Columnistas
Tan olímpicos
Por: César Morales
Administrador de Empresas, comunicador social en formación.
Si usted nace mujer y negra en la periferia colombiana, y de paso la bautizan Mari Leivis, seguramente usted nació con muchas desventajas en la vida. Colombia es un país campeón en discriminación, desigualdad, inequidad, concentración y desventura. Los jóvenes pobres, marginados y olvidados, nacen desde el -1, les toca remar muy fuerte para al menos equiparar la recta numérica de la vida y empezar desde cero, como nos toca a la gran mayoría.
Turbo e Itsmina, tienen en común, ser zonas apartadas, ricas pero asoladas por la violencia, llenas de carencias, con calles tropicales, húmedas, polvorientas, ubicadas en zonas pintorescas a donde nadie va, pero sobre todo, negras.
Turbo, es un poco más desarrollada y tiene algo de infraestructura deportiva, hace parte de Antioquia, pero no la Antioquia arzobispal y clara, sino de la Antioquia del litoral, en el Urabá, allá donde solo hay banano y guerra: de ahí es Mari Leivis.
En Itsmina, a pesar de ser la segunda ciudad del Chocó, no hay casi nada. Allí nació Yeison López. El pueblo fue en sus orígenes un enclave minero explotado por esclavos y por colonos; la gente pesca, siembra plátano y yuca, sus jóvenes sueñan con salir de allí mientras ven pasar raudas y pastosas las aguas del Rio San Juan.
Yeison compite por el Valle, vive y entrena en Cali, la capital morena, la zona más desarrollada de la cuenca del pacifico más pobre del mundo. De niño vendía dulces para ayudar en su casa, mientras acompañaba a su primo al gimnasio a levantar pesas, pero sobre todo a huir de la violencia.
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Cúcuta es una gran ciudad, calurosa, capital del Norte de Santander. A pesar de no ser un centro deportivo relevante, fue en los ochenta, epicentro del baloncesto, y hoy día, los más grandes logros del tenis femenino y la gimnasia masculina han surgido allá. Ángel, es el más afortunado de los tres medallistas, si se quiere que nació en una capital, con infraestructura, pero igual pobre. A los cinco años, fue descubierto por el profesor Jairo Ruiz, quien lo acogió, lo pulió, lo alimentó y lo llevó a París a sus 17 años, a competir como un veterano.
Mari Leivis, Yeison y Ángel, tienen 32, 24 y 17 años. Cuando ganaron, todos invocaron y dieron gracias a Dios, la pobreza tiene siempre ese salvavidas que da la fe. Juan Pablo Montoya dijo hace poco, que los deportistas no compiten por el país, sino por ellos mismos; viendo a estos campeones tan genuinos, tan simples, tan nuestros, es imposible creer que estos muchachos no compiten por su pasado, por la señora de la tienda que les fio una botella de agua, por quien les colaboró con un pasaje para ir a entrenar, por quien les compró la boleta de la rifa para unos tenis, por los que desde el anonimato aportaron algo, por la vecina que trajo pollo o carne para sus músculos.
Casi al mismo tiempo que Yeison ganaba su medalla y contaba al país su sueño de tener una casa propia para él y su familia, las autoridades anunciaban un gigantesco operativo en el que se logró incautar cerca de 136 bienes, representados entre otros, por casas, apartamentos y fincas de lujo, valuados en 110.000 millones de pesos, a un narcotraficante “invisible”.
Estos dos hechos simultáneos, demuestran lo que este país ofrece a los jóvenes humildes: un lugar en cualquier bando de la guerra, coronar un viaje y después intentar salir –generalmente sin suerte-, o batirse a golpes, a fuerza, a destreza, a patada limpia, por un lugar decente en el mundo. Yeison escogió este último, por eso y más, se merece su casa, grande, digna, cálida.
Mari Leivis, llegaba séptima del mundo, nunca antes levantó 145 kilogramos, no estaba en el pronóstico de medallas de la delegación nacional. Cuando levantó los 140 kilos, aseguró su medalla de bronce, pero quería ir por más, la ecuatoriana campeona mundial la aventajaba por cuatro kilos. Su entrenador se dirigió a la mesa de jueces y anunció su intento: 145 kilogramos, lo máximo que había levantado antes era 142.
Era ahora o nunca, a su edad, difícilmente llegará a otra olimpiada, Mari Leivis levantó titubeante su última pesa, levantó a su hijo Ismael Elías, a su madre, a su padre, a su hermana campeona panamericana, al entrenador del pueblo, a su vida entera, y a Colombia que pujó con fuerza. Menudita y fuerte lo logró, sí que lo logró.
Ángel sabía que su gran prueba era la barra fija, el único americano en la final. La gimnasia, el atletismo y la natación son los deportes de la élite, donde las naciones desarrolladas marcan supremacía e instauran su prestigio. Llegar a la final, desde el tercer mundo, es casi una profanación, allí se instaló entre japoneses y chinos. La diferencia de presupuestos para el deporte entre esos países y Colombia es de 100 a 1.
El más joven de la delegación nacional lució impecable, antes cuando veíamos a los soviéticos y alemanes dominar esta prueba, que un cucuteño estuviera allí resultaba impensable, pero una cosa es el presupuesto y otra el talento. Obtuvo el mismo puntaje del ganador, pero quedó segundo por minucias técnicas, siendo un ángel estará en Los Angeles 2028, un buen presagio.
Estos muchachos se merecen más que un paseo en el carro de bomberos, o el premio que anunció el gobierno. Merecen educación de calidad, una vida digna, ser referentes nacionales de la honestidad, el valor y el decoro, merecen que los coliseos lleven sus nombres y no los de los políticos de turno, una vinculación a carreras deportivas posteriores como entrenadores, dirigentes, líderes.
Total, le han quebrado el espinazo a su realidad propia y demuestran lo que se logra con honestidad, tesón y disciplina, mientras que otros seguirán por ahí, merodeando y asaltando el erario, tan olímpicos como siempre.
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