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Murió el Papa Francisco: el pastor que quiso una Iglesia más humana

Imagen tomada de intertnet.
Roma amaneció este domingo bajo un cielo de abril que parecía contener la respiración. A las 7:35 a. m. (hora de Roma), es decir, a las 12:35 a. m. en Colombia, el Vaticano confirmaba lo que desde hacía semanas era un rumor contenido entre plegarias: el Papa Francisco había partido a la casa del Padre. Tenía 88 años y una salud quebradiza que, sin embargo, nunca logró arrebatarle del todo el deseo de servir.
Desde febrero, Jorge Mario Bergoglio se debatía entre mejorías fugaces y recaídas silenciosas. El pasado 14 de febrero fue internado en el Hospital Gemelli por una bronquitis persistente; recibió el alta el 23 de marzo, pero no la recuperación. Las últimas semanas de su vida fueron una despedida gradual: en cada aparición pública se le notaba más frágil, más delgado, más humano. Aun así, durante la Semana Santa quiso estar presente, quizás sabiendo que serían sus últimos días entre los fieles.
Fue el cardenal Kevin Farrell, Camarlengo de la Iglesia, quien anunció su muerte con voz quebrada:
“Con profundo dolor debo anunciar el fallecimiento de nuestro Santo Padre Francisco. A las 7:35 de esta mañana, el Obispo de Roma, Francisco, regresó a la casa del Padre”.
Una salud frágil, una voluntad inquebrantable
Francisco conoció el dolor físico desde joven. Le extrajeron parte de un pulmón a los 21 años. En sus últimos años, las dolencias parecían acumularse: problemas en la rodilla, la cadera, el colon, la respiración. En 2023, una cirugía por hernia lo mantuvo internado diez días. En 2024, canceló su asistencia al Viacrucis del Coliseo, aunque aún ofició la misa de Pascua. El cuerpo le fallaba, pero el alma no.
Hasta el final mantuvo una agenda exigente y una disposición para el encuentro. Su último gran viaje, en septiembre pasado, lo llevó a los confines del mundo: Papúa Nueva Guinea, Timor Oriental, Indonesia y Singapur. Un símbolo más de su deseo de hacer de la Iglesia una casa abierta, en salida, como solía decir.
El legado de un papa diferente
Francisco fue muchas cosas: el primer papa latinoamericano, el primero jesuita, el primer obispo de Roma que eligió ese nombre en honor al poverello de Asís. Pero, ante todo, fue un pastor que incomodó a muchos y conmovió a otros tantos, con una fe encarnada en los pobres, los migrantes, los descartados del sistema.
Desde el inicio de su pontificado, en 2013, se distanció de los fastos vaticanos. Rechazó vivir en el Palacio Apostólico y prefirió la sobriedad de la Casa Santa Marta. Recibía a presos, compartía mesa con personas sin hogar, viajaba en un Ford Focus. Su estilo austero, profundamente evangélico, causó escozor entre sectores conservadores, pero fascinó a millones que veían en él a un papa cercano, real, profundamente humano.
Impulsó reformas en la Curia, modernizó el discurso sin cambiar la doctrina, dio pasos hacia una Iglesia menos clerical y más sinodal. Promovió la ecología, el diálogo interreligioso, la inclusión de las periferias. No fue un revolucionario, pero sí un reformador paciente, como lo había descrito su biógrafa Francesca Ambrogetti: “capaz de renovar sin saltos al vacío”.
Una despedida sencilla, como su vida
Desde 2023, Francisco había dejado claro su deseo de no ser enterrado en las grutas del Vaticano, como la mayoría de sus predecesores, sino en la basílica de Santa María la Mayor, donde tantas veces rezó por los pueblos del mundo.
En los próximos días, su cuerpo será expuesto en la basílica de San Pedro para el último adiós de los fieles. Luego, seis días después de su muerte, será enterrado. Nueve días de luto y, en quince, comenzará el cónclave que elegirá a su sucesor. Pero difícilmente alguien logre ocupar su lugar espiritual: el del papa que bajó del trono para caminar entre la gente.
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