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La nuda vida (1)

La nuda vida (1)

 

Por: Julio César Carrión 

A manera de ejemplo podríamos afirmar que la odisea del exilio y de la soledad que muestra la persecución y el ulterior suicidio de Walter Benjamin en Portbou, no es más que una trágica alegoría del destino manifiesto de todos los refugiados, perseguidos y asustados por la tremenda maquinaria estatal. El destino de estos seres humanos nos muestra que el sueño de un mundo organizado desde la racionalidad ilustrada se vino abajo y que los vencidos y humillados están marcados por los avatares de la memoria y el olvido. Los refugiados son ciudadanos de segunda categoría, sobre quienes se impone una total desnudez, una especie de zoologización o animalización integral, máxime ahora cuando “los refugiados no representan casos aislados sino fenómenos de masas”. En estos casos los derechos humanos han demostrado ser inaplicables incluso en todos aquellos países formalmente “democráticos” que dicen basar sus leyes y constituciones en ellos.

El siglo XX se inicia en medio de la rebatiña por el reparto del botín territorial del mundo entre los estados imperialistas; es cuando la instauración del terrorismo de estado y la opción exterminista empiezan a aplicarse como principales “argumentos” de regulación y de control social. Esta época está signada por el irreversible surgimiento de los hombres-masa, es decir, aquellos seres humanos que no son más que sujetos uniformes y homogeneizados, que sistemáticamente son manipulados por los poderes establecidos, aquellas personas que conforman las enormes “mayorías silenciosas” y embrutecidas que marchan cual rebaños detrás de las ideologías mesiánicas, de los cantos de guerra, del consumismo generalizado, de los espectáculos y las modas. También es el tiempo de la aparición de los funcionarios, tal como lo analizaran Max Weber y -desde la perspectiva literaria- Franz Kafka; aquellos individuos anónimos, dóciles e integrados que viven dentro del engranaje burocrático e impersonal de maquinarias estatales que los sujetan por completo, impidiéndoles todo asomo de libertad y autonomía, que les condiciona sus comportamientos, parcelando sus anhelos y quehaceres y definiéndoles la existencia, de manera inexorable, en torno a tesis como “el sometimiento a la ley”, “el cumplimiento del deber”, “la debida obediencia”, las obligaciones contractuales y en general la “responsabilidad”, que les ayuda a ocultar su oportunismo, la búsqueda del éxito y el trepadorismo social. En resumen, seres humanos encerrados en las “jaulas de hierro” o en las “madrigueras” de sus rutinas públicas y privadas, domésticas y laborales. 

Kafka, en toda su obra, se encargó de mostrarnos lo absurdo, laberíntico y real de este mundo moderno, sometido al aparataje de una normatividad jurídico-política que agobia a los seres humanos, tras la pretensión de alcanzar una mayor eficacia, que termina siendo terrorífica. Todos los personajes de Kafka están atrapados por una culpabilidad preestablecida y son impotentes ante una burocracia ubicua y todopoderosa. Sus análisis nos enseñan, precisamente, el ocaso de la individualidad, la terrible imposición de “un mundo administrado” hasta el detalle. Profetizaba esa condición humana proclive a la “movilización total”, esa entrega del individuo al anonimato de las masas, la pérdida de toda diferencia y de la pluralidad de opciones, en unas sociedades terriblemente homogeneizadas, como se mostró luego en el nazismo, en el fascismo y el estalinismo, y en este cotidiano mundo del neofascismo que vivimos; en esa autoridad de funcionarios anónimos e impersonales que hoy gobierna al mundo.

Funcionarios que, bien lo sabemos, se encuentran hoy ampliamente diseminados en todas las estructuras político-administrativas de las contemporáneas sociedades y en las más diversas organizaciones públicas y empresariales, tanto del capitalismo tardío como del llamado “socialismo real”, bajo formaciones políticas totalitarias o reputadas como democráticas.

Vale la pena reseñar ahora que el término “dignidad” también hace alusión a los supuestos altos cargos, empleos o funciones que desempeñan algunos funcionarios considerados especiales. Estos pueden tener u ocupar la “dignidad” de emperadores, de presidentes, de ministros, de cónsules, de magistrados o de senadores. La “dignidad” se refiere a los grados o rangos de la burocracia. Cada una de estas “dignidades” exige un comportamiento que debe estar a la altura del rol que desempeñan. Así, por ejemplo, la “dignidad eclesiástica” o la dignidad de educadores, reclaman determinadas apariencias o conductas sociales, que deben estar al nivel del pretendido valor moral que sacerdotes y maestros supuestamente representan. A los pobres también se les pide que se comporten con dignidad, esto es, que careciendo de cargos, actúen como si los tuviesen.

Los comienzos del siglo XX constituyen el período histórico de la aparición política y del fortalecimiento de la clase obrera, pero también es la época histórica en que se fomentó ideológicamente la discutida hegemonía de las clases medias. Cuando irrumpe en la escena política el descomunal espacio de la marginación social, con grandes ejércitos de desplazados de los procesos productivos, migraciones forzadas, restricciones legales a amplios sectores de la población, considerados “inferiores” y tratados como “bestias”, expulsados de sus comunidades tradicionales y obligados a vivir en guetos y suburbios, soportando de hecho la pérdida del status de “ciudadanos” mediante leyes raciales y segregacionistas que los convertían en “delincuentes sin delito” y que propiciarían el odio organizado, precisamente entre las crecientes clases medias y el proletariado.

Época del antisemitismo, del racismo, de la xenofobia, de la persecución a los contradictores políticos, amparada en leyes y normas supuestamente de carácter “excepcional” que dicen establecer una “suspensión temporal” de todo orden jurídico, legalizando lo ilegal y legitimando lo ilegítimo, y que indefectiblemente -alegan los gobiernos y apoyan las masas populares- son aplicadas en beneficio de las “mayorías”, para “defender la constitución y las leyes”, para la “salvación del estado de derecho”, y en fin para preservar el bienestar colectivo de la nación o de la “patria”, contra los “bacilos” que la infectan. Walter Benjamin en sus “Tesis sobre la filosofía de la historia” se burlaría de esta farsa señalando: “ningún sacrificio es demasiado grande para nuestra democracia, y menos que nunca el sacrificio temporal de la democracia misma”. De esta manera se fue instalando, entre unas multitudes inmersas en la movilización total, propiciada por los poderes estatales, la persecución organizada contra los judíos, los gitanos, los negros, los trotskistas y los inmigrantes, en distintas latitudes y momentos de este oscuro siglo.

(Espere la segunda parte de este artículo)

 

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