Historias
Nuevos lectores son los que salvarán la literatura
Jesús Cañadas (Cádiz, 1980) tiene la risa rebelde, como su carácter. Es una rebeldía que desarma, por distinta a la que se le presupone a un escritor: alaba —no pelotea— a los lectores, tiene esperanza en el futuro ––literario, pero también del otro— y se mete en harina —de verdad, no de boquilla— sin importarle demasiado a quién vaya a molestar. Posee una simpatía indudable que se vuelve honestísima cuando afirma que su objetivo es llegar a fin de mes. Aunque sea solo una verdad a medias.
Lo suyo es jugar. Seguir jugando, más bien. Como cuando escribía rollos infumables para las partidas de rol del D&D en una plaza gaditana en los noventa. Ahora, reducida su envergadura y su cabellera, el juego es compartido. Porque ya le leen. Los que gustan de la fantasía, los afectos al terror y los que no tienen ni idea de qué ocurre en Innsmouth. Para embarcarse en Los nombres muertos, El baile de los secretos o Pronto será de noche no hacen falta más alforjas que permitirse creer que todo es posible. «La ciencia ficción te balancea en el acantilado. La fantasía te empuja», decía Ray Bradbury, que encabeza su panteón personal. Cañadas no disimula: quiere lanzarnos a todos al vacío.
A cambio, un par de condiciones: que no le cuelguen ningún título ni le arrastren a generaciones inventadas. Admite que le digan que su nuevo libro, Las tres muertes de Fermín Salvochea (Roca Editorial) es un potaje de pulp, fantasía histórica, novela de aventuras, de vampiros, gitanos y demonios. Pero jamás que «trasciende el género» porque no es de los que usan la fantasía como pretexto, sino como hogar. Porque —lo dice él— es unflipao.
Nos hemos enterado de que eras de los nuestros: un niño gordo que jugaba a rol.
«Niño gordo de rol» es totalmente cierto, es la radiografía de mi alma. Nunca jugué al fútbol, una vez lo intenté en un recreo y me dijo uno: «¿Qué haces, gordo?» y ahí se acabó mi carrera. Yo estaba todo el día con los libros y tebeos, primero con los Mortadelos, que es la anécdota que cuenta siempre mi madre en las presentaciones. Yo le decía que me aburría y ella me compraba un Mortadelo, pero me lo pulía enseguida.
Hay una frase tuya que nos vas a permitir que alabemos: «El conservatorio de los escritores son las bibliotecas públicas».
Es que es cierto, lo hablaba hace poco con un colega cuando salió un vídeo en YouTube de un tipo queanalizaba la banda sonora de El Señor de los Anillos.
¿Jaime Altozano?
Correcto. Pues mi colega decía «claro, pero es que este tío ha estado en el conservatorio toda la vida», y claro, así es cómo se sabe. El equivalente al conservatorio para un escritor es enterrarte en libros, igual que un músico se entierra en partituras, y en música, y en aprender qué coño es un arpegio —yo no tengo ni puta idea de qué es—.
Pero decir «biblioteca pública» desmorona por completo esa imagen glamurosa del escritor con una librería kilométrica y un escritorio de roble, posando con la mano en el mentón…
Es que esa imagen es mentira. Yo he ido a biblioteca pública de siempre, desde chiquitito, desde que me leí El pequeño vampiro, que es de los primeros de los que me acuerdo. Lo que pasa es que me rodeaba de gente que no se ajusta a la idea que tú tienes del friki. Yo era el único gordito, pero los demás eran niños de barrio, lo que en Cádiz se dice angango, un cani de toda la vida. Así que éramos canis de barrio pero jugando a rol en una plazoleta.
Y tú eras el master que se inventaba las historias que nadie se leía luego, ¿no?
Sí, señor. De semana en semana les traía folios: «Aquí tenéis lo que ha pasado entre medias….» y decían que luego se lo leerían en casa, pero jamás nadie se leyó ninguna. Por suerte. Porque eran terribles, patéticas imitaciones de Tolkien, Stephen King, Neil Gaiman y todas las mierdas que leía.
