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Crónicas

Una noche de gallos en Ibagué

Una noche de gallos en Ibagué

La gallera Canaguay está ubicada en Ibagué pocos metros después del Cantón Militar Jaime Rooke. Antes de iniciar el recorrido hacía allí, la madre de uno de mis acompañantes mencionó un accidente cerca al batallón por la avenida Ricaurte: un muerto y una posible vía cerrada 

—Yo creo que eso no van a poder ir por allá—sentenció. 

Unos metros más adelante, avanzando por la avenida, se ve la calle acordonada. Una bolsa plástica azul cielo cubría un cuerpo y al pasar, un rastro de sangre de varios metros. La víctima, un señor de 62 años que pronosticaba lo que iba a ser una noche de mucha sangre y algunos muertos.

Cinco minutos después estábamos en la gallera. Era un viernes a las 9:00 p.m y al llegar ya no había espacio para estacionar. Automóviles ochenteros de colores brillantes llenaban los bordes de la avenida: un Chevrolet Swift de color amarillo pastel con el logo de Adidas ocupando toda la ventana trasera; delante de éste, un Daewoo que solía ser un taxi hace algunos años y que ahora parecía tener varias capas de pintura verde esmeralda; un Mazda 323 gris, un Renault 4 rojo escarlata y en el parqueadero del lugar, una camioneta 4x4 Honda de color blanco. Todos con placas de varios lugares, Bogotá, Facatativá, Villavicencio y algunas de Ibagué.

En la zona de parqueo había unas 40 motos de diferentes modelos. Sobre una de ellas, se apoyaba un hombre que sostenía un gallo con la panza pelada y roja. Lo acompañaba un hombre más delgado que estaba pegando una espuela a una de las patas del pollo y le daba varias vueltas con un vendaje blanco como si se tratara de un boxeador. En la entrada, una mujer con el pelo teñido de mono nos advertía desde un par de metros antes de llegar.

—Sin cedula no entran—, nos repitió varias veces una mujer con el pelo teñido que vigilaba la entrada mientras otra, con una camisa blanca y un gallo tejido en el pecho, le pasaba un plato con carne asada, papa y guacamole.

Las paredes estaban llenas de pequeños cuadros con fotos o dibujos de distintas razas de gallos y el olor de la comida que se preparaba en una pequeña cocina se mezclaba con el olor que tiene un criadero de pollos. La música quedaba apaciguada por el bullicio del lugar: voces de cientos de personas, los cantos de los gallos, el sonido de sus alas y de vez en cuando, el vitoreo de la tribuna al fondo del establecimiento. 

El piso era de cemento pulido de color amarillo, agrietado por el pisar de los galleros que durante 15 años han asistido a este lugar. Algunos se agrupaban en las mesas de metal pintadas de rojo a ponerle las espuelas a sus gallos, otros intercambiaban o contaban billetes, otros bebían cerveza Águila con su grupo de amigos; unos tenían botellas de Ron y otros, muy pocos, con una Coca-Cola pasaban el rato. 

Muchos de los asistentes eran hombres. La gran mayoría tenían un poncho blanco alrededor de la nuca. Las mujeres eran pocas. En el armadero (lugar destinado para armar y preparar los gallos con espuelas para el combate) había solo tres mujeres: dos de ellas, en una mesa con un solo acompañante, vestían con grandes escotes y zapatos de plataforma, tenían varias operaciones, cabello de peluquería y maquillaje bien cargado.

El calor me empezó a sofocar. La cantidad de gente y de gallos limitaban la movilidad. En todo el centro del armadero, había una pesa con marcador digital que en lo alto de la columna anunciaba el peso de los ejemplares: 3 libras, 3.2, 3.6… Ninguno pesaba más de 3.6 y ninguno menos de 3.0. Los del mismo peso se llevan a unas jaulas donde los dueños comparan y casan las peleas.

—¿Además del peso y el tamaño, hay alguna otra cosa a tener en cuenta?— le pregunté a un señor se encontraba a mi lado. Los años se notaban en su rostro, los ojos enmarcados de arrugas y el cabello negro con varias canas en él.

—No. Uno los compara y ya decide. La única es no ir a mandarlos con uno más viejo.

—¿Por qué?

—Los viejos resisten más, aunque allá puede pasar cualquier cosa— dijo con voz experta.

Me quedé observando cómo le ponían la espuela a un gallo delgado, blanco y con algunas plumas cafés en las alas. Pegados de una esquinita de la mesa, un señor alistaba las tiras de esparadrapo con las que fijaría la espuela. En la mesa había varios trozos cilíndricos de cera roja llamados cerotes, una velita encendida en una esquina y una navaja pequeña. Primero le pusieron dos trozos de esparadrapo a lado y lado de la espuela natural del gallo.

