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Soñando Despierto

Soñando Despierto

Carátula del libro 'Soñando despierto', realizada por el pintor Darío Ortiz

Por: Alberto Santofimio Botero


El lenguaje, la magia de las palabras, los símbolos y las formas, constituyen el reto del poeta, la suprema razón de su oficio; son los medios expresivos y el instrumento fundamental para hablar de la vida, la muerte, el amor, el dolor, la felicidad, el sufrimiento y la opresión. Es plasmar, en la pirotecnia de la palabra la imagen interior y trasladarla de súbito al confidente, a la amada, al amigo, al público, al lector desconocido.


La voluptuosidad del lirismo, la seca, cruda, dura verdad, la libertad de universos y de nuevas palabras, unos y otras, todo hace parte de la creación, de la eclosión, del sublime parto poético. Constituye su esencia y su sustancia. Es sacar del alma la visión mágica de los seres, los sentimientos, los paisajes, las íntimas sensaciones vestidas de deslumbrante belleza expresiva.

Cada generación, inevitablemente es calificada de plagiaria, por seguir la huella de las anteriores. Así se endilgó a románticos, modernistas, panidas, piedracelistas, cuadernícolas y existencialistas, para no hablar sino de algunos de los más caracterizados grupos de poetas colombianos de los cien últimos años. Pero ¿quién escapa de las raíces de la cultura? ¿Quién concibe la autonomía del escritor, lejos de las fuentes que lo nutrieron, de sus lecturas iniciales, de su descubrimiento en los libros, las revistas, los suplementos del mundo infinito de la poesía? El poeta lector no copia, vuelve sobre los temas eternos con su propia, particular, e íntima visión.

Américo Ferrari, hablando de la gran voz peruana y latinoamericana de la lírica, César Vallejo, el hombre que desafió el modernismo, en decadencia, y produjo una fuerte renovación estética, en aire de remozada libertad poética, afirmaba cómo “el poeta tiene una lúcida conciencia de peligro que amenazada una poesía que pretenda hacer volar todos los puentes entre el lenguaje afectivo y el pensamiento categorial”. De ahí por qué la renovación permite la experiencia trajinada y vivida de lo presente, de lo antecedente, de lo que existió. De por qué conduce al poeta a ir buscando su identidad, su propio estilo, su sello personal. Pero el poeta no anda a la intemperie, desnudo intelectualmente, sino asistido por las lecturas que le fueron creando, inevitables, pero sólidas influencias que serpentean en su obra como los fantasmas de los viejos castillos en las sombras de la medianoche, en la penumbra del corazón esquivo alumbra esa poesía, con resplandores alucinantes de lámpara antigua.

A todos los poetas les ha ocurrido y les ocurrirá inevitablemente así, ante los traviesos ojos de la implacable crítica. Por la intemporalidad de los temas que pasan de siglo a siglo, imperturbables e impávidos.

De ahí que no pueda hablarse, por ejemplo, de Emilio Rico, de Ernesto Polanco, entre los nuestros, sin evocar a García Lorca, a Alberti, a Huidobro y Neruda. No se concibe a Timoleón sin evocar a Tagore, o a Camacho Ramírez, sin sentir los pasos cansados de Poe, Baudelaire, Rilke, Verlaine, o a Pardo García, sin el hilo sutil de Rimbaud o de Ronsard, más allá de sus propias y personalísimas constelaciones poéticas, en su peculiar exilio mejicano.

Andrés Holguín citando a Dilthey expresó que “el mismo enigma se propone el filósofo, al poeta y al místico. Y es cierto, el objeto no difiere. Es el misterio del yo y del extraño universo que habitamos”.

Cómo se enfrentaron al enigma y al misterio, y cuál fue su respuesta, lo dice esta antología en la propia voz de los poetas de la heroica tierra tolimense. Desde los que se quedaron en el lindero local, hasta aquellos que trascendieron, y se singularizaron en el concierto nacional de la poesía, y algunos más allá de las fronteras patrias, como Lozano y Lozano, Pardo García, William Ospina y Camacho Ramírez, especialmente.

Reconociendo la dificultad de ubicar ciertos poetas, cuya creación está a distancia por igual de la poesía pura, como de la poesía social, Luis Ruiz expresa luminosamente: “No le pertenecen a la poesía ni verdades objetivas, ni verdades parciales, que son las únicas a las que pueden aspirar lo distintos elementos impuros que el poeta maneja. La poesía busca una verdad absoluta: la que se desprende de un momento psíquico vivido por un ser tan intensamente, que haya logrado individualizar en el suyo un sentimiento colectivo trascendente; vemos que es independiente del valor que en sí mismos poseen los distintos elementos utilizados en el poema. Del roce rítmico, del acoplamiento armonioso de los diferentes elementos extra poéticos que el poeta maneja, brota la poesía, como la lama surge del roce acompasado y sostenido de dos pedernales”.

