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El día que fui pandillero

El día que fui pandillero

Por Óscar Viña Pardo


Tenía apenas cuatro años y ya enfrentaba los grandes dilemas de la vida: cómo sobrevivir al curso de preparatorio en el Nuevo Liceo y a un compañerito abusivo. Mis socios del kínder, 18 meses mayores, eran mi respaldo. 

No exagero cuando digo que era un niño inquieto. Lo suficiente como para ganarme visitas regulares al cuarto oscuro de la institución. ¿Un trauma? Quizás. ¿Una aventura? Sin duda. Pero el verdadero desafío llegó cuando “Pedro” (nombre ficticio para proteger al ahora reformado) decidió que yo no merecía recreo ni amigos. ¡Una injusticia imperdonable!  

Lleno de rabia, corrí a mi mamá en busca de apoyo. Su respuesta fue tan sabia como desconcertante:  

—Eso no es problema mío, ¡arréglalo ya!  

Gracias, amada madre. Motivación pura y dura.  

Entonces, nació VIPAR: “Viña Pardo”, un nombre que exudaba creatividad (o falta de ella). Con mi hermano y mi primo, planeamos nuestra vendetta. Les conté a los “grandes” todo lo que Pedro me hacía, quizás adornándolo un poquito para ganar su indignación. Funcionó. Se llenaron de rabia por mí.  

¿El resultado? Un plan de acción digno de un thriller: Mi primo lo sujetó con firmeza por la espalda, mi hermano le dio dos precisos golpes en el estómago, y yo, el cerebro de la operación, observé con orgullo. Cuando Pedro quedó sin aire, mi hermano soltó la frase lapidaria:  

—Con mi hermano, no se mete.  

Y mi primo añadió con un toque dramático:  

—Ya sabe lo que le puede pasar.  

VIPAR había triunfado. La justicia había llegado al recreo. Y Pedro, ahora respetuoso, nunca más me molestó.  

De pandillas a reflexiones 

Han pasado años desde ese épico episodio de 1975, y algo está claro: no teníamos celulares, pero sí teníamos juego. Reíamos, peleábamos y nos reconciliábamos cara a cara.  

Hoy, como padres y abuelos, debemos recordar la importancia de esos momentos reales, de las experiencias físicas y las emociones tangibles. Permitir que nuestros niños enfrenten desafíos, aprendan de las derrotas y disfruten del triunfo.  

Así que mi invitación es simple: dejemos que los niños sean niños. Menos pantallas y más parques, menos metaverso y más recreo. Tal vez no necesiten formar pandillas como VIPAR, pero sí desarrollar su carácter con juegos, risas y, por qué no, alguna que otra pequeña travesura.  

En un mundo donde las redes sociales nos invitan a la conformidad, el verdadero crecimiento viene de las relaciones reales. Las anécdotas, como las de Pedro, nos enseñan que incluso los problemas de la infancia pueden transformarse en lecciones inolvidables.  

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