—Es para que no sienta el calor de la cera— comenta uno de ellos. 

Calientan un trozo de cera y fijan una base metálica. Calientan más cera y encajan la espuela, envuelven la pata con trozos largos de aquella cinta blanca y fijan el amarre con un poco más de cera. 

—Rara vez se despega— concluye. 

Eran más o menos las 10:00p.m. El piso estaba lleno de plumas y todo olía a sudor y a pollos. A la mesa donde me encontraba llegó un señor de piel blanca, con la nariz puntuda, perfectamente peinado, con una camiseta Polo de color rojo metido debajo del jean, una correa de cuero café y unas botas del mismo material y color. Llegó más gente a la mesa, todos le entregaban billetes de $50.000, algunos de $100.000, un anciano le pasó varios de $20.000, se cruzaban pocas palabras y se iban. El hombre contaba frecuentemente el dinero que recolectaba. En cuestión de un par de minutos pasó de tener $450.000 a más de dos millones de pesos. 

***

—En tiempos de Pablo Escobar esto daba mucho. La gente con más dinero en el país iba a apostar en las galleras y en los desafíos de gallos, si yo hubiera trabajado en esa época me hubiera llenado de plata— dice El Boyaco, como lo conocen comúnmente. Es un hombre que no supera los 1.80cm de alto, de contextura delgada y con una ligera panza de cervecero que lleva más de 8 años fabricando las espuelas para las peleas de gallos. Luego de llegar del ejercito empezó a trabajar en una fábrica de espuelas que generaba alrededor de 50 millones de pesos al mes.

—Una vez el dueño de la empresa me dejó encargado de la producción y se fue 45 días para el extranjero. ¡Le hice 70 millones en 45 días!, —me dice mientras levanta la vista de su mesa de trabajo y me apunta con un pequeño serrucho.

—¿Y se lo reconocieron?— pregunto con ingenuidad

—¡Ja!, ojalá… Me dieron $100.000 de toda esa producción. Yo me fui y empecé a hacerlas a mano aquí en mi casa. Si yo hubiera sabido que ese negocio daba tanto no me hubiera ido para el ejército. Ya en esta época no es igual.

La tradición de la pelea de gallos es milenaria. Los historiadores señalan que la heredamos de los asiáticos, que la trajeron luego los españoles, que llegaron a Santa Marta y que luego se expandieron por todo el país. Aunque se considera que estos escenarios son propios de los sectores populares, en algún tiempo fueron indicadores de estatus social y de mucho poder adquisitivo.

***

Para ver las peleas de los gallos, la gallera Canaguay ofrece dos opciones en sus dos pisos de gradas rojas, en forma de medialuna que enmarcan el redondel. Para entrar allí hay que pagar $10.000 a una señora regordeta y de cabello mono atado en una cola de caballo, vestida con la misma camisa del gallo tejido que tenía la señora de la entrada. La segunda opción es pagar $5.000 a una muchacha delgada de pelo negro y labial morado, vestida con la misma camisa. Pago los cinco mil y subo unas escaleras de cemento que llevan a un espacio pequeño, como un balcón, donde se acumulaban alrededor de 30 personas que intentaban ver el espectáculo desde arriba. 

En las gradas hay varias mujeres. Una se está quedando dormida al lado de su esposo que grita animado, pero las otras animan a su gallo de preferencia. Me tengo que subir a un muro de unos 50 centímetros de alto en la parte de atrás para poder ver en medio de todas las cabezas. Desde allí veo el redondel donde se disputa una de las peleas de la noche. El piso es de un tapete verde, como el de los pesebres, en el medio cuelga un gran cubo, en la mitad un reloj cuatro dígitos de color rojo contabiliza el tiempo total de la pelea: 12 minutos reglamentarios; debajo, hay otros dos contabilizadores de dos dígitos, uno es de color verde con un sticker de un gallo azul encima y el otro de color rojo con un sticker de un gallo del mismo color, este marca el tiempo que tiene el gallo si es derribado. 

En las gradas hay una mujer con una blusa de estampado de flores rosadas. Se le ven las tiras rojas del sostén, es bajita, rechoncha y tiene el cabello pintado con rayitos monos y castaños. Se inclina sobre el borde del redondel y grita “¡vamos, vamos!”. La pelea finaliza antes de darme cuenta. El gallo que la mujer animaba se encuentra inerte sobre el tapete. El otro se mueve a su alrededor. Se arma todo un bullicio de voces indescriptibles, varias personas saltan de las gradas al redondel a reclamar su dinero.