Pero, en esta antología, es difícil enmarcar a nuestros poetas tolimenses lejos del natural influjo de las escuelas de la época y de los movimientos antecedentes. Por el contrario, es dentro de ellos como se van identificando y pretenden buscar que al final se les pueda encajar en la sentencia de Martí: “amó puramente, que es redimirse de terribles sueños. Y cargado de deber, amó la vida”. El amor a la vida y su goce pleno. El dolor que ella tantas veces trae, son elementos esenciales y
definitivos que manifiesta el poeta.

Sin desestimar la formidable y vasta obra de quienes, en dos siglos, representan la expresión lírica del Tolima, en la pura poesía absoluta o en lo social, tenemos que afirmar que en la densidad que cubre esta antología, las voces mayores del firmamento poético de la tierra tolimense son: Diego Fallón en los clásicos, Juan Lozano y Lozano y Germán Pardo García en “Los nuevos”, Arturo Camacho Ramírez en “Piedra y Cielo”. Y en las generaciones de finales del siglo XX o de alborada del siglo XXI.

Lector y citador de Borges, pero empedernido seguidor de Neruda y de García Lorca, de Baudelaire y de Poe, cuya influencia no mimetizaron ni disimularon para Camacho Ramirez, como bellamente lo dice Andrés Holguín, “la poesía fue su vida”.

Fue un poeta cabal, esencial, entero, íntegro. Desde la madrugada en su “Caracolí sin flor” hasta “El testamento”, pasando por “Nada es mayor que tú, solo la rosa”, “la mujer pública”, “los límites del hombre”, “la niña sin sombra”, “Leonor Buenaventura, tu eres la más cercana”, todo en Camacho Ramírez es sangre y temblor y verdad de poesía. Este fue su quehacer, su oficio, su sueño y su perenne nostalgia. Como todos los de su generación poética, está también el influjo de Juan Ramón Jiménez, de Antonio Machado, de Alexandri y Alberti, los mejores de la cosecha del 98 y del 27 en la península ibérica que desde allí irradiaban la revolución de las palabras, las frases y las imágenes hacia América Latina. Y la juventud de ese tiempo las recogía, las transformaba en nuevas metáforas. Una audaz consonancia hay en “Piedra y Cielo” con Camacho Ramírez como figura estelar desarrollando toda unanueva respuesta a los misterios perennes de la poesía, a la suprema interrogación del espíritu del hombre. Un estilo diferente y peculiar manteniendo, sin embargo, el alto tino poético de Silva, Eduardo Castillo, Barba Jacob y Eduardo Carranza.

Álvaro Mutis confiesa que lo unió a Camacho Ramírez “la mutua devoción por Baudelaire” a cuya exaltación este escribiera su formidable poema de una belleza desgarradora, de una perfección formal difícilmente comparables en la historia de nuestra poesía”

En Lozano y Lozano hay una permanencia de valores clásicos y también de expresiones de evidente ruptura con románticos y modernistas que venían con los albores del siglo, cargando la herencia de lo tradicional. El “Soneto a la catedral Colonia”, la más conocida de las producciones de Lozano y Lozano, magistral en la forma, en el purismo de las palabras, en la bella fijación del mensaje. No es, siempre lo hemos dicho, el mejor de sus logros poéticos, “ Lírica niña”, “Morena”, “Psiquis”, “Los Sonetos a la amada”, tienen un hondo, permanente, grato valor para la poesía.

Y en Pardo García el rumor infantil que juega con la muerte y las imágenes fantásticas donde los “Saudade”, “escancia”, “vinos y amores y fantasmas”, “exilios”, “alaridos”, “silencios y presencias”. En esto hay coincidencias con Jorge Rojas, Carlos Martín, y Alberto Ángel Montoya. Ya en el otoño, otra vez, el acompasado ritmo de la muerte presentida y cercana, como el fantasma que oímos salir por la escalera, en la bella imagen Carranciana.

Esa poesía de la muerte que es obsesión también en Gaitán Durán, y en Cote Lamus; la misma que hace gritar a Camacho Ramírez: “lo muerto es un temblor que se eterniza”.

En la personalidad y la obra de Eduardo Santa, confluyen las virtudes del historiador, la profundidad del investigador sociológico, la lucidez del catedrático y la asombrosa emoción del poeta iluminado. En su larga y fecunda existencia, en su tarea de biógrafo no superado de Rafael Uribe Uribe, en su empeñosa labor de profesor, en sus múltiples libros, comenzando por El paso de las nubes y El pastor y las estrellas, está la huella definitiva de un inmenso poeta de su tiempo.

