Columnistas
Pedagogía y regulación social (Vigencia de Auschwitz)
Por: Julio Césa Carrión Castro
A los 74 años del supuesto fin del holocausto y de la "liberación" de Auschwitz, debemos entender que sus principios están aún vigentes y se han fortalecido, bajo el ropaje de una democracia fascista que ya se ha globalizado...
La barbarie del nazi-fascismo, expresada de manera contundente en los campos de concentración y de exterminio, no fue ningún acontecimiento singular, sino la lógica consecuencia de un largo proceso, de una vieja tradición cultural, que simplemente alcanzó una mayor efectividad en los mecanismos de exclusión y muerte, al incorporar la ciencia y la tecnología al servicio de sus designios políticos, como nunca antes lo había logrado. No se trató de una abrupta irrupción del “mal” en el devenir histórico, sino de su cotidiana permisividad y aceptación; del más absoluto consentimiento del horror por parte de los hombres corrientes, de una ciudadanía aletargada, incapaz de réplica o confrontación, porque había sido preparada para cumplir con unos comportamientos colectivos preestablecidos por modelos pedagógicos y educativos centrados en el control y la regulación poblacional.
Los investigadores alemanes Alexander y Margarete Mitscherlich (1973, 29) al establecer un análisis pormenorizado acerca de los fundamentos del ascenso del nazismo en Alemania, han dicho:
Nosotros estuvimos muy de acuerdo con un gobierno que supo establecer de nuevo un vínculo entre ideales típicamente alemanes y el sentido de nuestra propia identidad: se nos daba allí la oportunidad de exhibir de manera uniformada nuestro propio valor personal.
De repente aparecieron (…) unas jerarquías de autoridad claramente articuladas. La precisión de nuestra obediencia quedó probada de modo conveniente, y a la voluntad casi ilimitada de mostrarnos dignos de las esperanzas del Führer le fue lícito entregarse al desenfreno.
La ideología nazi se asentó cómodamente entre las clases medias y las masas populares, porque éstas estaban previamente preparadas para ello por una definida predisposición forjada tradicionalmente por la pedagogía del rigor, de la obediencia acrítica y del odio al otro: lo que hizo tan invicta la ideología nazi fue precisamente la fuerza de convicción que irradiaba de ella, ya que en muchos aspectos (por ejemplo en lo tocante al deber de obediencia) podía invocar ideales del yo formados con anterioridad.
Esta específica predisposición grupal para la sobrevaloración de sí mismo y para la intolerancia contra los otros fue la que ayudó a vencer todos los reparos (Ibídem).
No se trata de mostrar exclusivamente el caso alemán, es preciso indagar la genealogía de un proceso histórico que se remonta a los comienzos mismos de esa intención de formar los “sujetos sometidos” y que se extiende, por supuesto, a los orígenes del sistema escolar. Y es que la escuela surge como una institución establecida con el propósito de socializar y regularizar a los individuos, según los patrones de comportamiento fijados por los grupos que ejercen la hegemonía cultural e intelectual en una sociedad determinada. Comportamientos ligados, en lo fundamental, a las exigencias de los procesos productivos y que buscan, en todo caso, la homogeneización y la uniformidad de los sujetos.
En esta época de general globalización del modo de producción capitalista, podemos señalar que desde siempre -velada o abiertamente- el principio de rendimiento economicista ha acompañado los procesos educativos, hasta convertir estas actividades en simples mecanismos de regulación y de control -desde el encierro, la clausura y el autodesprecio de los sistemas educativos más tradicionales, hasta la contemporánea instrumentalización de la educación alrededor de la competitividad, la flexibilidad, los estándares de calidad y el mejoramiento del “capital humano”, que promueven las modernas tecnologías pedagógicas-, sólo se busca la reducción de los individuos a los intereses de la productividad.
Es largo el camino recorrido por las acciones inhumanas que presuntamente persiguen el establecimiento de valores trascendentales como la libertad, el orden o la justicia. A nombre de Dios, de la razón, del Estado, de la raza, de la clase social o del mercado, se han perpetrado los más horrendos crímenes contra la humanidad. Como lo expresara Walter Benjamin: “todo documento de la cultura es también un documento de la barbarie”. No hay que olvidar las huellas de dolor dejadas por los humillados, vencidos y oprimidos de todo ese largo proceso de construcción de la “civilización”, máxime ahora cuando sabemos que la tan elogiada globalización se asienta en el cotidiano drama de la exclusión y la marginalidad de las inmensas mayorías. No podemos seguir aceptando que el sufrimiento y el dolor de las masas, del pasado y del presente, siga siendo el precio que hay que pagar por una supuesta felicidad futura. Paralelamente a la globalización del mercado, que hegemonizan los países opulentos, se han globalizado la miseria y la exclusión.