¿Eras «master madre»?
No, qué va, mataba mucho. Cuando llegábamos al final de las campañas sí que les cuidaba mucho, porque me importaba más la historia que que ellos murieran o no. Ahora con la escritura ya tengo libertad, ¡porque no se meten humanos por medio! [risas].
Has mencionado la obra de Angela Sommer Smith, autora fantástica. Eres bastante beligerante con este asunto de reivindicar el papel de las escritoras…
Lo intento, lo intento. Desde que me dí cuenta hace unos cuantos años de que estaba leyendo muchísimos autores y muy pocas autoras, me dije: vamos a intentar picotear. En Angela Carter, en Marion Zimmer Bradley, en Elia Barceló, Susana Vallejo, Pilar Pedraza, Laura Fernández, que creo que es de las que van a quedar, que dentro de cincuenta años se dirá, «mira lo que hizo Laura Fernández». Como Sofía Rhei, que creo que es la mejor escritora de España ahora mismo, por lo menos en el género fantástico.
Te revuelves mucho contra eso de que te enmarquen en esa nueva generación de autores de fantástico español, con Emilio Bueso y otros autores.
¿Sabes lo que pasa? Que las generaciones literarias sirven más bien para excluir que para otra cosa. Es para que el que no le hayan metido dentro se enfade y te eche la cruz, y para que la gente que no lee ese tipo de literatura diga «no, no, yo a esos ya los tengo identificados y sé al que no quiero leer». Así que nosotros somos simplemente un grupo de gente que ha nacido en una horquilla de cinco a ocho años, finales de los setenta, principios de los ochenta
La que está entre la generación X y los millennials, los xennials le dicen ahora.
¿Xena es la princesa guerrera? [risas]. Hemos crecido tan influenciados por la literatura como por el cómic y el cine, o por juegos de rol, y simplemente tenemos un puntito de creatividad y tenemos la suerte de que hay editoriales más pequeñas o más grandes que apuestan por nosotros. Si tenemos los mismos referentes, si tenemos referentes distintos, si a uno le gusta más Abel Ferrara y a otro le gusta más Spielberg, si otro va más por lo lynchiano y otro más Nolan… Es lo mismo, da igual. No veo que haya unos rasgos que nos junten a todos aparte de haber nacido en España en los mismos años. ¿Sabes cuál es la generación literaria que yo sí que creo que está presente y que es decisiva?
¿La generación Nocilla?
[Risas] No. Los lectores. La generación literaria que va a salvar la literatura, sea fantástica o no, son los nuevos lectores, lectores jóvenes. Ahora tienen quince años y no tienen ningún prejuicio ni con el fantástico ni con el no fantástico. Esa gente sí que forma una generación literaria, porque dentro de cinco tendrán veinte años, y de diez veinticinco, y dirán: «Tocotó, aquí tenéis una novela. Lo que hicieron Cañadas y Guillem López era una porquería y ahora viene lo bueno». Veo que hay lectores jóvenes que no tienen el menor prejuicio, que son superactivos en redes sociales, comprando libros, reseñándolos, moviéndose por la literatura de género, y eso sí que es una generación literaria.
La generación que ha derribado ya la barrera entre cultura académica y cultura popular.
¡Claro! Y es que además, la puta mierda es que la literatura es la última frontera de eso. Todo el mundo aquí consume fantástico prácticamente a diario: de Stranger Things a It, a Star Wars, a pelis de superhéroes… pero en libros todavía no. Es la última frontera antes de la normalización absoluta. Pero se está consiguiendo, y se está consiguiendo gracias a gente joven que compra libros, que los lee, que los reseña y que los mantiene vivos en el medio de comunicación universal de ahora mismo, que son las redes sociales. Pero sobre todo en bares, coño, en la vida real. Eso me decía el otro día Silvia, de Roca, y me lo ha repetido también gente de departamentos de prensa de otras editoriales: no importa lo que nosotros hagamos por un libro, cuánto dinero metamos en promoción, porque el arma de marketing definitiva se nos escapa. Y esa es la recomendación de un bar. Te estás tomando un café y te dice alguien «me estoy leyendo un libro que es la polla, te va a encantar». Si eso pasa el libro es un éxito, da igual que sea fantástico o dos señoras en un curso de lo que sea, diciendo «me he leído un libro de porno sadomaso que te va a encantar».
