Historias
“Me resisto a morir en el mismo país”
Desde muy niño, mientras crecía en las colinas de Ciudad Bolívar en Bogotá, mientras recogía cartón y vidrio de la basura junto a mi hermano, mientras mi padre daba sus paseos y con costal al hombro regresaba de Abastos con
alimentos tomados del suelo, mientras mi madre soportaba los abusos de una familia rica, donde niños de mi edad tendrían más riquezas en sus juguetes que los escasos trastes de la mía, comencé a entender las situaciones de injusticia de nuestro país.
Nací el 15 de mayo de 1992 en el seno de una familia campesina en el municipio de Ataco Tolima, seis meses después estaba en Bogotá. En una pequeña escuela del sur cursé mis primeros años de estudio; de camino hacía la escuela La
Cumbre, capturábamos sapos y renacuajos que metíamos en la alberca de la casa, los sapos ya no existen allí.
Cuando cumplí ocho años me tomaron una fotografía con la torta de un primo que cumplía la misma edad unos días después. Vi la llegada de una veintena de familiares que venían del Tolima por causa de la violencia que se vivía entre el 98 y el 2002, junto a ellos eran cientos de personas aglutinadas en salones comunales.
La persecución a los vendedores ambulantes obligó a mi papá a dejar el negocio de la venta de limpiones o de los pasteles de choclo, los mismos que se comían los policías después de cada redada.
Terminamos durmiendo en un zarzo en colchones de bagazo en una finca más allá de Guateque, en Boyacá. En ese año que era mi quinto de escolaridad, me matricularon en cinco escuelas y estudié en cuatro, hicimos trece trasteos. Tres de las escuelas eran rurales, ninguna a menos de 45 minutos a pie. En la segunda de ellas (Choma, cerca a Los cedros), conmigo había 13 estudiantes, 2 de ellos con Síndrome de Down. La profe Marisol me pidió decirle al Alcalde que “éramos 17 niños” el día que fue a hacer entrega del único computador de la escuela.
Los seis mil pesos que se ganaba mi padre al día, apenas alcanzaban para alimentar una familia de 5 personas, sin incluir gastos como las curas para cubrir las heridas por la roza de potreros con machete; mi hermano y yo lo
respaldábamos con el entusiasmo de niños citadinos en tareas del campo.
Un día, llegaron por nosotros unos familiares. Mi padre no lo pensó más de una vez y metimos los costales llenos de ropa al Mitsubishi.
En Machetá, vivíamos al lado de un río y para salir a la carretera lo hacíamos en un canasto, cuidábamos a una vaca, su ternero, un novillo negro, dos perros criollos y una perra bóxer llamada Niña.
Todo parecía estar un poco mejor hasta el día en que mataron a Carmelo. Estábamos tomando tinto en la casa de mi tío, al otro lado del río. Eran alrededor de las 7 de la noche cuando entró un hombre con una pistola en la mano, una
gorra y una pañoleta azul que le cubría parte del rostro. El hombre saludó amablemente y nos ordenó ponernos boca abajo en el piso. Yo temblaba y sudaba, tenía miedo, tenía mucho miedo. Nos bajaron al primer piso, allá estaba
mi madre, mi hermana lloraba mientras otro hombre con una cicatriz en la frente ordenaba que hiciera silencio. Los hombres que eran entre veinte y treinta, nos indagaban por parte de la guaca, la de El Caguán, la que unos soldados le
quitaron a las FARC. Tres de esos soldados eran primos, andaban en sus carros por Chía comprando bienes con dólares, mientras mi familia suplicaba a Jesús un milagro para salir de la mala racha que nos perseguía sin descanso.
A las 11 de la noche, después de un intenso interrogatorio, se oyeron tres disparos y los gritos desgarradores de mi prima. Se fueron llevando una a una las personas que estábamos ahí.
Escuché a mi padre decirle a mi mamá “hasta luego mijita, Dios me la bendiga” con el tono de un hasta siempre. Un hombre nos amarró de manos y pies a mi hermano, a mí y al hijo de unos vecinos que no tenían nada que ver pero que
estaban allí, el hombre nos dijo que en un par de horas nos llevarían a dos de nosotros con ellos.
A las tres de la mañana la voz de mi padre nos sorprendió en la puerta. Con mi familia nos abrazábamos y sentíamos alivio.