Reconocido este tolimense, alma sensible y superior de humanista por el premio Nóbel de literatura Mario Vargas Llosa, en su libro Historia de un Deicidio, profundo estudio de la obra de nuestro Nóbel colombiano Gabriel García Márquez.

En las mujeres trascienden la elementalidad del mensaje, Luz Stella cargada de rumores infantiles, de hermosos trinos, influida, sin duda, por Alfonsina Storni, Emily Dickinson y Gabriela Mistral, Silvia Lorenzo, con el sabor terrígeno y la vena abierta del amor y la sensualidad, la fuga, la entrega, y Lola de Acosta con un vendaval de angustia que la devora por dentro, al igual que las modernas emociones poéticas de Luz Mery Giraldo, Esperanza Carvajal, Mery Yolanda Sánchez, María del Rosario Laverde y Doris Ospina.

Una constelación de sangre fresca emerge de las profundidades de su silencio anónimo y busca en el espacio poético el sitio para su presencia, buceando en mares abiertos de vísperas del siglo XXI, asediados por una revolución de las cosas y los valores que, en medio de máquinas, computadores, robots, globalización, terrorismo y violencia, alerta a los poetas sobre el signo social que deben darle a su tiempo y encuadrar en esa retadora realidad sus palabras, su espíritu inquieto, su rebeldía intelectual, y son claves de la renovadora cosecha poética.

Asombra la distancia entre el protagonismo forzoso de la violencia y la ausencia de cantos sobre el fenómeno; la tímida presencia poética de los tolimenses frente al más duro flagelo vivido, sufrido y aún no superado. Por ejemplo, el consagrado escritor Jorge Eliécer Pardo, aborda el tema de la violencia en su ya famoso auténtico Quinteto de la frágil memoria. Sin embargo, en su valiosa obra poética todo es determinante con la presencia del amor y la mujer.

Se salvan también del rigor de esta afirmación, el poema de Emilio Rico sobre el guerrillero Eliseo Velásquez y algunas alusiones en otros poemas suyos, y de Jorge Leyva Samper, injustamente olvidado, que fue un gran poeta de su generación, socialista convencido, soñador irredento, una voz de lo popular, a quien la violencia marcó en los abiertos rumbos de su inspiración luego de su “Diario de Invierno”, cuando: “noviembre cae a trazos sobre la superficie y el tiempo permanece con su glacial apodo”. Fue el singular Jorge Pueblo que vivió y murió con una honda pasión por lo social con una emotiva fuerza de vanguardia que inspiró con valentía, sus pasos poéticos y su vocación política. Volviendo a Emilio Rico, éste interpretó el momento trágico cuando exclamó: “Acumulamos patria en el silencio y ahora son de sangre las palabras”.

No tuvo el Tolima en aquella época, en la poesía, lo que en la literatura nacional encontró la violencia en la Novela o en la Narrativa con obras como “Viento seco” de Daniel Caicedo o “El Cristo de Espaldas” de Caballero Calderón, o Castro Saavedra en sus caminos de la patria “sin ángel de la guarda”.

Quizás el duro impacto del vértigo de la noche violenta no dio tregua ni armisticio para la alborada de la poesía en ese tiempo signado por el castigo de la muerte implacable. Este absurdo periodo de la vida nacional que se calificó desde entonces con el “vago y temible nombre de la violencia”.

Imaginemos si nuestros poetas en lugar de seguirle cantando a la luna de don Diego Fallón, a la Amada de Juan Lozano y Lozano, a los fantasmas de Pardo García, a los niños de Luz Stella, sobre la herida abierta, hubiese dado el alarido de la justa protesta poética. La encontramos cuando Leyva reconoce que “no se pueden comprar flores donde se venden escopetas” y cuando exclama: “Que duro compañero” quién podrá decirte atormentado, que tú ya no regresas”. “Muchachos lo que les vino a pasar, todo porque amaron a su pueblo.” Un canto de rebeldía y de protesta ante la presencia de la muerte y la violencia, cegando la ilusión juvenil y la primavera de una generación que no conoció la paz pese a anhelarla con devota firmeza y a luchar por ella, denodadamente.

Si a alguien se le hubiera ocurrido entonces desacralizar la poesía de la herencia modernista y romántica, y volverla, como en otras patrias, instrumento de lucha popular contra la opresión, las dictaduras y el eclipse de los derechos humanos y de la libertad, otro hubiere sido el significado poético en esa dolorosa etapa. Se nos dirá que algo similar ocurrió con la guerra civil del novecientos, cuyos héroes y gestas sólo fueron la poesía en la pluma de generaciones posteriores. No ha ocurrido entre nosotros como en la guerra civil española, o en la revolución mejicana, donde poemas y cantares dieron fuerza insuperable a la batalla bélica. 