Los lectores de ahora ya han crecido con Lovecraft no ya desprejuiciado, sino convertidos él y Cthulhu en elementos de merchandising pop.
Sí, con Lovecraft, King, Gaiman… y también con gente de aquí, porque han leído a Negrete. Y nos están descubriendo ahora a nosotros, los que tenemos la suerte de estar en el escaparate de las librerías.
Tenéis hasta haters, que es ya la conquista absoluta de la cultura de masas.
[Risas] Sí, eso ya es… Aunque yo no tengo muchos, alguno hay.
Hay autores del género fantástico español que sí tienen, como Emilio.
Sí, pero a él le gusta también, ¿eh? Le gusta que le den cañita.
Y hablando de generaciones, te voy a hacer una pregunta que he leído que no te hacen nunca y que te encantaría responder. ¿Qué estás haciendo tú por el género fantástico en España?
Cosas como esta. Ir a una entrevista y decir lo que se está haciendo bien y lo que se podría hacer mejor en el panorama fantástico.
Con lo fácil que es protestar.
Sí, pero hay que ser proactivo. Yo crecí en el Cádiz de los noventa, con Tolkien en las librerías, la Dragonlance y sanseacabó. Me leí La Cosa del Pantano de Moore porque de rebote apareció en la estantería de la papelería Géminis, que llevaba un calvo muy antipático cerca de mi casa. Y flipé, claro, porque yo estaba acostumbrado a los Mortadelos. Y eso ha cambiado drásticamente. Está mejor el panorama, porque hay un montón de sellos, grandes o pequeños, apostando por el panorama fantástico nacional. Y muchos partiéndose la cara para sacar rarezas, cosas que tienen muchísima calidad pero que son un riesgo, y que tal y como está la industria editorial no se quiere arriesgar. Pero el que tiene el culo pelao de leer terror o fantástico, dice «a mí esto me mola». Eso hace solo veinte años era impensable, y ahora está por todos lados. ¿Qué ha pasado en la Fnac? Porque hace veinte años no había una pared entera llena de cómics. Ahora sí la hay. Y eso se ha conseguido gracias a un montón de autores sacando obras como mínimo excelentes, que han terminado permeando en la gente, rompiendo la barrera y democratizando el cómic. Haciendo que tú veas a alguien leyendo un cómic en el metro y no sea un friki, aunque sea un manga y lo esté leyendo al revés. Se ha normalizado. Eso le falta todavía conseguirlo al género fantástico literario, pero está mejor. Ya no está en la UVI, todavía está en cuidados intensivos pero ya no en la UVI.
Has crecido mucho en optimismo. Cuando empezaste hablabas del fantástico español como un erial con cuatro locos.
Es que 2011 era un erial con cuatro locos. Y ahora mira, hay hasta iniciativas como el Festival Celsius, que están moviendo un montón de gente. A mí me mata la envidia, porque no se mueven por mí, se mueven por Brandon Sanderson, pero poquito a poquito llegaremos. O sea, que el fantástico español necesita mejorar pero también progresa adecuadamente. Va poquito a poquito. En 2011, cuando yo saqué mi novela, era impensable que Random House sacase una colección fantástica, y en cambio ahora está ahí. Y otro montón de sellos también.
¿Y cómo es para un amante del género que una editorial como Valdemar te diga que sí a una novela?
La hostia, la verdad. Yo me enteré que estaban aceptando manuscritos para la colección Insomnia y mandé el mío como lo mandarían otros mil. Creo que me salió un tendinitis en el dedo de darle a F5 a ver si me habían respondido. Un cuarto de hora después de mandarlo ya estaba «a ver, a ver, a ver». Y que la gente que parte la pana en el terror, y ha hecho el sello canónico en España publicando lo mejorcito, te digan a ti con treinta y tres años: «Lo tuyo vale. Queremos lo tuyo para un sello nuestro» eso es una barbaridad. Estar en esa colección, junto a cosas como El Rito de Laird Barron…
Hablemos de Las tres muertes de Fermín Salvacochea. Es una novela que tiene todo para que no funcione, y sin embargo funciona.