Auschwitz ha sido el escenario principal de la mayor reificación del ser humano, de su conversión a “nuda vida”. Los grandes logros de la ciencia y la tecnología, particularmente de la biomedicina contemporánea y de todos esos mecanismos comunicacionales y de control poblacional, que constituyen la biopolítica moderna, apuntan, precisamente, hacia la universalización de los principios de Auschwitz.
Pero tenemos que entender, también, que el sistema educativo comporta, además, -siempre ha comportado- un ambiente de reflexión, de crítica y de discusión en torno a los quehaceres de la escuela y a las imposiciones de los sectores dominantes. Precisamente la pedagogía ha sido ese conjunto de expresiones críticas y alternativas, respecto del acontecer educativo, las cuales se formulan desde las más variadas y disímiles concepciones políticas e ideológicas.
Frente al proclamado paradigma tecnológico en educación, se debe rescatar una nueva opción, una pedagogía de la memoria que se sustente en la narración y el testimonio de los pueblos vencidos. Como lo establece el profesor Joan-Carles Mèlich, de la Universidad Autónoma de Barcelona (2000, 135):
A partir del Holocausto se descubre que lo humano no se halla ni en la razón, ni en deber, ni en la sociedad, ni en Dios, ni en el yo. Lo humano se halla en el Otro, en el otro ausente en el relato, en la respuesta del lector al otro, en la relación que el lector establece con el Otro (…)
Frente a la historia contada por los vencedores -en la cual siempre está ausente el otro, el vulnerable, el oprimido- y que, como lo señala Bertolt Brech en su poema Preguntas de un obrero ante un libro (1978, 28-29), contiene “una victoria en cada página”, nos muestra “un gran hombre cada diez años” y nos abruma con sus colosales hazañas y monumentales obras (imposibles de lograr, en todo caso, sin la participación de esos seres humanos sometidos; sin los esclavos, sin los siervos, sin los obreros…).
Hay que restablecer el saber, el sentir, el punto de vista y el reclamo de los vencidos: La narración y el testimonio de los olvidados, de los supervivientes de estas empresas de muerte, porque constituyen la base de una nueva ética y de una nueva pedagogía, la pedagogía de la alteridad, del respeto por la diferencia y de la hospitalidad y la acogida del otro (Cf. Mèlich 2000).
A la pedagogía de la exclusión y de los campos de concentración habrá que responder, no solamente con una Pedagogía del oprimido que convoque a la “concientización”, como lo exigiera Freire, sino con una pedagogía de la autonomía, de la indignación y de la resistencia. Construir una cultura, y una pedagogía, de la memoria, no sólo para que la historia no se repita, sino para que se haga justicia a las víctimas (Reyes Mate 2003, 10-11).
La servidumbre voluntaria y la banalidad del mal
Theodor W. Adorno (1969, 80-94) ha planteado que cualquier discusión referida a los ideales de la educación es vana e indiferente, frente a la exigencia de que Auschwitz no se repita. Pero sabemos que la barbarie persiste porque aún están presentes las condiciones que la han hecho posible. El genocidio hunde sus raíces en la propia conformación de lo que conocemos como “civilización”. La barbarie siempre ha marchado ligada a la racionalidad occidental y a la ideología del “progreso”.
Pese a la derrota del nazi-fascismo el horror perdura en el mundo contemporáneo porque, como lo estudiara Hannah Arendt (1999), nuestros tiempos se caracterizan por imponer a los individuos una total incapacidad de juicio y por establecer en las sociedades un colapso moral que llevó a una generalizada trivialización del mal. Nos encontramos en una época y en unas sociedades en que las personas han sido despojadas de toda autonomía y de las posibilidades de entender las consecuencias éticas de sus actos, sometidas en gracia de pragmatismo, a la más abyecta “servidumbre voluntaria” frente a las autoridades.
