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Los colores perdidos de El Salado

Los colores perdidos de El Salado

En los fines de semana, en el Barrio Especial El Salado, en Ibagué, era común ver los niños correteando detrás de carritos de control-remoto y saboreando el seco algodón rosa de José, el hombre alto y crespo que tenía la mirada brillante y llena de ilusión. Era fácil ver el brote de sol de las 7de la mañana brillando sobre la olla repleta de avena de doña Gloria, quien solía fruncir el ceño cincuenta veces al día. El Salado siempre fue sabores, olores y colores. Solía oler a arequipe y leche condensada del hombre con pestañas paradas que no hablaba con nadie; su nombre era un misterio. Solía oler a almendras opacas de Rosita, la mujer que así lloviera, estaba siempre ahí con su sombrilla gigante y una chaqueta azul impermeable. Tenía el sabor del mango biche recién cortado, con sal y pimienta, de los hermanos mellizos, siempre con sus delantales blancos, manchados de salsa de mora, aconsejando a cualquier niñito risueño que pasara por ahí, en las tardes de baloncesto y limonadas.

Obleas, pizzerías, vendedores, triciclos, stand de helados y la Propuesta Indecente de Romeo Santos, solían retumbar en El Salado cada fin de semana. Pero, las políticas de Espacio público del alcalde Guillermo Alfonso Jaramillo, que prohibieron las ventas callejeras, lo arrebataron todo. Todo menos el verde de los árboles que vigilan el parque y la estación de policía.

El Salado cambió. Ya no es el mismo. Ahora, son solo perritos callejeros durmiendo sobre las vacías banquitas del parque, mientras escuchan música de los cinco bares de alrededor. Hay una tienda cada dos o tres esquinas, pero ni un solo vendedor de mentas.

Allí ha vivido toda su vida la señora Sandra. Ella ha visto florecer los ocobos casi medio centenar de veces. Tiene cuarenta y unos kilos de más, sonrisa de gato y una peluquería a media cuadra del parque. Y qué peluquería para estar siempre llena.

—  Hace veinte años, esto no era así. Todo se fue al carajo por los de Espacio Público. Ya ni siquiera puedo comer un raspado de 1.000 pesos, porque no está el que lo vendía – dice la señora Sandra, en tono acalorado.

Qué me dicen del supermercado de Doña Ruby. Ese es otro patrimonio más. El más antiguo y con ella 15 años atendiendo. Todavía conserva su esencia, pero el polvo ya patea todo el tejado. La frialdad de doña Ruby al atender dice más de su estado de ánimo que de su apariencia. Siempre espanta a cualquiera que quiera pedir algo fiado.

Ocho o a veces diez ancianos se reúnen cada domingo a contar historias de vidas pasadas. Aunque ya no está Don Joaquín, el viejo de sombrero de paja y voz carrasposa que no volvió por ahí desde que fue investigado por abuso sexual. La decena de viejitos bebían tres cafés amargos o un simple cigarro de doña Sonia, la mujer de lunares en las orejas y aretes largos. Ahora solo hablan, porque tampoco hay quien venda el café y los cigarros.

En el Salado hay dos plazas de mercado. La antigua es la pequeña. Donde hay comida regada por toda la calle. Frutas dañadas y  moscas revoloteando la basura. La nueva queda a dos calles, es más grande, es más fresca y no hay reguero. La mayoría de vendedores no quiso mudar sus ventas para allá porque les cobran 60.000 pesos por vender sus productos: Las pocas ventas no dan pie para pagar el carnet de permiso. Ni para los vendedores del parque, ni para los de la plaza de mercado.

Los casados, Clara y Mario, venden frutas en la plaza. Sus ojeras y manos ásperas y bien desgastadas cuentan la historia de todo el tiempo que llevan trabajando ahí. Trasnochando y ganando poco.

Un día, una moto con dos policías llegó a la plaza antigua. Se llevó en un camión carretas y comidas. Algunas las botaron, otras las decomisaron. Los sollozos de los vendedores y el grito de la señora Clara dentro de la angustia del no saber de qué viviría atormentaron el clima gris que yacía aquel día.

La calle quedó inundada de avena, tomates, verduras, aguacates y naranjas. Don Fabio, el vendedor de frutas que siempre estaba alegre, discutía con los policías y en un intento por recoger un par de bananos, estos le propinaron un puño en su hombro derecho. Los casados, Clara y Mario, solo lloraban junto con algunos otros.

En esto quedo El Salado. Salir a vender sin permiso con el temor de que sus productos les sean arrebatados, o comprar un carnet a un costo alto pero solo para vender en el parque en temporadas de fiestas, como San juan y San Pedro. Para estos días, Espacio Público invita a los vendedores a comprar el carnet. Tal vez junio es el único mes donde El Salado recobra todos sus matices del pasado. Los vendedores de la plaza de mercado tienen que mudarse a la plaza nueva, de no ser así, nunca podrán vender en paz.

Y así es como el lugar donde el dulce nunca faltaba, y el sudor de los niños al jugar baloncesto era apaciguado por un mango biche de los mellizos, se convirtió en soledad acompaña de perritos callejeros con ojos tristes, en vagabundos amaneciendo debajo de las frías banquitas y ni un solo tinto de gente como la señora Sonia que acompañaba las charlas de los de la tercera edad. Los colores de El Salado lucen hoy más opacos. Están perdidos y sólo se encuentran en los recovecos de la memoria, en la tristeza de quienes hoy no saben cómo ganarse la vida.

  • Estudiante de comunicaciones, este trabajo es producto de la cátedra Periodismo y Literatura que dirige Carlos Pardo Viña en la Universidad del Tolima
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