Sí, no es la primera vez que me lo dicen.
¿Y cómo se hace para que todos esos elementos, que no deberían funcionar juntos, lo hagan?
Pues no lo sé. Te podría decir que es magia, pero vas a pensar que soy un puto flipado. Así que te voy a decir el equivalente del siglo XXI: no es magia, es un intangible. Haces algo, y algo pasa, que de repente Candela está viva, es real, Antonia está viva. De pronto Juaíco vuelve borracho a su casa y lo asaltan dos vampiros y te lo crees. O no, si no te funciona. Pero hay una alquimia rara que pasa ahí, que hace que funcione. He repetido en muchas entrevistas, parafraseando a Ernst Lubitsch, que decía que tú puedes poner la cámara en un millón de sitios, pero en realidad solo puedes ponerla en una. Y eso pasa lo mismo con la literatura. Hay un millón de maneras de contar una historia, de contar una novela, pero en verdad solo hay una: la correcta.
Con Pronto será de noche decías que habías pensado «cada puta frase» para darle ese aire contenido, seco.
Sí, porque la prosa de Pronto será de noche me pedía un equivalente al atasco.Cuando lo lees las frases van a trompicones, poco a poco, agobiándote con cómo está escrita. Fermín Salvochea, sin embargo, es una historia de maravillas en una ciudad que en realidad nunca existió, porque el Cádiz que se presenta en la novela no es el Cádiz real. Pero es una historia de chavales lanzándose a la fantasía, y la prosa tiene que reflejar eso.
Y no parece fácil de conseguir que de repente aparezca un robot, un mech steampunk, con un gitano sin piernas dentro, disparando estacas con una ametralladora, y el lector diga: «Oh, perfecto».
¿Sabes que eso es un añadido de última hora? Porque se decidió cambiar el personaje que aparecía ahí, que era otro cameo. Fermín Salvochea, el real, se crió en Londres y cuando volvió se dedicó a la política. Pues en mi novela, pensé: aquí me coincide —por fechas— con otra persona que podía haberse puesto a cazar vampiros también: Bram Stoker. Y en medio de la novela, había un momento en el que Salvochea le decía a Juaíco: «No podemos con esto solos, voy a llamar a mi amigo el irlandés». Y mandaba con un cañón steampunk un mensaje a Rumanía donde había un tío gordo que tal… En esa escena estaba Bram Stoker con un cañón tipo El Mariachi, matando. Pero me dijeron: no. «No, puto flipao de mierda». Y lo quité y puse eso.
Es que hay que ser un puto flipado para escribir estas mierdas, porque si no lo flipas tú mismo… No sé a quién le escuché esa definición de que lo más próximo al talento que se puede tener es que haces las cosas que te emocionan y cuando te han emocionado a ti, cruzas los dedos para que le emocionen a los demás.
Suena a receta del éxito, pero no lo es en absoluto.
Es que no la hay. Hay recetas del fracaso: miles. A puñados. Del éxito no, porque el éxito es una carambola. Para empezar habría que definirlo, ¿qué significa el éxito?
¿No consideras que tienes éxito, ahora mismo?
Sí, por lo menos, suerte. Porque vivo de escribir. No de escribir libros, pero sí de escribir. Eso significa que gano dinero con los libros, que me pagan más o menos la mitad del año, y la otra mitad escribo para una startup, para una agencia de viajes, para una ONG, para una cosa de tecnología de una empresa polaca… Y todo junto, me da un sueldo. De mileurista, tampoco te creas.
¿Sigues trabajando como guionista de Globomedia?
No. Estuve la segunda temporada de Vis a Vis, y ya está. Escribía desde Berlín.