Parece que aquí, meditabundos y tranquilos, hechos a la guerra, a la muerte, nos pareciera un fenómeno tan corriente y natural la violencia, que para algunos; más era una nueva guerra de las que se vivieron los abuelos Buendía, que un fenómeno de insólita crueldad digno de ser reivindicado en la creación de poetas y escritores. 

Entre signos de la repugnante dictadura de la muerte, con la libertad amordazada, algunos de nuestros poetas, lejos de ese “Mundanal ruido” en sus torres de marfil, seguían las escuelas, los grupos, las modas en su tiempo poético, sin inmutarse ante el terrible fenómeno de sangre que los circundaba.

Pero esta no puede ser la Antología de lo que no se escribió, sino de la cosecha que la tierra dio, aún con este inconcebible vacío que no podíamos dejar pasar cuando de la historia de los poetas del Tolima en estos dos siglos se trata.

Máxime cuando sorprende que la innovación poética contra la desaparición de la patria libre, del derecho a la propiedad privada, a la vida, a las convicciones políticas o a los ideales democráticos no partió del campo de batalla, sino de la capital de la república cuando Jorge Gaitán Durán, Hernando Valencia y otros en la revista “Mito” comenzaron con una insurgencia en las formas, la expresión y la concepción de la literatura ante el fenómeno histórico. 

En el primer número de su extraordinaria revista lo expresaron con valor, con firme convicción: “nos limitaremos a exponer en este estado de servicio una herramienta eficaz: las palabras (…)” y más adelante agregan con vehemencia: “rechazaremos todo dogmatismo, todo sectarismo, todo sistema de perjuicios. Nuestra única intransigencia consistirá en no aceptar nada que atente contra la condición humana”.

No es anticonformista el que reniega de todo sino el que se niega a interrumpir el dialogo con el hombre, Pretendemos hablar y discutir con gentes de todas las opiniones y de todas las creencias. Esta será nuestra libertad, la que practicaremos hasta el feliz atardecer de nuestra vida.

Así afirmaba, como generación literaria, cuando bajo las dictaduras, la libertad era tan sólo una clandestina ilusión de escritores y poetas. Pero ellos, conscientes del estado de descomposición nacional y de quiebra absoluta de los valores democráticos, aportaban su visión independiente y nueva contra la falsa retórica tradicional, contra el conformismo, el statu quo, la absurda distribución de la riqueza, los intereses creados dominando los medios de información y comunicación masiva. 

El hondo vacío de abundante producción de poesía en la violencia pudo obedecer, en efecto, a la circunstancia de haber cumplido una sustitución de las armas de la inteligencia, por las más eficaces de la fuerza en las manos de los anónimos combatientes populares. El Tolima fue entonces el primero en llegar a la absurda Guerra y el último en tratar de consolidar la Paz. 

Pero la élite de escritores y poetas de aquel tiempo, esas generaciones exponentes valiosos y relevantes, para hacer de la palabra bella un arma de protesta, un testimonio final para la historia. El sufrimiento por aquel periodo aún sangra en la memoria colombiana, más allá de la expresión de muchos de sus poetas y escritores. 

“Si algo sabemos lo escritores, es que los pueblos pueden llegar a cansarse y a enfurecer, como se cansan y enfurecen los hombres y los caballos. Hay palabras que a fuerza de ser repetidas, y muchas veces mal empleadas, terminan por afectarse, por perder poco a poco su vitalidad” y por eso mismo el desgaste obliga a la indispensable renovación. Y, en la poesía, las palabras serpentean a veces fáciles, a veces esquivas, pero van cambiando en el simbolismo de los significados, las formas, su papel esencial, de generación en generación.

En el conjunto de poetas del Tolima, logran, en lo que cubre esta antología, su plena consagración nacional e internacional sólo algunos escogidos. Hasta allí los llevó la crítica más allá de nuestras simpatías o desafectos. Y nuestro deber es resaltarlo. 

Así como el único límite de la poesía, su única frontera debe ser la libertad, el antólogo tiene también esa amplitud para sus apreciaciones. “Piedra y cielo” por ejemplo, es una de las generaciones mejor logradas que además habrá de caracterizarse por tener la primicia inocultable de lo poético. 

Allí al lado de Carranza, Jorge Rojas, Tomás Vargas Osorio, Carlos Martin, Aurelio Arturo, Gerardo Valencia, Darío Samper, sobresale Arturo Camacho Ramírez, con acento americano, con evidente influjo de Neruda en sus primeras creaciones. 

“Piedra y Cielo”, logra con el tiempo una evidente consolidación en la opinión de la crítica y en su lenguaje renovador y propio, el afecto popular de la juventud y en las mujeres, especialmente. Octavio Paz afirmó que este grupo con la ruptura, con los moldes anteriores de la poesía colombiana, conquistó una verdadera “depuración retórica”.

