Columnistas
La nuda vida (2)
Por: Julio César Carrión
Las leyes raciales de Nüremberg, promulgadas para “la protección de la sangre y el honor alemán” a partir del 15 de septiembre de 1935, que fueron impuestas inicialmente como “excepcionalidad” por el régimen nacional socialista contra los judíos, los negros, los gitanos y otras minorías, son un claro ejemplo de la inhumana legislación que inicialmente se aplica contra los sectores poblacionales considerados “inferiores” y que luego se legitiman y generalizan con la aceptación cómplice de las “mayorías” nacionales. Primero se les despojó de su ya frágil condición de ciudadanos y de nacionales, de su precaria “dignidad”, para luego humillarlos y torturarlos hasta alcanzar prácticamente su total animalización. Como lo relata el profesor José A. Zamora en su texto Políticas del cuerpo (En Iglesia viva. Madrid. No216. 2003): “En los campos nazis los prisioneros eran sometidos a un proceso de destrucción de su subjetividad para reducirlos a pura existencia somática. De esta manera se consumaba una lógica de zoologización que comenzaba con la privación de su status legal, con la exclusión de la comunidad política y de su marco de derechos… y proseguía con el transporte en vagones de ganado, la identificación por medio de un número tatuado, el hacinamiento en barracas similares a establos, el sometimiento a ‘experimentos médicos’ como si se tratara de cobayas, el exterminio con productos químicos antiparásitos, el aprovechamiento industrial de los cadáveres, etc., prácticas todas ellas encaminadas a borrar la humanidad de los prisioneros, a reducirlos a pura animalidad, a mera corporalidad”.
(Lo invitamos a leer: La nuda vida 1)
Este tipo de situaciones que imponen la pérdida de todo lo considerado particularmente espiritual en los seres humanos, reduciéndolos a puro cuerpo animal, y que ayer se realizó plenamente en los campos de concentración y de exterminio de los regímenes nazifascistas, actualmente se cumple no sólo en los campos de concentración que aún perduran, sino en todos los espacios de la vida social, incluidos, por supuesto, los países orgullosamente “democráticos” y defensores mediáticos de los Derechos Humanos. Ese sometimiento de los sujetos a una administración total, que explota, controla, disciplina y regula todas las actividades y procesos de la vida, es lo que tan apropiadamente llamó Michael Foucault (Los anormales. Ciclo lectivo 1975-1976) el biopoder, objetivo fundamental de los dispositivos de la dominación que no se basta con el control del cuerpo individual, logrado con el concurso de instituciones como las cárceles, los cuarteles, los hospitales, los manicomios, las fábricas o las escuelas sino que impone una total regulación sobre la especie, sobre la población en general, con mecanismos como el control natal, el fichamiento, políticas de eugenesia y eutanasia y ya con la inminente manipulación del genoma humano.
Control total que opera con dispositivos y tecnologías que apuntan, paradójicamente, por una parte, hacia el mejoramiento, ampliación y fomento de la vida -atención a las enfermedades, planeamiento de la fecundidad, extensión de la esperanza de vida (al menos para algunos sectores de la población), educación sexual, políticas de salubridad, ingeniería genética, etc.- pero, por otra parte, propicia el exterminio y la muerte administrada para los sectores considerados inferiores, superfluos, innecesarios, “desechables”. Esto se logra mediante las guerras -incluida, por supuesto, la amenaza de la guerra nuclear que haría desaparecer toda forma de vida de la faz de la tierra-, las masacres, la exclusión, la marginalidad y ese cotidiano genocidio social que se expresa en los millones de seres humanos que mueren de hambre, por carencia de agua potable o por enfermedades que serían fácilmente curables si la mayoría de los pobladores de los países pobres tuvieran acceso a los alimentos, a las atenciones médicas y hospitalarias y a los medicamentos que monopolizan y controlan las transnacionales farmaceúticas.
En esta atmósfera de desintegración total, campea también la aseveración optimista de los voceros del capitalismo tardío, acerca del final de la historia y del ocaso de las ideologías. Pretenden, desde un pragmatismo cínico, presentarse como los hegelianos realizadores del espíritu, como expresión culminante del devenir de la historia, aduciendo que el american way of life, con su desperdiciado consumismo compulsivo, es el género de vida propio de la posthistoria, y que ellos “prefiguran el presente eterno de la humanidad”. Por ello se permiten propalar al mundo entero el decálogo de sus “virtudes”, que en resumen constituye lo que conocemos como el “pensamiento único”, o peor aún, como un “no pensamiento, que se resuelve en mero conformismo”.