Volviendo a la literatura: todas tus novelas son muy, muy, muy distintas entre sí. En todo: estilo, forma, temática… ¿Eres consciente de que es muy difícil marcar un «estilo Jesús Cañadas»?
Sí, eso es premeditado. Es que si escribiera otra vez Pronto será de noche, sería un coñazo, ¿no? Me pide el cuerpo otra cosa, si no, me aburro. Otra vez prosa seca, otra vez huir de los adjetivos…
Tener el dominio de estilos tan distintos no es sencillo. Tiene que haber muchas lecturas detrás. Aunque este y Los nombres muertos se puedan parecer un poco…
No es sencillo, no. Y mira: hay una lectura de Los nombres muertos donde no hay absolutamente nada fantástico. Todo tiene una explicación racional, pero en este libro no. En este me fui al otro extremo, con un punto de giro donde nos zambullimos directamente en la fantasía. Yo he intentado aplicar la teoría esta de la rana, que la sumergen en agua caliente y no se da cuenta de que está hirviendo hasta que ya es demasiado tarde. Metes al lector en una novela histórica de unos niños que las pasan putas en el Cádiz del XIX, buscando que tengan un cierto carisma para que se encariñe con ellos y quiera acompañarlos. Y cuando empiecen a salir gitanos sin piernas en roboces y vampiros, y demonio y brujas… ya esté tan enganchado que diga «bueno, voy al final». Es un riesgo, porque el lector puede decir «esto es una mierda, carajo», pero el riesgo es lo bonito.
Además de ser una decisión narrativa y de estilo, ¿no es también una decisión comercial? Sin que comercial sea peyorativo aquí. Empiezas a leer un libro que parece la típica histórica costumbrista tan de moda, y de repente empiece a pasar todo esto. Esa gradación en el estilo, ¿no trata de enganchar a la gente?
Bueno, o anticomercial, según se mire. Porque al fin y al cabo, es posible que el lector diga que qué carajo es esto, porque se estaba esperando otra cosa. Pero sí estoy de acuerdo es que tiene todo para no gustar, y sin embargo…
Según cómo se mire, tiene una sinopsis muy hija de puta: cazavampiros, demonios, gitanos, gaditanos históricos, alcaldes anarquistas…
[Risas] ¡Vaya, muchas gracias! Pero estoy de acuerdo, ¿eh? Es cierto que puede asustar si no eres afín al género.
En los medios más tradicionales dicen mucho de ti eso de que «usas la fantasía como pretexto», para hablar de otros temas como la redención paterna. ¿No es eso un poco de complejo de género?
Sí, es la misma mierda de siempre de «es tan bueno que trasciende el género», que es para darle un cabezazo en la nariz al que la diga. Pero qué le vamos a hacer. Cuando la entrevista es de promoción solo puedes decir «sí, sí, lo que tú digas, trasciende el género». Pero no, ¿qué coño trasciende? Usa el género bien, que no es lo mismo. Lo que pasa que quien dice eso se retrata. Así que yo me callo y por dentro me digo «vale, ya sé de qué pie cojeas». Qué le vamos a hacer. Yo prefiero darle la vuelta y ponérselo fácil al entrevistador, y también al lector: si quieres una lectura fantástica, la hay. Como toda obra de arte, puede funcionar a diferentes niveles. Hay historias de aventuras de niños que se enfrentan a monstruos. Hay novela histórica. Pero también hay la historia de un niño que se reconcilia con la memoria de su padre. Si tú quieres pensar que esto es un pretexto para eso, olé tus cojones. ¿Te lo has comprado? Pues perfecto. El libro ya está vendido, que los lectores digan, qué coño va a venir el autor a decirte: «No, no, esto hay que leerlo así».
Suena a esa frase tan manida de que los artistas ya no poseen la obra en cuanto la hacen pública. Que ya es de los lectores.
Pues sí y no. Tampoco estoy de acuerdo de todo con eso, porque si un lector le dedica veinte pavos y tres o cuatro semanas a un libro, yo le he dedicado un año entero, muchos desvelos y muchas vueltas de coco; así que mejor vamos a hacer custodia compartida. Ni tuyo ni mío. Pero sí que es verdad que cada uno lo lee como quiere.