En ese conjunto de enormes voces poéticas, se consolida la de nuestro paisano Camacho Ramírez, ese “gran gastador de café, de vida y de biblioteca, dionisiaco y revolucionario” como bellamente lo definiera Neruda, la inolvidable noche del homenaje a Carranza, en Santiago de Chile en 1946.

En 1935 Ibagué tuvo un movimiento cultural intenso. En el Conservatorio de Música, en la tertulia de café, en periódicos como El Pueblo y El Derecho, aparecen generaciones de intelectuales y artistas que, con los aires frescos de la nueva visión de la universidad y la educación que López Pumarejo puso en práctica en su primer gobierno, crean toda una revolución cultural.

Para esa época y desde su ciudad, Arturo Camacho Ramírez escribe “Espejo de Naufragios”, cuya primera edición mecanográfica conservo por la entrañable amistad del autor con mi padre. Influido como todos los de Piedra y Cielo por “nuestro señor Juan Ramón” y por García Lorca, en sus primeros pasos, pero luego liberado hacia novísimas palabras, giros e imágenes que fueron decantando en sucesivos poemas y libros, se encuentra al verdadero poeta. 

Camacho Ramírez, a diferencia de Lozano fue ante todo y por sobre todo un poeta. Y qué poeta del amor y de la mujer, temas que abordó con el lema de la “poesía impura, como un traje, como un cuerpo (…) sin fariseísmos ni adornos banales, con la fuerza desgarradora y descarnada del sexo, la pasión, el instinto, el deseo, por encima del sueño, en un fluir verbal que se desborda (…) como escapando a su control”. En su obra se entremezclan, como lo reconoce Charry Lara “la combinación de lo luminoso y lo sombrío”.

Camacho Ramírez sintió el hálito de la consagración definitiva cuando Neruda en su voz sentenciosa afirmó: “Y, señaló en sus últimas coordenadas del poema “carrera de la vida”, tan delantero y orbital que su gracia nos estimula y su verdad nos derrota: ese poema es un triunfo”. 

Pardo García desde su extraño exilio en Méjico, ha logrado trascender los límites de su patria y su universalidad no es sólo el producto de la estancia en plena creación en otra nación sino la superación misma de las escuelas iniciales, de influencias inevitables para ir obteniendo consagración y galardones, bajo la óptica implacable de jueces extranjeros. En Pardo García, con excepción al poema donde hablando de la muerte con “inmensa ternura”, tocó, a la luz de los recuerdos, sin decirlo, el jardín de la infancia, obviamente Ibaguereña, poco de su poesía parece sacarlo del individualismo y de la subjetiva visión del mundo. Rico si en figuras, constelaciones, aciertos, palabras, insólitas creaciones.

 En el conjunto de su poesía es imposible determinar la identidad de patria. Esta no aparece, no se sabe si por fuerza de la prolongada ausencia o por los motivos íntimos que la suscitaron. Lejos de la identidad inicial Pardo García se consagra desde Méjico, para las letras universales, aludiendo apenas al llano y a la palmera, como valores de la colombianidad y del Tolima, donde vio su primera luz. Pardo García se mantiene en la primera etapa de su oficio, en la línea de lo tradicional y lo clásico; luego se reconoce a sí mismo en su lenguaje renovado, se sumerge en terreno cósmico, a través de lo que se califica de “audacias expresivas”.

En el Periodo que arranca de sus “Poemas contemporáneos” de donde se cristaliza ya el definido perfil poético de Pardo García y sobre el cual se van adelantando los severos juicios de la crítica. Charry Lara descalifica su poesía sobre la paz universal y las injusticias diciendo que los poemas “se resienten de verbalismo, aliento desvanecido, opacidad sin que asome en ellos el otro lado invisible de los seres y las cosas que aspiramos siempre descubrir en la poesía”.

Andrés Holguín, por el contrario, defiende la Obra de Pardo García y dice que: “este poeta múltiple posee una hondísima sensibilidad. Ha habitado muchos mundos sucesivamente, que él ha expresado fielmente en sus versos. Poesía a la vez de profundo contenido y de perfecta arquitectura. Es un cantor que auténticamente habla con los eternos problemas del hombre (…) nos lega unos cuantos poemas perdurables, de punzante angustia, unas cuantas estrofas donde “fulgura el recóndito misterio poético”. 

Su árbol lírico se levantó lejos de sus raíces del solar nativo. Es lo opuesto a Álvaro Mutis donde la persistente lluvia sobre los tejados de Cócora golpea su alma inquieta en a lejanía y desde allí evoca el trapiche, el paisaje, la visión interior tatuada por la tierra. A Mutis lo deslumbró el iluminado paisaje de nuestra Ibagué rural. Por ello, sin haber nacido en el Tolima, lo cantó en sus páginas de prosa poética ilimitable. Hasta el punto fue su amor por el paisaje de su infancia que en su testamento, en Méjico, determinó que sus cenizas fueran traídas a Ibagué para esparcirlas sobre la inquieta torrentera del río Coello-Cocora.

