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A propósito del 7 de agosto: La "democracia" que hemos heredado

A propósito del 7 de agosto: La "democracia" que hemos heredado

 

Por: Julio César Carrión Castro

-Las festividades “patrias” y  el fascismo-

La historia que suele escribirse -como tanto se ha dicho- por los vencedores y no por los vencidos, toma en cuenta fechas y nombres especiales, como expresiones legitimadoras de la hegemonía cultural y de la permanencia de unas relaciones sociales arbitrarias, sostenidas de manera anacrónica. Los imaginarios “populares”, “nacionales” “democráticos”, son revestidos de gran importancia debido a que crean sentido y dan significado a los discursos del poder.

Todas esas fechas, alegorías, emblemas, íconos e imágenes, que claman por la lealtad grupal y el unanimismo de rebaño, constituyen el sustento ideológico de la mitología patriótica. Esa constante exaltación y glorificación de la patria, de la nación, de Dios y de sus representantes en las beneméritas “instituciones democráticas”, que convocan lacrimosas emociones entre las personas de diversas condiciones y clases, funciona como símbolo de cohesión social y como elemento clave para alcanzar “respeto” para los usufructuarios del poder, en unas sociedades que viven ya la total decadencia de esas instituciones, antaño ponderadas y reconocida pero que hoy se encuentran en plena decadencia.

Como en una especie de santoral o de liturgia de los días, encontramos en el calendario laico un sinnúmero de fechas que han sido asignadas como de fiesta colectiva de la democracia, dado que en ellas se conmemoran reales o supuestas epopeyas, revoluciones, batallas y aniversarios de “grandes hombres”, que llevaron a la instauración precisamente de esas instituciones representativas de esta forma de gobierno, o el recuento de las muchas “independencias nacionales”, de pueblos que históricamente se sacudieron de viejos absolutismos o del colonialismo.

Así, Francia - la publicitada cuna de las “libertades”- celebra como fiesta patria el 14 de julio, día conmemorativo de la toma de la cárcel La bastilla, símbolo del antiguo régimen y de la opresión monárquica, durante la revolución francesa en 1789, y los Estados Unidos de Norteamérica -país considerado no sólo como la cuna de la democracia, sino como el principal bastión, defensor y gendarme de esta forma de organización política y social, que Occidente promueve y exporta como un legado al mundo entero- celebra el 4 de julio su “fiesta nacional de independencia”, pues en esta fecha en el año de 1776 las trece colonias originarias proclamaron su independencia con respecto de Inglaterra. En los países latinoamericanos por estas fechas nos encontramos en el marco de múltiples celebraciones de bicentenarios, tanto de los llamados “gritos de independencia”, que se han festejado recientemente, como de las épicas batallas que sellaron las llamadas “independencias nacionales” que celebrarán sus bicentenarios entre los años 2013 y el 2024 así: Argentina celebra la Batalla de Salta, efectuada el 20 de febrero de 1813; Chile, la Batalla de Maipú del 5 de abril de 1818; Colombia la Batalla de Boyacá, del 7 de agosto de 1819; Ecuador, la Batalla de Pichincha del 24 de mayo de 1822; Perú, la Batalla de Ayacucho del 8 de diciembre de 1824; Venezuela, la Batalla de Carabobo del 24 de junio de 1824 y Bolivia, la Batalla de Ayacucho del 8 de diciembre de 1824.

A contracorriente, queremos advertir que estas fechas no son más que expresiones rituales de las acomodaticias historiografías oficiales, cargadas de efemérides, de falsos héroes, mártires, próceres y caudillos, que tergiversan la auténtica historia de nuestros pueblos, al presentar como realización del ideal de la democracia el encumbramiento a sangre y fuego de las oligarquías. Las mismas que han sostenido, en toda la América Latina, desde el régimen señorial-hacendatario, heredado de la colonia española, la hegemonía y el dominio e impedido la auténtica emancipación manteniendo durante los diversos ciclos del proceso histórico, una democracia simulada.

En la historia de la América Latina muchos intelectuales integrales, comprometidos con nuestros pueblos “de color”, se ocuparon de mostrarnos opciones para alcanzar una expresión más amplia y más profunda de la democracia, no sólo mediante planteamientos y opiniones, sino con sus propias vidas, perseveraron en la construcción teórica y práctica de una nueva concepción de democracia, nutrida en las ideas del socialismo y en la validez del humanismo, a la par que señalaron la obsolescencia y podredumbre de esa mascarada oligárquica que nos han presentado como “democracia”. Su derrota no fue en vano. La historia en la actualidad los reivindica.

