, embellecer la muerte

Tocar la muerte, embellecer la muerte

—Cada día debo tomar a la muerte de la mano, para caminar mi vida —dice Juan Carlos Nieto, 51 años, 39 de ellos dedicados a acariciar cuerpos blandos, fríos y desgonzados, cuerpos traslúcidos, sin color, pero con un olor a formol reconcentrado. Juan es tanatopráctico: preparador de cadáveres.

Ha perdido por completo el cabello, no sufre de alopecia, pero le gusta llevar totalmente rapada su cabeza; tiene una sonrisa retorcida, coqueta y agradable. Su metro sesenta y ocho le da la altura suficiente para verle de frente la cara a la muerte. Las cejas de abundantes cabellos desordenados, entreverados de gris y negro, resaltan más su calvicie. Sonríe amistosamente y su mirada tranquila me traduce la confianza necesaria para iniciar esta conversación.

—Buenos días señora, bienvenida a Funerales La Verde esperanza. Siéntese por favor, ¿se toma un tinto o una aromática? Son las 11 de la mañana de un lunes, un lunes que parece trasnochado y enguayabado, tal vez. Pocas ganas de caminar sobre el pavimento retostado y quebradizo por el sol, que se abre paso entre nubes oscuras y regordetas. El termómetro marca 25 grados, pero es posible que la temperatura esté enferma… ¡Calor, brisa fresca y frío! ¡Brisa fresca, calor y frío! Y no llueve, pero las nubes deambulan por el cielo buscando el momento propicio para dejar caer su llanto negro.

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Cuando todo empezó

Juan tenía doce años cuando sus padres se divorciaron. Su tía Gladis y su abuelita Dioselina asumieron la responsabilidad de la crianza de dos de sus hermanos mayores y él, a los dos menores se los llevaron sus padres, cada uno por separado.

La necesidad de colaborar en el nuevo hogar lo llevó a irse a trabajar con su tía quien era administradora de la Funeraria San Marcos, que estaba ubicada en la carrera tercera con calle 19, donde se ubicaban las empresas de servicio funerario en Ibagué. También la curiosidad jugó un papel importante en su destino.

—¿Le asustaba la muerte?

—No, no le tenía miedo a la muerte. Le tenía miedo a que alguna noche uno de esos ataúdes

me tragara. En el segundo piso de la funeraria se guardaban los ataúdes y me aterraba pensar que accidentalmente me metiera en uno de ellos y no pudiera volver a salir de ahí —¿Recuerda la primera vez que estuvo frente a un cadáver?
—¡Sí, claro! Era una señora de 90 años, su muerte fue natural. Yo tenía 12. Don Fabio Galvis, el dueño de la funeraria me dijo que le ayudara a inyectarle los químicos y que me pagaba 300 pesos. Me asusté un poco, pero me pudo más la ambición del dinero. Ella era una mujer muy delgada, tenía su piel tan arrugada, que me dificultó la tarea, pero al final lo
logré. Aun en mis manos siento la fragilidad de su piel.

Juan mira constantemente su celular, le llega cada dos segundos un mensaje, los lee, se disculpa y retoma la conversación.

La preservación
En el laboratorio de la funeraria se hace el proceso de preservación del cadáver, que inicia con el lavado y la desinfección; luego se ubica la aorta y a través de ella se inyectan una serie de químicos compuestos por un 10% de formaldehido, conocido comúnmente como formol, ese líquido incoloro, de olor penetrante y sofocante que les anuncia a los sentidos que la muerte ya se posesionó de ese cuerpo. Posteriormente se hace un hidroaspirado, una especie de liposucción al abdomen para extraer gases, líquidos y sólidos. Este proceso puede durar 40 minutos o un poco más.

12:30 del mediodía, nunca llovió Las oscuras nubes negras desaparecieron y dan paso al sol que de nuevo reseca el
pavimento, lo tuesta y la tarde se vuelve más sofocante. Un sudor pegajoso y frío corre por la frente y el cuello. El agite del tráfico hace más denso y desesperante el ambiente. No se mueven las hojas de los árboles, los pitos de los vehículos que transitan apeñuscados por la avenida Mirolindo, perturban la paz que habita en las salas de velación.

No hay féretros. Este día la muerte está ocupada en otra parte; unos minutos después suena a lo lejos la sirena desesperada de una ambulancia que se encuentra atascada en el tráfico.

Juan no tiene afán por abandonar la charla, por el contrario, siente que es importante que la gente se entere de este tema. Oscar, un compañero suyo se acerca y al oído le pregunta si hacen vaca para comprar arroz paisa; Juan sonríe y saca de su bolsillo un billete de 20 mil pesos algo arrugado. Vuelve y se disculpa por la interrupción.

—¿Qué pasa cuando es una muerte violenta?