Juan Lozano y Lozano fue, ante todo, un combatiente de la libertad, y para realizar ese, su impalpable derrotero de poeta, de crítico literario, de guerrero en las fronteras, parlamentario, diplomático, orador, ministro y editor, jamás abandonó su estilo poético.

El arte era para él, una de las formas de combatir por la libertad, con idealismo apasionado. La dispersión de actividades privó a Colombia de cuajar en Lozano y Lozano uno de los más significativos poetas del siglo XX. Cuando estaba dedicado a combatir la dictadura desde los periódicos de los años cincuenta, fue él mismo quien definió su tratado de límites con la poesía y mostró su incidental relación con ella: “La poesía ha sido en mi, incidental ejercicio de la inteligencia, la he considerado como la más eficaz y agradable forma de distracción de los azares de la vida. Mis versos son más artísticos que poéticos; son la expresión de una persona culta, que se precia de conocer el oficio literario, que gusta de la estética de la vida, y que la ejercita ocasionalmente en la poesía. Ha elegido una ruda lucha de vida, y mis versos, en cambio, presumen de preciosos”. 

Sin embargo, fugaz en el oficio poético, fue fecundo en sus producciones, perdurables todas ellas y distinguidas por un evidente preciosismo en la presentación formal y una honda inspiración. “Los sentimientos elevados, la claridad del lenguaje, y la verosimilitud de las imágenes”, distinguieron, inequívocamente, sus trabajos poéticos como lo afirma Charry Lara. Joyería, es una elevada suma de la mejor poesía colombiana de todos los tiempos y una acabada demostración de perfección limpia y brillante en la estructura del soneto, como Memoria de un instante. 

Si la poesía colombiana arranca para la tradición reconocida en don Juan de Castellanos, la del Tolima tiene que partir de quienes en el siglo XIX dejaron con firmeza clara huella en sus obras, y por eso se incluyen en esta antología rescatándolos del olvido de muchos años.

Al escoger un dilatado periodo de la historia poética del Tolima no podemos por ello incurrir en la injusticia de deliberados olvidos o ausencias. En algunos casos hemos preferido contrariar nuestro gusto o chocar con nuestras íntimas predilecciones poéticas, para no poner en peligro el trabajo objetivo que nos impusimos. Hemos seguido la máxima de Hegel: “el hombre libre no es envidioso, admite de buen grado lo que es grande y se regocija de que lo grande exista”.

Todos los textos que aquí están, es porque son producto del talento de algún poeta y testimonio, así no sea el más afortunado, de una época de la creación literaria de nuestra región. No se puede hablar rígidamente de generaciones, escuelas, grupos, en el largo recuento de los poetas del Tolima; todos ellos, en las distintas esferas del prolongado tiempo que hemos recogido en este libro, están signados por un sello individual, o conectado con las escuelas que surgieran en la capital de la República y a la cuales, con explicable retardo, les llegaban también el viento saludable de las corrientes europeas. Es marcado, por ejemplo, el influjo de las generaciones españolas del 98 y del 27, sobre nuestros escritores. Miguel de Unamuno y Antonio Machado son los poetas que más relevante influencia tuvieron en algunos de los nuestros.

Y qué decir de Baudelaire, de Mallarmé, de Ronsard, de Verlaine, cuya predilección a convertir la poesía en universo autónomo contrapuesto a la realidad prosaica, irradió con la fuerza de su luz renovadora una pauta en la que se guiaron los colombianos de aquel tiempo.

Y los jóvenes del 27, en la España ensangrentada por las conflagraciones, Jorge Guillen, Pedro Salinas, Damaso Alonso, Federico García Lorca, Rafael Alberti, los sublimes “nietos de Góngora” que aterrando al viejo Juan Ramón Jiménez, su maestro indiscutible, le notificaban de su grito de independencia libertaria que de la madre patria llegaban a la tertulias bogotanas, al Ibagué de Camacho Ramírez, Darío Samper, Emilio Rico, Julio Galofre, Salvador Mesa, Fidel Peláez, Alberto Santofimio Caicedo, Jorge Alberto Lozano y tantos otros. 

Eran las generaciones llevando las modas europeas como el mejor escudo de la independencia en la palabra remozada y la libre creación. Ellos reconocían a Rubén Darío como símbolo, pero pretendían superarlo en lo nuevo; ellos, según Damaso Alonso, perseguían una “actitud de rechazo contra la retórica y los excesos del modernismo” pero afirmando que “no se alzaban contra nada”. 