De esta situación, de la creciente deshumanización, del vigor político que tiene la barbarie y del imperio de la banalidad del mal, dan cuenta no solo los procesos de ascenso y consolidación del fascismo y el nazismo, las dos guerras mundiales con los bombardeos indiscriminados sobre la población civil, la concentración y eliminación administrada de millones de seres humanos y el sinnúmero de constantes y cotidianos ataques sobre los pueblos del mundo, sino los más recientes hechos, que en todo caso corroboran la vigencia de dicha banalidad del mal. Por ejemplo, en los eufemísticamente denominados Centros de control y de reeducación (que administra el ejército norteamericano a nombre de su gobierno -el IV Reich- en los territorios ocupados de Irak, particularmente en el campo de prisioneros de Abu Ghraib, o en el más cercano enclave colonial de Guantánamo) los principios establecidos en los campos nazis, se reiteran, con el maltrato, los abusos y las torturas, que ahora se presentan ante el mundo como si fuesen simples formas de diversión y entretenimiento por parte de las tropas. Susan Sontag (2004) ha escrito que por parte de la llamada “opinión pública”, hay una creciente aceptación de la brutalidad y del horror impuestos por este “nuevo imperio carcelario internacional”, como una continuidad de lo que preludiaran los regímenes de Mussolini y Hitler…
El general condicionamiento del ser humano, su total encadenamiento al círculo diabólico de la producción y el consumismo, la reducción de la vida a la mera sobrevivencia (tal como ocurre en todos los arrabales, zonas tuguriales, favelas y villas de miseria de las grandes urbes) y la movilización total de las personas a favor de sus “dirigentes”, se expresa en lo que tan propiamente llamara Michel Foucault (2001) el bio-poder. Un asunto de regulación generalizada que significa poder sobre los individuos y poder sobre la especie humana, que puede llevar, como efectivamente ha llevado, no sólo al control total de la población, sino al exterminio colectivo, lo cual tiene antecedentes ligados, por supuesto, a la racionalidad occidental.
Primero fue -establece Foucault-, el inicial control del cuerpo y del gesto, el rigor, la disciplina, el encierro; luego el control poblacional, el fichamiento, la higienización, la salubridad, la medicalización de la vida; actualmente el control biológico de la especie y la amenaza de la manipulación genética. Esta planeación pormenorizada busca que se viva y se actúe permanentemente como en los campos de concentración, bajo una administración total. Proyecto político en el que se han realizado plenamente, tanto el capitalismo tardío, como el ensayado “socialismo real”, bajo formas autoritarias y totalitarias, pero también incluso bajo la apariencia de la democracia formal, subordinando las personas a una detallada microfísica del poder y sometiéndolas al constante dominio de psicologías conductuales y transaccionales y a pedagogías centradas en el acoso a la vitalidad y la crueldad, que logran precisamente, la desaparición del individuo, sustituido por masas anónimas sumidas en la angustia y la mediocridad.
Las ilusiones planteadas por el cristianismo, por el liberalismo y por el socialismo, sobre el amor al prójimo, el respeto por los derechos fundamentales de los individuos, la equidad y la distribución de las riquezas, han fracasado. Pareciera que sólo subsiste el control generalizado sobre los cuerpos y la “fabricación de sujetos” adaptados mediante el rigor, la educación para la subalternidad y la violencia. Ya Nietzsche lo había sentenciado: Sólo lo que no cesa de doler permanece en la memoria -este es un axioma de la psicología más antigua- y por desgracia la más prolongada que ha existido sobre la tierra.
Nietzsche y Foucault entendieron que sobre el cuerpo se establecen las decisiones y las acciones del poder. Las instituciones de poder siempre han actuado sobre el cuerpo -ya sea sobre el cuerpo individual o sobre el “cuerpo” social-. Con la modernidad las “políticas del cuerpo” han adquirido mayor importancia, pero el cuerpo históricamente ha sido sometido a múltiples regulaciones y controles, ha sido torturado, confinado, apartado, disciplinado y regulado, conforme a intereses confesionales, laborales, educativos, patronales, comerciales y estatales.
La historia muestra un sinnúmero de imágenes de cuerpos destrozados, mutilados, torturados, humillados, doblegados, en los aparatos de tormento, en las mazmorras, en las máquinas y cámaras de ejecución y en los campos de concentración y de exterminio.
Paradójicamente con la modernidad, también aparece el cuerpo ordenado, agrupado, enfilado, enlistado y corregido, como en las fábricas, los cuarteles y las escuelas o expuesto como objeto del deseo y de la envidia, como escenario de la juventud, de la belleza y por ende de la felicidad, tal como hoy lo muestra la sociedad espectacular de la farándula, el cine y la televisión.
En Occidente todas las disciplinas del saber han elaborado discursos sobre el cuerpo, pero por sobre todo se ha impuesto la idea de que el cuerpo no es más que un residuo de nuestra animalidad, la cual debe ser sometida, para glorificar la espiritualidad humana. No en vano en la última escena del Fausto de Goethe los ángeles más perfectos se quejan de conservar aún “un resto de mortal corteza”, de poseer vestigios de lo terrenal, una penosa carga corporal que debe ser vencida. Esa mancha biológica, ese residuo de terrenalidad que es el cuerpo, entonces, debe ser superada y para ello se requiere la represión, a fin de lograr su enderezamiento.
En todo caso, han subsistido estas políticas del cuerpo que, en última instancia, buscan ir quebrantando la soberanía del yo, la individualidad, sometiéndola a variadas y constantes disciplinas y a las regulaciones, hasta obtener finalmente los sujetos sometidos que reclaman los procesos productivos y las razones de poder.
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