¿La idea del glosario de terminología gaditana fue tuya o de la editorial?
Fue mía, la fui haciendo a medida que iba escribiendo, porque estaba muy convencido de que podía ser un escollo y no quería torpedear al lector. Así que si te hace falta aquí lo tienes, y si lo entiendes por el contexto, perfecto también. Y ha habido de todo, una lectora me dijo que sin el glosario habría estado perdida y otros que me han dicho que no lo han mirado en toda la novela.
La historia del niño que se reconcilia con la memoria de su padre está inspirada en tu abuelo, ¿no?
Es mi abuelo, sí. Mi abuelo es Juaíco, era barbero en Cádiz, y perdió las dos o tres barberías que tuvo jugando a las cartas. Le puso los cuernos un millón de veces a mi abuela, y se murió de cirrosis, evidentemente. De hecho había por ahí tíos míos desperdigados por Cádiz. Cuando yo era chico y paseábamos por Cádiz me decía mi padre: «Mira ese es tu tío, ese es tu tío… ese es tu tío». Era una cosa aceptada en aquel entonces. Pero claro, por fechas debería ser mi tatarabuelo, porque la historia de Juaíco se desarrolla a finales del siglo XIX y lo de mi abuelo estamos hablando de mediados de los cincuenta del XX, pero yo me he basado en él aunque no lo conocí. Cuando me hablaban de él mi madre, mi padre y mi tía, me decía que era lamentable, pero qué buen personaje literario. Un pimpi, se dice en Cádiz, que viene del inglés pimp. Borracho, putero, ludópata… y barbero. No pegaba a mi abuela, pero todo lo demás se lo hizo. En la vida real era para tirarlo a la basura, pero es un personajazo literario.
Como Lovecraft.
Otra persona lamentable en vida.
¿Se puede disfrutar de la obra de un creador siendo este un grandísimo hijo de puta? ¿Hay responsabilidad en el consumo cultural? ¿Se puede separar obra y vida? Qué opinas de este debate, cuéntanos.
Lovecraft sí, y Poe también, que se casó con una niña de trece años. Te voy a dar una respuesta que no está muy bien vista en estos tiempos de redes sociales: no lo sé. No tengo respuesta. Allá cada uno. Yo, desde luego, voy a seguir disfrutando de la obra de Lovecraft porque creo que influyó y que cambió por completo toda la literatura de género —y no de género— que vino después. Hay mucha gente que pone el grito en el cielo por su racismo y misoginia, pero su obra ha influenciado a todo el mundo que vino detrás de él. Durante un tiempo no, hasta que se le volvió a descubrir, pero muchos de los que se escandalizan quisieran tener la influencia en la literatura que tuvo Lovecraft.
Pero no es una redención.
No es una redención personal, pero a mí la persona me interesa menos que la obra. Bastante menos.
¿Solo con Lovecraft o en general? ¿Vale esto con Kevin Spacey?
A mí Kevin Spacey me ha dado muchos buenos ratos. Después hacía esas terribles cosas, probablemente haga falta mucho tiempo para hacer la separación entre persona y obra.
Quizás sea más fácil cuando el malo lleva años muerto.
¿Porque ya ha recibido su justo castigo porque está muerto?
Y porque al no estar «en activo» ya no te enfrentas a la figura, y no recibe personalmente el aplauso, el premio.
Es que hay una línea finísima, en la que puedes caer en lo que está pasando en cines de arte y ensayo de Estados Unidos, que ya no se pone Lo que el viento se llevó porque se dice nigga. La putada además es el alivio de conciencia de decir «tú, fuera. Hemos expulsado a Kevin Spacey y esto ya no pasa», pero no, es un mal endémico de la industria del espectáculo mundial.
De la sociedad.