Un hombre bajito y gordito me pide permiso.

—Mejor bajo antes de que me roben mi platica— dice mientras pasa y baja las escaleras corriendo. La gente en el balcón se pasa desde $20.000 hasta $2.000. Las apuestas en el público no son tan altas. 

—La verdad a mí me encanta venir a apostar— me dice Pilar, la mujer que animaba al gallo. —yo no soy de muchos recursos y yo vengo aquí con $20.000 y he llegado a salir con 200 o $300.000. 

***

El Boyaco fabrica alrededor de 500 espuelas al mes y las envía a diferentes galleras alrededor del país. Ha conseguido su clientela mostrando su trabajo en los desafíos nacionales y ahora envía hasta el Chocó.

—La gente allá si es amable, aquí la gente es muy amarrada. Hay unas espuelas que las hacen ya todas industrializadas, son feas, yo pongo a pelear un gallo y si me dan unas cosas de ellas yo prefiero no pelear. 

—¿Y usted cómo las hace?

—Hace unos años alcancé a hacerlas del caparazón de las tortugas, pero eso lo prohibieron. Yo las hago de plástico, compro las bases, y los trozos de plástico, esos los corto, les doy forma con aceite caliente, los ensamblo a las bases y luego se pulen y se brillan, quedan bonitas y se las hago del color que quiera.

Saca varias cajas de zapatos y me muestra los pedidos ya terminados; espuelas rojo escarlata, negras que a la luz se ven rojizas, monas, de varias tonalidades de café o blancas. Todas de 35 milímetros que son las aceptadas en los grandes desafíos; sin embargo, en algunas riñas, si los dueños acuerdan medidas más largas o más cortas, se pueden aceptar.  

***

A la medianoche, los galleros siguen llegando con varios pollos dentro de maletas de lona de unos 15 centímetros de ancho de varios colores que cuelgan de unas varillas expandibles para meter hasta cinco de aquellas jaulas, cada una con un gallo. 

Entra un hombre con tres maletas. En el exterior de una de ellas, hay una foto de un gallo con una frase encima: Si quieres ser un ganador, anda con ganadores; detrás de él, un anciano encorvado trae su gallo en una funda de almohada colores pastel. Del redondel sale un muchacho con una camisilla blanca tipo esqueleto, unas bermudas de jean apretadas con un cordón y unos tenis rojos. En sus manos lleva un gallo blanco que aún intenta mantener su cabeza en alto. Escurren gotas de sangre y él se detiene a hacer presión sobre el cuello del animal.

—¿Paila? —le pregunta un señor 

—Si, le dieron en un pulmón— contesta mientras levanta el ala el animal. Las gotas de sangre caen al piso. 

El muchacho bota el gallo en la basura, se lava las manos en un lavadero que hay cerca de la entrada y se encuentra con su novia, una mujer de cabello negro y piel morena. Me acerco a él y me habla con un acento tolimense bien marcado.

—¿Y no llega a cogerle cariño a sus gallos? —le pregunto.

—No, uno los cría es para eso, uno viene y ya sabe que los pueden matar. Yo lo boté, hay unos que se lo llevan pa´comerselo.

Minutos después, las gotas de sangre ya habían sido pisadas por varios galleros. El piso se encontraba cubierto de plumas, rastros de sangre y tirillas de las manillas de papel que dan al ingresar a ver las peleas.

Las escenas y los personajes de todos los colores se mezclaban. En una mesa, hombre escurrido en una silla, de brazos cruzados y ceño fruncido, sostenía un gallo blanco y negro que, entrenado y acostumbrado a su amo, no intentaba escapar. En la entrada del redondel se alistaba el señor de la camiseta Polo. En su mano derecha sostenía un gallo colorado con algunas plumas verdes en la cola, con su mano derecha lo acariciaba desde el cuello hasta la última de sus plumas; un señor alto con un bigote negro muy poblado salió del baño con un gallo en la mano izquierda y con la derecha se abrocha el pantalón, se ríe, se lame la mano y la pasa sobre un costado del gallo. Repite esta acción por varios minutos y solo se detiene para hablarle al oído al gallo. En la pequeña alberca donde se suelen lavar los traperos, estaba orinando un señor bajito y rechoncho. Tenía abrazado un gallo con el brazo izquierdo y con el derecho maniobraba el chorro. Se volteó mientras todavía se lo estaba sacudiendo, rio con otro hombre y se fue a pesar el gallo.