En el amanecer, mi prima se derrumbó con su bebé de meses en los brazos. Su llanto solo confirmaba la muerte de Carmelo al otro lado del río. Lo subieron horas más tarde con la lengua afuera y un trapo rojo alrededor del cuello.
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Un mes después, estábamos de regreso a Bogotá. Mi papá regresaba del pueblo donde le avisaron que esa misma noche nos iban a matar.
En Chía terminé el quinto de primaria, encontramos cupo para mí y para mi primo a un mes de terminar el ciclo de estudio. Me gradué con notas regulares después de ser un estudiante destacado durante toda mi infancia, fuimos a los únicos a quienes no nos tomaron foto el día de la graduación. Chía me dejó otros malos recuerdos de mis familiares, no los mencionaré, pero señalaré que gracias a su “colaboración”, estábamos ahora en Algeciras Huila con los costales llenos de ropa buscando la tierra prometida.
Algeciras, límite entre el Huila y el Caquetá, uno de los municipios con mayor número de víctimas del conflicto armado en Colombia, dejaba en el 2004 entre 4 y 7 muertos semanales. Allí vivían mis abuelos, mi bisabuela Petronila y mi tía
Gilma, las dos últimas murieron antes de que los acuerdos de paz fueran siquiera una ilusión.
En un tiempo estudié en un colegio rural, en el transporte no era extraño que ocasionalmente fueran con nosotros algunos guerrilleros con rifles al hombro.
Me gradué con honores en el 2009, gané el Concurso Nacional del Cuento de MinEducación y RCN, y fui uno de los mejores resultados ICFES del municipio.
Sin embargo mis padres seguían siendo muy pobres, mi hermano solo encontraba en el ejército el rumbo de su vida, y para mí entrar a una universidad era el sueño más utópico del mundo.
Quince días, después de graduarme, alisté mis maletas y salí de la casa a aventurar, a buscar una oportunidad, a arañar los sueños de ser un profesional y de cambiar la historia de lo que parecía mi destino de nacimiento.
Pasaron tres años, cada vez que mi madre me llamaba le decía que estaba muy bien a pesar de que solo comiera en ocasiones un salpicón al día.
Participé en un concurso de televisión nacional, la gente nos conoció como Bisiesto 13. Desde ahí me convencí que el arte nunca estará alejado de mi vida. Fue Justamente en el 2013 cuando logré entrar a la universidad. Esa vez pasé de
primero. Cuando me entregaron el recibo de pago me senté en un andén conmocionado, no lloré libremente como hubiera querido, pero mis ojos aguados eran la máxima expresión de felicidad por los 70.000 pesos que me costó empezar un estudio profesional. Tuve una oportunidad que no tuvieron muchos de mis compañeros de secundaria, no la desaproveché, estuve becado el 80 por ciento de mi carrera.
Ya soy Comunicador social y periodista de la universidad del Tolima, especialista en Derechos Humanos, y técnico en artes escénicas. Lo más importante de estudiar es que dejé de ser uribista, comprendí que la violencia como respuesta
solo trae más guerra, y hoy hago parte de ocho millones de colombianos que anhelamos un país diferente al que recibimos cuando llegamos a este mundo, comprendí que los jóvenes necesitamos oportunidades, que es muy fácil perderse cuando no se tiene nada, que la pobreza en este país no es causa de la pereza si no de la desidia de los dirigentes, de la avaricia de los corruptos, de la complicidad de los medios de comunicación y de la ignorancia de un pueblo sin posibilidades de educación.
Por las razones anteriores, desde la primera hasta la última letra de este texto, me resisto a morir en el mismo país en el que nací, me paro firme por el cambio, me declaro en resistencia contra las injusticias.
Gracias a todos aquellos que han hecho parte de este pequeño pedazo de historia, por ustedes y con ustedes, también es la transformación que haremos de Colombia, un día, esto solo serán historias, por ahora, seguirán siendo motivos”.
- Cenuver Giraldo, es Comunicador social y periodista de la Universidad del Tolima. Especialista en derechos humanos. Ha sido presidente del Consejo Municipal de Cultura de Ibagué, representante ante la mesa de víctimas departamental y municipal, director del centro cultural de la Corporación Art-Quimia. Actor y bailarín. Ganador del Concurso Nacional de Cuento que organiza el Mineducación y RCN.
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