Rousseau planteaba, con alguna humildad que la democracia sólo se podría aplicar en los pequeños Estados. Sin embargo hoy nos enfrentamos a una especie de distribución imperial de la democracia, a una vocación impositiva de sus supuestos “valores”, por parte de los Estados todopoderosos que pretenden “democratizar” al mundo mediante la fuerza de las armas y el poder de los mercados. Esa prepotencia imperial, presente en el colonialismo, en la injerencia militar y política, en el uniformismo cultural y en la imposición del “pensamiento único”, es la total negación de las originales tesis y del sentido emancipatorio de la democracia. Marca la decadencia total de este proyecto nacido bajo el ideario de la Ilustración.

Nuestro propósito es mostrar el destino de esa democracia occidental, destino que concierne hoy a la humanidad entera, sometida a la perentoria instauración de un “fascismo democrático” de carácter planetario. El estado actual de la democracia en el mundo es deplorable, vivimos su fracaso, el descrédito de sus supuestos “valores”, que se expresa no sólo en la corrupción y en la vileza de sus dirigentes, sino en un generalizado apoliticismo de las masas, en el desencanto y la resignación de unos ciudadanos cada vez más alejados de los intereses públicos. Apoliticismo, resignación y una desengañada aceptación del statu quo, son las principales características de los habitantes de las sociedades demo-liberales, sometidos a la más terrible docilidad y domesticación, bajo unos regímenes que abiertamente se proclaman como la expresión final de la historia.

Todo cuanto la democracia prometía (el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, la participación ciudadana, la soberanía, la transparencia de la gestión pública, las libertades políticas, la defensa y promoción de los derechos humanos, etc.) se ha venido abajo y, sin embargo, esta fórmula continúa gozando del consentimiento apático de unas multitudes, inmersas en el unanimismo gregario, auspiciado y promovido por los usurpadores del poder y mediante el continuo oficio de los serviles plumíferos que actúan desde los diversos medios de comunicación. Se trata de una democracia que busca despolitizar la población, ahuyentando a los ciudadanos de la política y dejando esa actividad en manos de reducidos círculos de hombres ambiciosos, corruptos y mediocres, comprometidos solamente con el pragmatismo cínico de sus intereses personales, cuando no con los intereses imperiales. El fascismo que solía ser explicado como un horroroso fenómeno “aislado” que respondía a causas muy determinadas, propias de un tiempo y de unos países, de hombres perversos y de mentalidades oscuras que poco o nada tienen que ver ya con nosotros; con “extraños” planteamientos racistas, nacionalistas, xenófobos, totalitarios.

Ese fascismo que se nos presentaba como la antítesis de la democracia, hace ya tiempo que “contaminó” desde dentro el régimen liberal, es más, desde siempre habita en las entrañas mismas de la democracia. Sólo que hoy las reglas del llamado Estado Social de Derecho, han sido sustituidas por la excepción, umbral de indeterminación entre la democracia y el absolutismo, que pasó a convertirse en el “paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea”.

Pero nada de esto es novedoso, el capitalismo siempre contó con esas dos opciones: la del fascismo abierto y la de la democracia representativa. En tiempos de bonanza económica y de paz social, la democracia sirve mejor a sus aspiraciones, atenuando el recurso de la represión física y suscitando pocos ‘problemas de legitimación’. Pero en tiempos de conflictividad social, bajo la amenaza (real o imaginaria) de que se fragüe un proceso revolucionario  anticapitalista, tiempos de crisis económica, de desórdenes, de descontento generalizado, de efervescencia de las ideologías contestatarias, etc., las oligarquías, las burguesías hegemónicas, en fin, las clases dominantes que controlan e instrumentalizan el aparato del Estado, recurren, para salvaguardar sus privilegios, a la opción fascista y alientan, financian y sostienen procesos de fascistización para restaurar el “orden” e impedir que el sistema capitalista se vea afectado. Se trata de realizar aquellas acciones que el maestro Antonio García denominara como “contrarrevoluciones preventivas”, es decir, la utilización de todo tipo de recursos para la contención del ascenso popular, impidiendo sus alternativas legales, desmantelando e infiltrando sus organizaciones, cooptando a sus líderes y dirigentes, bloqueando en general el auge de las masas, ya sea por la ilegitimación de sus actividades políticas y sindicales, o mediante el empleo de la violencia, disuasiva y selectiva en un primer momento, y de aniquilación y exterminio total en posteriores fases.

El fascismo no se puede seguir entendiendo como un ‘horror’ enterrado para siempre en el pasado; es una alternativa permanentemente paralela y funcional a la democracia. Es un monstruo del que no solamente debemos temer que pueda re-visitarnos, sino que está ahí presente, siempre ha estado, porque, inexorablemente la democracia representativa conduce a un fascismo de nuevo tipo ya mundializado y que tiene sus fundamentos conceptuales, en las propias teorías de la Ilustración hoy develadas.

