Por Oscar Viña Pardo

Desde muy pequeños mi madre, Gloria Inés Pardo, nos enseñó sobre el poder de la luz y en especial la mágica presencia del espíritu santo a través de las velas. Año tras año los siete de diciembre prendíamos cada uno un ramillete de ellas. La primera siempre estaba dedicada a DIOS, la segunda se bautiza a nombre de uno, la tercera a nombre de la pareja, la cuarta y sucesivas hijo por hijo, y luego las personas más cercanas al corazón, terminando con deseos universales como la paz, abundancia o el amor. 

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Nueve años antes en Bogotá en conjunto con mi hermano Luis Arturo Viña pasamos el último alumbrado juntos. Su partida repentina por cuenta de la guerra llevó a mi madre a refugiarse mucho más en la espiritualidad buscando esa luz divina que siempre le permitía desde su sabiduría acogernos y protegernos frente a ese vacío infinito. 

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Escribió después en Facebook “los recuerdos de nuestros seres queridos hacen que la luz universal ilumine nuestras vidas y la vida de luz de quien partió”. Siento esa luz de manera permanente en mi corazón, me motivan, me llenan de energía divina y permiten desde mi cotidianidad imprimir en los demás ese conocimiento donde el amor transversaliza mis tareas diarias.  

Eduardo Guzmán, amigo místico me dijo que la tradición de las velitas es una fuerza, una energía de ayuda a sanarnos en el plano espiritual, por ende acobija a todos esos espíritus que están necesitados, y con la intención de los humanos al encenderlas, ese amor los guía, sana y armoniza nuestro entorno. Al dar luz se disipan nuestros temores.    

Hoy como todos los años prenderé mis velitas con mi esposa e hija, compartiremos con los vecinos de ese momento mágico donde DIOS nos recuerda que por lejos que estén los nuestros siempre estarán cubiertos de la luz que produce el amor cada vez que los traemos a nuestra mente.