Destacadas
¿Quién soy yo para juzgar?

Por Guillermo Pérez Flórez
*Abogado-periodista
La frase fue pronunciada por Francisco en julio de 2013, en un vuelo de regreso a Roma procedente de Río de Janeiro, después de participar en la Jornada Mundial de la Juventud. “… no todos son buenos, pero si una persona gay busca al Señor y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarla? El Catecismo de la Iglesia Católica explica y dice que no se debe marginar a esas personas y que deben estar integradas en la sociedad”, dijo a los periodistas.
Aquella frase marcó un punto de inflexión en la relación de la Iglesia católica con las personas cuya orientación sexual difiere de la heterosexualidad aceptada por la institución. Tres años después, el papa reconoció que la Iglesia debía pedir perdón a los homosexuales por haberlos “marginado”. Y, en 2023, autorizó la bendición de parejas del mismo sexo, aunque dejó claro que esa bendición no debía confundirse con el sacramento del matrimonio e insistió, en una tensión doctrinal no resuelta, que la homosexualidad es “un pecado”.
El debate es complejo, igual que todo cuanto concierne a la moral, y no es mi intención desarrollarlo aquí. Me interesa la frase. Juzgar y condenar al otro es una práctica tan antigua como la humanidad. Creo que la escena evangélica que mejor ilustra esto es aquella en que los escribas y fariseos presentan a Jesús una mujer sorprendida en adulterio: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?”. Jesús, inclinado hacia el suelo, mientras escribía en la tierra con el dedo, se incorporó y les respondió: “Aquel que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra”. Al oír esto, acusados por su conciencia, los presentes se retiraron uno a uno. Jesús quedó solo con la mujer y le dijo: “¿Dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?”. “Ninguno, Señor”, respondió. Entonces Jesús sentenció: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más”.
Juzgar es fácil, y lo hacemos a diario. Movidos, quizás, por la errada convicción de estar en posesión de la verdad, llenos de certezas. Este no es un asunto moral; es un problema ético. Tiene que ver con la forma en que nos relacionamos con los otros, con nuestra disposición al respeto, a la comprensión y al reconocimiento de la dignidad ajena.
Hoy, la lapidación ya no es con piedras, es con palabras, salvo en Nigeria, Somalia, Indonesia, Irán y Afganistán, que mantienen esta práctica. Y no se limita para las conductas descritas en los libros del Pentateuco — entre ellas, violar el día de reposo, la blasfemia, la adivinación, la idolatría, o el adulterio—; se ha ampliado a cualquier pensamiento, postura o estilo de vida que se aparte de la ortodoxia. La lapidación se hace en las redes sociales, sin límites ni misericordia. En nombre de la moral, del progreso, del bien común o del pueblo.
Francisco se nos va cuando más lo necesitábamos. Por fortuna nos deja grandes enseñanzas. En su encíclica “Laudato Si’, al referirse a la complejidad del mundo actual, afirmó que “la realidad es superior a la idea”. Esa frase —aparentemente sencilla— es, en realidad, un llamado a superar la arrogancia ideológica: la tendencia a confundir nuestras creencias, interpretaciones y teorías con la realidad. El ideologismo no solo nos enceguece, también nos endurece. Nos lleva a pensar que quien no ve las cosas igual que nosotros, está equivocado, es ignorante o inmoral.
“¿Quién soy yo para juzgar?” no es una renuncia a la reflexión crítica, ni una invitación a la impunidad de toda conducta que ofende la ley o la moral. Es una apelación a la humildad epistemológica. A tener conciencia de nuestros límites y de que no somos infalibles. Dar espacio a la duda razonable.
Alguien dijo que la diferencia entre el necio y el sabio es que el primero solo tiene certezas y el segundo, dudas y preguntas. La certeza, dice el cardenal decano, Thomas Lawrence en la película “Conclave”, es enemigo mortal de la unidad y de la tolerancia, y subraya que incluso Jesús dudó en la Cruz, cuando preguntó al señor que por qué lo había abandonado.
Francisco puede partir en paz su viaje a la eternidad. Grande y profunda es su huella.
(CO) 313 381 6244
(CO) 311 228 8185
(CO) 313 829 8771