Su meta trasmitida a los latinoamericanos, todos, podría resumirse en “hablar la plenitud de la intención poética”, de remilgos de la Academia y a pesar de las consignas de escuelas y capillas, ofrecen otros tantos puntos de acceso, de simpatía, de comprensión y de amor a los innominados lectores que por el nuevo sortilegio del lenguaje común, comienzan a intuir en los sentimientos y propósitos del aparentemente hermético creador de mitos y belleza.

Así como Luis Carlos López logra identificar en “ese cariño que uno le tiene a sus zapatos viejos” la pasión por la noble ciudad colonial de sus querencias, de la misma manera como el Sergio Stepansky creado por León de Greiff, juega o cambia su vida, identificado con la pasión de un pueblo antioqueño de viriles trabajadores, en notas poéticas ambas que rompen lo moldes de lo tradicional en imagen y palabras, en lo nuestro, la “Ibagué tierra buena, solar abierto al mundo” del maestro Bonilla, es identificada con el corte de lo clásico y de los cultores de Academia. Y así en los versos de don Víctor A. Bedoya, influidos al máximo por la fría loza de la poesía valenciana. 

Es una lástima tener que decir que muchos de nuestros talentos se estancaron en la lírica rígida de la “poesía pura” que al decir del maestro Zalamea se quedaron de “poetas estreñidos que sólo expelen sonetos de aire y cancioncillas gaseosas (…)”.

Los de demarcado tinte romántico e intemporal que por ello no fueron intérpretes. Sus versos leídos hoy como antes, producen la misma sensación de intrascendencia, de repetición, de medianía. Dejamos al lector, para no entrar en polémicas por nuestra condición de arqueologistas, el criterio sobre esas apreciaciones. 

Figuras como Nelson Romero, Doris Ospina, Daniel Montoya, Luz Mery Giraldo, Esperanza Carvajal, Mery Yolanda Sánchez, María del Rosario Laverde y Ricardo Torres Correa, con su más reciente poemario “Borrar todos los Nombres”, con el cual obtuvo el Premio Ibagué literaria 2021. De este libro expresó el reconocido crítico Literario Federico Diaz Granados: “No se borran esos Nombres, sino que se reinventan, con una luz diferente”. Coincidimos con este autor, cuando leemos en el libro de Torres Correa lo siguiente: “Hilos con que se cose la ignominia en la boca de los desaparecidos (…) un destello de luz y de sabia sustancia que se esparce en las márgenes del patio (…) algo se quedó en el inmenso solar de la primera casa que habitamos con mis Padres, algo que intento recordar y no puedo”. Con inspirada y conmovedora sencillez, el poeta remata: “Sin embargo soy feliz, sólo necesito un poco de lluvia “.

Idéntico mérito poético encuentro en Daniel Montoya cuando expresa: “Y nosotros nos apagamos, sin tiempo de saber qué material es nuestra luz”. En su canto a Jefferson, este mismo autor en encendida protesta poética sentencia: “Entre una Ciudad y un campo de maíz tensan hilos de metal. En ellos cuelgan los cuerpos de niños, mujeres y hombres negros, como si fuera la ropa sucia de los Estados Unidos.”

Estas palabras, cómo un látigo indignado, demuestran sin duda que este poeta leyó a Faulkner y a Whitman. Este autor nacido en el Meta, pero adoptivo del Tolima, nos invita a admirarlo cuando expresa: “Almas a las que uno tiene ganas de asociarse, como una ventana llena de sol”.

Doris Ospina, desde su exilio voluntario expresa: “me crie por obra y gracia del azar. Las heridas fueron mis raíces y la ausencia mi pan. Una nube negra alumbra mi casa, el silencio fue mi pariente y el miedo mi cómplice. La Felicidad vino en dosis pequeñas, pero al verme se asustó.”

La obra poética de Luz Mery Giraldo ha recibido significativas distinciones, como el Gran Premio individual de Poesía “Vidas de Poesía encurtea de anyes 2013”, Premio Nacional Casa Silva, por la obra “La Poesía como una casa” en 2011.

Me ha seducido, su poema “Tejer la vida”. Leyéndolo recordé a Antonio Machado: “Tejes y destejes Penélope, la vida que avanza y retrocede y da vueltas en redondo y pasa sin que nos demos cuenta, pasa“. Como decía Aurelio Arturo, el enorme poeta de “Morada al Sur”, “Esto es poesía” indudablemente.