Correcto, sí. Así que no hagamos esto de «Uh, menos mal que ya no hay Harvey Weinstein». No, no, sigue habiendo. Lo hay en España, en Estados Unidos y en todas partes. Kevin Spacey no hay solo uno. ¿Cómo se lidia con eso? Ni puta idea. No es un tema para nada fácil. Es un motivo de celebración que se señale a esta gente —y olé por lo quienes se atreven a decirlo—, cómo se lidia después con eso, es muy difícil. De todas formas, a mí esto me lleva a otra reflexión, cuando pienso en cómo se ha atacado a muchas víctimas que han denunciado. Y es que cuando te metes con una industria que tiene mucho poder, estás en un lío.
Te pierde mucho la boca, porque has dado buenas declaraciones sobre el mundo editorial…
Sí. ¿Sabes lo que pasa? Que soy pobre, que soy de familia pobre, y los pobres nos quejamos mucho. Y cuando veo una cosa que me parece mal, lo digo. Y así no llegas a ningún lado. O cuesta, vamos. Ahora, te diré que creo que la industria editorial está jodida, pero progresa adecuadamente. Cuando trabajaba en la feria del libro de Frankfurt de 2013 a 2015, organizábamos cosas en Latinoamérica para traer editoriales. Y tío: nadie leía. D los que trabajan en el corazón de la industria literaria casi ninguno lee libros. Un par de excepciones, pero casi nadie. A mí me llegaron a decir esta frase: «En una feria del automóvil no se le pide su opinión a un Ferrari». Esto es así. Fue un palo, pensar que la gente que maneja, o que pone el espacio donde se decide el destino del mundo editorial, no lea.
¿Y crees que eso ocurre también a otros niveles de la industria?
No lo sé, porque con los que yo he tenido trato leen mucho, pero manuscritos. Y claro, si estás todo el día poniendo cafés, no llegas a casa y te pones a poner cafés. Supongo que llegas a casa y estás hasta el mismo moño. Lo que creo es que hay mucha inseguridad en la industria. Como no hay fórmulas matemáticas, es todo una apuesta. Se intenta más o menos que cuadre tu gusto, publicar o editar algo que a ti te emocione, y cruzar los dedos por si emociona a alguien más. Lo que pasa es que en la industria editorial pesa más la industria que lo editorial. Y no nos engañemos: es una industria, hay que comer y llegar a fin de mes. Se tienen que tomar decisiones que ahora con esta situación económica que tenemos te obligan al conservadurismo, a no decir «venga, publico diez libros. Tres no los conoce ni tu puta madre, otros cinco son tú sabes, y otros dos son una apuesta segura. Y en el cómputo global voy tirando para adelante». Eso ya no se puede hacer, porque haces eso tres veces y tienes treinta fracasos, y eso te obliga a ser conservador. Por eso insisto en lo de la suerte, que han querido apostar por mí, tanto en la comercialidad de Roca como en la calidad de Valdemar.
Te ha pillado fuera de España, en Berlín, toda la eclosión del fenómeno de auge de las pequeñas editoriales en España. ¿Lo veías con esperanza?
Yo creo que hay que verlo como un continuo, no como un «ha llegado este sello que lo va a cambiar todo». Porque lo que lo cambia todo casi siempre se conjuga en pasado, no es ni «esto lo va a cambiar todo, ni esto lo cambia todo». Hay sellos que nacen, sellos que mueren, sellos que lo intentan un tiempo y caen… Se intenta hacer lo mejor que se puede, como en cualquier industria, creo yo. Por suerte, para mí que soy lector antes que escritor —igual que cualquiera de los escritores que os vayáis a encontrar en vuestra vida— es muy de agradecer que haya sellos que apuesten por eso y que no te den cositas que sean solamente Dan Brown.
Fermín Salvochea es un poco Dan Brown… pero en bien.
[Risas]
Me refiero a que es una novela de aventuras con misterios de historia-ficción, que los capítulos van avanzando cada vez a más velocidad, con esa estructura que…
Sí, y el estilo también se va haciendo menos barroco.
«El Dan Brown español, pero en bien».