En el ruedo todo es cuestión de suerte. Ninguna pelea es igual a la otra y aunque al principio uno de los gallos tenga notable ventaja, es muy común que en los últimos minutos aquel que ya ha caído varias veces, se levante y de un golpe de muerte: gallos tuertos que ganan, pulmonadas que desangran, espuelas enterradas en los cráneos de algunos, otros que tienen la suerte de colarse entre el público y huir… Ninguna pelea es igual a la otra. 

***

—¿Y usted qué opina, es maltrato animal? — le pregunto al Boyaco

—No, eso lo han querido prohibir varias veces y no han podido. Los gallos igual se matan o si no se los comen, ¿entonces por qué no prohíben los mataderos?

Según el artículo 7 de la Ley 84 de 1989 las peleas de gallos son espectáculos legales que no son considerados maltrato animal. En el 2019m el senador Dídier Lobo del partido político Cambio Radical, pasó un proyecto de ley donde se busca regular este tipo de escenarios: debe haber tres árbitros, la pelea no podrá superar los ocho minutos y se deberá evitar que los gallos mueran.

***

Es el turno de don Miguel, el hombre de la camiseta Polo. Los jueces revisan las espuelas, las limpian con alcohol asegurándose de limpiarlas de cualquier veneno y empiezan a mostrar los gallos al público, se arma un gran revuelo. 

Don Miguel y su familia llevan varias generaciones casando peleas de gallos y apostando grandes cantidades de dinero. La gente de la gallera Canaguay los conoce y apuesta por ellos o por su contrincante que seguramente estará a su altura. 

Don Miguel se para en las gradas junto a un joven delgado de buso negro cuello bandeja y chaqueta del mismo color, una camándula dorada se asoma por encima de su ropa y tiene dos anillos plateados en cada mano. Los dos se mantienen sin expresión durante toda la pelea, cambian de posición de vez en cuando pero no cruzan ni una palabra. 

Se cumplen los 12 minutos y se declara una pelea abierta, o sea, quedaron empatados. Don Miguel, que se encuentra con la posición de El Pensador de Auguste Rodin, recobra su postura, coge su gallo y sale del redondel. Revisa las heridas del gallo y camina hacia el lavadero, allí llegan cinco personas más, le reciben el gallo, habla con ellos y se va a reclamar el dinero de su apuesta.

—Don Miguel, ¿qué pasó?—pregunto mientras nos dirigimos a una pequeña ventanilla

—La verdad, el gallo peleo mal, no hay nada que hacer.

—¿Y ahora qué?, ¿cómo funciona esto?

—Cada uno apostó un millón de pesos, la gallera se queda con el 10% del total de la apuesta y como empatamos, devuelven el dinero… Pues, menos el 10%.

Un señor más alto que él y mucho más delgado se acerca, cobra su parte y don Miguel le pasa $50.000. Al igual que la apuesta principal que se hace con la gallera, el dinero que recolectó don Miguel al inicio de la noche venia de apostadores que confiaban en su gallo. 

—El apostó $50.000 al mío, yo debería quedarme con un 10% pero la verdad no me pongo a pelear por eso, mejor le devuelvo la plata completa. Si hubiera perdido le tendría que dar los $50.000 que él me dio más otros $50.000—.  Hace una pausa y añade, —¿usted es animalista?

—No señor, ¿por qué?

—Porque en esto hay diferentes puntos de vista, yo dejé de apostar por cinco años luego de sufrir un accidente de tránsito y terminar en la cama por varios meses, me comparé con mis gallos, las recuperaciones son muy dolorosas...

***

—¿Pero usted también apuesta?, — le pregunto al Boyaco

—Alguna vez lo hice, pero noooo, eso uno se envicia, perdí mucha plata y uno no está para eso, además que aquí en Ibagué hacen mucha trampa. 

—¿Cómo hacen trampa?

—Les untan veneno a las espuelas, con un solo rasguño ya mata al otro gallo.

El Boyaco sigue en el negocio de las espuelas porque es lo que sabe hacer y ya tiene una clientela asegurada, además, asegura que “de este negocio viven muchas personas”. Aquí recuerdo entonces a Pilar que, si está de suerte, se lleva $300.000 a su casa, a la señora de la cocina de la gallera que vende fritanga, pollo frito, carne, pasteles y caldos toda la noche, a todos aquellos con camisas del gallo tejido, al de la gallera que cobra el 10% por apuesta, al Boyaco que hace las espuelas, pero también al que le compra las bases metálicas y los trozos de plástico, a don Miguel o al muchacho que se le murió el gallo.

  •  Por: Juanita Murillo González, Estudiante de Comunicación Social – Periodismo de la Universidad del Tolima
     
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