—Al cadáver se le debe hacer la necropsia, en este proceso intervienen entes judiciales y se estudia uno a uno cada órgano para poder establecer la causa de su muerte. Cuando es un accidente de tránsito, pueden pasar hasta 24 o más horas para que medicina legal entregue el cuerpo a la funeraria.

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En este punto, el tanatopráctico se convierte en un escultor; cuando el rostro queda muy desfigurado se decide sellar el ataúd para evitar que los familiares y visitantes se impacten al verlo.

—La tanatopraxia es la técnica de conservación temporal de los cadáveres, indica Juan.

En Ibagué entidades como el SENA y la Secretaría de Salud dictan cursos de formación para nuevos aspirantes tanatoprácticos; no hay muchos interesados, a pesar de que este trabajo es bien pago. Sin embargo, este oficio no es para cualquier persona, se debe querer mucho su trabajo y no debe tenerle miedo a la muerte; ser muy fuerte y aprender a controlar los sentimientos.

No hay preocupación por ir a almorzar, Juan se siente muy cómodo hablando sobre su profesión. Lo apasiona tanto que considera que cada turno es una oportunidad para reconciliarse con la vida.

Funerales La verde esperanza está ubicada sobre la avenida Mirolindo cerca de la glorieta, a su alrededor hay concesionarios de autos; en el aire se percibe el aroma del café que disimula el olor a muerte. Su entrada es amplia, un portón blanco, se abre para ser testigo de una nueva despedida. El piso está formado por pequeñas piedras que se estrellan entre sí a cada paso dado. Son 8 salas de velación que esperan silenciosas a los huéspedes. Hoy no hay ninguno. La mañana estuvo tranquila.

Las salas de velación tienen pintadas sus paredes de colores suaves: Verde, azul, lila, beige, rosado, amarillo, colores que apaciguan el dolor. No hay espacio para lo lúgubre. Cada sala tiene una imagen de Jesucristo que da a los dolientes la esperanza de la resurrección. Se respira paz, algo de nostalgia, soledad y cierto misterio se siente entre los arcos de las puertas que dan la bienvenida a esos huéspedes que ya no tienen prisa por vivir.

La muerte es bella
Juan reconoce que su mayor satisfacción es poder darles a los cuerpos la apariencia de estar dormidos, dejarlos lo más natural posible, que no se vea fea la muerte. Por eso, se esmera en ponerle corazón a lo que hace.

Después que se ha realizado el proceso de conservación, se empieza con la “decoración del cadáver”. Se trata de maquillar el rostro con bases de tonos rosados con el fin de disimular la palidez de la piel. Se le viste con el mejor traje que tuvo en vida y en ocasiones, se le colocan zapatos. Se les aplica el perfume favorito y hasta le hacen pedicure y manicure.

La idea de un encuentro con Dios, es quizás, la razón por la que los vivos quieren mostrar esa cara bella de la muerte.

Una oración en voz baja al cuerpo recién llegado; le pide permiso para poder manipularlo y le habla asegurándole que lo dejará muy bonito y bien presentado. Le pide que contenga sus gases y líquidos para que no le vayan a hacer quedar mal ante familiares y visitantes. Con el agradecimiento de los clientes, Juan garantiza que hizo bien su trabajo.

Cuando ya se va a sacar el féretro a la sala de velación, vuelve y hace una oración, le agradece su buen comportamiento y así se despide de otro cuerpo más entre los miles que ha embellecido.

El momento más difícil para Juan es cuando llega un niño o un joven a su mesa.

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—Me traumatiza bastante cuando veo a un niño muerto, es muy duro empezar a hacerle el procedimiento. Me quiebro fácilmente, porque pienso en mi nieto, Samuel que tiene 6 años.

Me hace feliz verlos sonreír, pero cuando me enfrento al cadáver de un chiquito, siento un dolor enorme en mi corazón, pienso en el dolor de la familia.

Son las 2 de la tarde Vuelve a caer el sol y deja ver de nuevo unas nubes que están a punto de reventar, es hora de partir, el calor o el frío ya no importan, a Juan le suena de nuevo el celular y él dice: Si, OK, ya lo alisto. Es una llamada que le advierte que en una hora llegará un huésped a su morada.

El laboratorio imperturbable y frío, junto a una bandeja metálica de 2 metros de largo x 80 cm de ancho, pinzas, herramientas, bolsas y recipientes esperan para ser utilizados. Una camilla sin sabana espera impaciente a su paciente. Es un lugar de paredes altas, impecablemente blancas, frías e insensibles. Ellas no llorarán por el cuerpo que va a llegar,
pero tendrán en sus entrañas el llanto que día a día los familiares del difunto dejarán caer en su último adiós.

La anterior pieza periodística es producto de la cátedra Periodismo y Literatura que dirige Carlos Pardo Viña en la Universidad del Tolima.

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