Las tesis expuestas por Pedro García Olivo en su libro El enigma de la docilidad (2005), nos permiten entender que se trata ya de la instauración de un nuevo tipo de fascismo, de un demofascismo, heredero directo de la democracia representativa que, merced al ocultamiento y enmascaramiento de “todas las tecnologías de dominio, de todos los mecanismos coercitivos, de todas las posiciones de poder y autoridad. Tiende a reducir al máximo el aparato de represión física y a confiar casi por completo en las estrategias psíquicas (simbólicas) de dominación”. De esta manera se realiza el ideal de establecer no sólo ese conformismo acrítico que caracteriza a los despolitizados y desilusionados hombres-masa del presente, sino de “convertir a cada hombre en policía de sí mismo” mediante el proceso de aceptación e interiorización de las normas y las leyes.
El escritor inglés George Herbert Wells ya había previsto esta situación de subordinación total, de docilidad y de obediencia ilimitada en su novela La isla del doctor Moreau de 1896, en la cual un vesánico científico, prevalido de intencionalidades éticas y humanistas, intenta mediante extraños injertos, mutilaciones, mutaciones y otras operaciones y manipulaciones anatómicas, genéticas y educativas, transformar a algunos animales en hombres; se propone dotar a las bestias de facultades específicamente humanas, otorgarles el grado requerido de “dignidad”, hasta alcanzar seres “deformados pero dóciles”, capaces de acatar irrestrictamente La ley. Sabemos porque toda la historia nos lo enseña, que es más fácil el proceso regresivo de embrutecer y animalizar a los seres humanos que alcanzar la condición humana para los animales.
Pero humanidad y animalidad no obstante se han reencontrado en el tranquilo aturdimiento animal del satisfecho hombre promedio de las grandes urbes. Hombres que deambulan entre la “mediocridad y el delirio”, que valoran la felicidad y la alegría por sus posesiones y ventajas y que establecen la indiferencia y el nihilismo como el proyecto total de sus mezquinas existencias: seres humanos de rebaño que viven como los animales, “aburridos pero contentos”, también por la existencia generalizada de individuos despojados totalmente de su dignidad y de su condición de humanos, sometidos a un régimen de infrahumanidad administrado en detalle por las tecnologías del poder.
Hannah Arendt (En Los orígenes del totalitarismo) planteó que “la concepción de los derechos humanos basada en la humanidad del hombre fracasa cuando se contempla la figura humana despojada de su humanidad”, como en los campos de concentración y de exterminio, como en los centros de internamiento para los inmigrantes ilegales establecidos en los distintos países de Europa y en los Estados Unidos, como en las maquilas y en la “economía informal”, que permanentemente alimenta a las grandes empresas supranacionales, también frente a los muros de vergüenza erigidos en las fronteras de los Estados poderosos para delimitar la pobreza y la riqueza, y en los centros penitenciarios similares al de Abu Grahib en la ocupada Irak o el existente en el enclave colonial de Guantánamo, en Cuba, que operan por fuera de toda jurisdicción, con “detenidos fantasmas”, que mantienen una situación de indeterminación legal, de limbo jurídico, al no ser claramente definidos como “prisioneros” mientras se les tortura de múltiples maneras, tal y como lo denuncian las fotografías que se han tomado y distribuido cual postales e inocentes recuerdos por parte de los militares acantonados en estos centros de horror y de muerte solapada que administran los imperios carcelarios. Privados de comida y sueño, y soportando las burlas de sus torturadores, estos seres humanos no tienen garantías legales, no tienen derechos y ya no tienen esperanza alguna, como los seropositivos y otros marginales, que han tenido que aprender a convivir con la discriminación global, mientras se les recitan sus “derechos”.
En estos seres humanos, dice Giorgio Agamben, la nuda vida llega a su máxima indeterminación. Según Agamben el nazismo y el fascismo, dos expresiones por excelencia de la biopolítica contemporánea, sacan a la luz y nos permiten comprender a la perfección “las relaciones entre el hombre y el ciudadano”, al mostrar, en especial en las personas de los refugiados, de los marginales, la condición de la nuda vida, es decir, “la vida indigna de ser vivida”, a partir de un estatuto jurídico de “excepcionalidad” promulgado contra estos sectores de la población -judíos, gitanos, homosexuales, comunistas- que los convertía en “suprimibles”, en matables de manera impune, bajo la premisa de que se trataba de un procedimiento de saneamiento de la sociedad. Esa vaga zona jurídica donde el derecho ya no ampara a estos individuos es lo que los convierte en nuda vida.
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