¡No! ¡No! ¡No! Os lo pido de rodillas aquí en medio, os pido por favor que no. El «no sé qué español» no, por favor. Nada de eso. Porque si pones algo así, se pone todo el mundo en tu contra, diciendo «mira el hijo puta este, ¿dónde va?», porque parece que lo has dicho tú. Parece que te has sentado aquí y has dicho «buenas tardes, soy el Dan Brown español» [Risas]. Pero si yo soy un tío que se pone a escribir en pijama en su salón, y ya está, y ahí tienes. Alrededor de mí cientos de vasos medio vacíos, tazas, migas de tostada en el pijama, en gayumbos… Es verdad que por dentro puedes estar volando en barcos alados sobre la bahía de Cádiz, pero por fuera eres un tío que está [teclea en la mesa]
Por cierto, para la gente que no lo sepa, ¿quién era Fermín Salvochea?
Es un personaje histórico interesante. Un alcalde, que a pesar de venir de familia de dinero, tuvo contacto con el comunismo y con el anarquismo y decidió ponerse de parte de los pobres en la política. De los desheredados, de los trabajadores y la gente que tenía menos dinero, en contra de la gente que los estaba jodiendo vivos: clero, nobleza y ricos. Eso le granjeó muchísimos enemigos, porque hizo cosas bien y mal —declaró el cantón de Cádiz y lo metieron en la cárcel muchos años—. Pero al fin y al cabo tú eres el recuerdo que dejas, y el recuerdo que ha dejado Salvochea es un recuerdo casi mitológico. Hasta el cani más poligonero, si le preguntas por él, te dice «zí no, cabesa, er arcarde, ¿no? Er arcarde» porque todo el mundo lo recuerda en Cádiz como esa especie de George Washington o de Abraham Lincoln. Un tío bigger than life. Ese fue el punto de partida donde yo cogí la leyenda y…
… me la voy a follar.
[Risas] Pero, ¿qué tiene Abraham Lincoln que no tenga Fermín Salvochea? ¿Qué mierda tiene el presidente de Estados Unidos que no tenga el alcalde de Cádiz? Nosotros también tenemos nuestros inmortales a nivel local, y eso es lo que yo quería, hacer algo que ya se ha hecho en clave de comedia en otras obras de ficción, pero un poquito más digno. Habrá quién se lo lea y diga, «¿Pero esto qué mierda es? ¿Cazavampiros?», pero es que esto a mí me gusta. Hace poco se lo escuchaba a Nacho Vigalondo hablando de Colossal. Decía que para hablar de la violencia de género a él le hace falta un monstruo gigante atacando Seúl. Para hablar de una historia del padre que se reconcilia con el niño y tal, a mí me hacen falta vampiros. Porque si no me aburro, coño. A mí me gusta todas estas mierdas. Tú puedes entender el libro —y de hecho yo lo entiendo así, aunque sea una cosa irrelevante por personal— como la historia de un niño que se reconcilia con su padre, como yo me he tenido que reconciliar con el mío que también tenía sus luces y sus sombras. A medida que me voy haciendo viejo y acercando a los cuarenta, me doy cuenta de que me parezco mucho más a él de lo que yo pensaba y quizás de lo que me gustaría. Que es lo mismo que le pasa a Sebastián. Pero para hablar de esto, a mí me hace falta una persecución por la calle Sacramento, que es la calle más larga de Cádiz, donde un carruaje se convierte en motocicleta steampunk y sale volando por ahí, porque si no es que me aburro. Porque he nacido y crecido en una época donde he mamado todas esas cosas. Alguien dijo que tenemos dos tipos de influencias: las que uno tiene y las que uno padece. Las que eliges conscientemente y las que simplemente están metidas en tu cabeza. Y yo necesito eso: niños aventureros enfrentándose a monstruos. Y después ya hablaré de lo que sea, pero esa parte lúdica no me dan ganas de rechazarla.
Como Stephen King para hablar de los miedos de la paternidad necesita un antiguo cementerio indio.
Correcto. Como a Stephen King, para hablar de la imaginación de un niño y de la nostalgia de dejar atrás la infancia, le hace falta un payaso que se convierte en araña extradimensional.
Publicado por Bárbara Ayuso y Ricardo Jonás G.
Fotografía: Lupe de la Vallina.
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