Se trata de un fascismo “nuevo” con un formato distinto al “antiguo”, pero idéntico en sus caracteres básicos: subalternidad de las masas, amplio despliegue de símbolos, alegorías y emblemas, movilización total de las masas, manipulación mediática de las emociones de los sectores populares, promoción del supuesto esfuerzo abnegado, “inteligente” y patriótico de las fuerzas armadas, ausencia de oposición, carencia de crítica y de resistencia; cooptación generalizada, es decir, ‘docilidad’ de la población; expansionismo, afán de universalización, belicismo y, como lo plantea Pedro García Olivo, voluntad de exterminar la diferencia (cultural, psicológica, político-económica,...). Vivimos todo ello superpuesto en el aparato político de la democracia (elecciones, parlamento, ramas del poder, partidos, etc.); fascismo democrático instalado ya en nuestras sociedades... Ese calor de masas, ese fervor que acompañó a los fascismos antiguos, hoy parece sustituido por una total “falta de entusiasmo” por la despolitización de la sociedad debido a la práctica insulsa del liberalismo político. Hombres y mujeres nominalmente demócratas, pero cada vez más decepcionados, carentes de entusiasmo, desilusionados, desencantados y aburridos, habitando en este “parque humano”, en medio de tendencias bestializantes, pero disfrazadas de humanizadoras; en estas sociedades que soportan lo que Zigmunt Bauman ha denominado una “vida de consumo”, en donde nosotros mismos nos tasamos y ponemos en venta, según las exigencias del mercado, convirtiéndonos en aptos para el consumo, conforme los estándares establecidos.

El animal humano ha sido regulado, domesticado, habilitado para soportarlo todo sin experimentar emociones de disgusto o de rechazo; seres humanos manejables, incapaces ya de “odiar lo que es digno de ser odiado y de amar lo que merece ser amado”; hombres amortiguados a los que desagrada el conflicto, ineptos para la rebelión, que se extinguen en un escepticismo paralizador, resuelto como conformismo y docilidad; hombres que no han sabido intuir los peligros de la sensatez y la cordura y mueren sus vidas en un sistema de entrega y capitulación, unos por miedo y otros por placer. Así el pensamiento político contestatario y anticapitalista ha derivado hacia posturas conservadoras o estrechamente reformistas.

Desde supuestas “posiciones de izquierda”, se pretende universalizar el liberalismo y su noción de “democracia”. Desencantados ex-revolucionarios de ayer, hoy son soportados, porque sólo hacen uso de un criticismo amortiguado, porque no cuestionan a fondo el sistema. Con sus gestos residuales de izquierda, conforman lo que Antonio García denominó en su momento con tanta lucidez como las “disidencias tácticas”, aquellos movimientos distractivos encargados, en última instancia, de fortalecer el poder de las oligarquías que los toleran y alientan muchas veces, porque logran captar la inconformidad de los sectores populares, volviéndola adaptación sumisa y resignación.

En un extremo de este modelo de “democracia”, se encuentran los satisfechos consumidores de la sociedad del espectáculo y la farándula, “aburridos, pero contentos” seguidores del american way of life, sometidos a las estrategias simbólicas de la dominación, y en el otro extremo, los marginales, los perseguidos, los humillados y ofendidos, carentes de todo, hasta de la orgullosa nacionalidad, sobre la que se edificó el sistema democrático. Despojados de toda dignidad y hasta de la condición de “ciudadanos”, que se había proclamado como el fundamento de todos sus derechos. Seres humanos convertidos, por arte de la instauración general de la biopolítica contemporánea, unos en simples apéndices de sus mercancías y sus posesiones, mientras que otros son animalizados, considerados “desechables”, nuda vida, vida que puede ser suprimida y reemplazada a voluntad, como claramente lo analizara Giogio Agamben.

Nuestra civilización, nuestra cultura, en su fase de decadencia (y, por tanto, de escepticismo y conformismo), ha proporcionado a este nuevo modelo de “democracia” los hombres moldeados durante siglos desde los diversos aparatos ideológicos: avezados en la tramposa técnica de la competitividad y de la delación, pero, además, capaces de vigilarse, censurarse, castigarse y corregirse, atrapados en “el cumplimiento del deber”, la “debida obediencia”, “el acatamiento a las leyes” y en la “responsabilidad”, según las expectativas impuestas por las normas de convivencia establecidas por los grupos hegemónicos. Como García Olivo lo plantea, la civilización ha dado ya sus más ansiados frutos de buena educación y de “civilidad”; el individuo convertido en Policía de sí mismo. Esta es la realidad.

Definitivamente la humanización del hombre, bajo el imperio del capitalismo tardío, se ha resuelto en mera domesticación, en la formación de animales de rebaño.

Esta es la “democracia” que tenemos y que tememos, esta que se apresta a celebrar las efemérides de una falsa independencia. Esa “democracia” que Antonio García se negó a promover, fortalecido en el principio esperanza y con una inmensa fe en la construcción de una auténtica democracia, sustentada en la validez de la utopía socialista.

 

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