William Ospina, admirador de la obra Poética fundamental de Aurelio Arturo “Morada al Sur “, tuvo también su morada, pero al Norte del Tolima. Nació entre la niebla, los frailejones, la torrentera traviesa de quebradas y de ríos, en medio de la naturaleza pródiga y desmesurada de la alta cordillera de su natal Padua. Oyendo el rumor del viento en fríos páramos y el golpe persistente de la lluvia sobre los tejados de Zinc, las notas melancólicas de valses, tangos y boleros, en la guitarra prodigiosa de su padre don Luis, músico y político, en las largas noches de Luna llena y estrellas vírgenes en el cielo infinito y solitario.

En ese ambiente propicio, tuvo que haber nacido su sorprendente inspiración de mago de la palabra, arquitecto de la metáfora y dueño de un lirismo puro, que se condensó inicialmente con sus poemarios Hilo de Arena, La Luna del Dragón, y El País del Viento, Premio Nacional de Poesía Colombiana en 1992.

Pero el alma estremecida de poeta ronda al autor de importantes novelas, sesudos ensayos, y polémicas columnas de opinión en el diario El Espectador. En Ursúa, Las Auroras de Sangre, El País de la Canela, La Serpiente sin ojos, y especialmente en Guayacanal, serpentea múltiple y fecundo el tono poético.

De sus contemporáneos Tolimenses es, sin duda, la pluma más reconocida, admirada y prestigiosa. Quién como orgullo de nuestra tierra, ha escalado en estos dos Siglos las máximas alturas del reconocimiento de los premios Literarios y de la crítica Nacional y extranjera, así como una inmensa legión de lectores. Muestra fundamental de estas afirmaciones es la publicación de su obra poética en España.

En una tertulia íntima, en el recinto amurallado de Cartagena de Indias, comentamos junto con Gabriel García Márquez, su cercano amigo Guillermo Valencia, Presidente de la academia de Medicina, del poeta Félix Turbay, así como de los Presidentes Honorarios de la Academia de Historia, Arturo Mantso Figueroa, Vicente Martínez Emiliani y Carlos Villalba Bustillo, las obras Literarias de la Nueva Generación, que en los años 90 comenzaban a proyectarse en el firmamento de las letras Colombianas.

Luego de escuchar diversas opiniones de sus contertulios, y haciendo uso de un prolongado silencio, García Márquez se levantó y dirigiéndose a mi manifestó: “Este paisano tuyo William Ospina es para mí el mejor de todos. Es el llamado a permanecer. Tiene talento, imaginación y manejo impecable del Idioma”.

El vaticinio de Gabo se ha impuesto con el tiempo. Pasados más de treinta años, de su ocurrencia, resulta asombrosa la precisión. De ahí que, en esta Antología de Poetas del Tolima tengamos que exaltarlo con justicia y merecidamente, más allá de los sentimientos de paisanaje, amistad y admiración personal, que nos une en común.

Aun cuando la poesía fue para ellos, en su existencia, “un oficio incidental”, como afirmó alguna vez Juan Lozano y Lozano, aludiendo a su obra “Joyería“, autores incluidos en esta Antología, cómo Armando Gutiérrez Quintero, Nelson Ospina Franco y Edgardo Ramírez Polanía, pese a su entrega al servicio público, lograron, sin embargo, una breve cosecha poética.

Toda antología suele ser, por su carácter selectivo, un acto de arbitrariedad de sus autores. Sin perder la verdad de este concepto, Carlos Orlando Pardo y yo soñamos con realizar la de los poetas del Tolima, que no existe en extensión, dimensión y densidad como la que pretendemos darle a esta obra, corridos 22 años del siglo XXI.

Los territorios superiores de la poesía, la devoción por nuestro paisaje, la pasión por la tierra, el eco de nuestras canciones y la visión y la presencia perenne del amor y la mujer, alejaron definitivamente de nuestro espíritu, la escoria del odio, la frustración, la pequeñez y la amargura.

La rosa viva de la poesía, mi fiel compañera en el camino de la existencia, con su hálito generoso y tierno, nos libró de la influencia de los negros heraldos que corresponden al tránsito de ciertos espíritus. Por eso nos mantenemos fieles a la línea diáfana de Paul Eluard: “Por el cedazo de la vida haciendo pasar el cielo puro” cerca, muy cerca de la misteriosa e indefinible razón de los poetas.

Esta hazaña, al igual que la realidad de la antología que hoy entregamos al gran público lector, no se hubieran logrado sin la pasión de leer y escribir poesía, desde la lejana infancia hasta hoy. El alma poética nos ha permitido caminar entre los peligros y los azares de la vida pública, pasar por el círculo de fuego de las injusticias y las persecuciones y poder afirmar, finalmente, con el mejicano Alfonso Reyes que, “cuando llegan las oscuras voces del desconsuelo, mejor es desoír, mejor es olvidar.”

Ibagué, septiembre 6 de 2022

​​​​​Exministro de Estado y Senador de la República, miembro de las academias de

Historia del Tolima y de Cartagena de Indias.

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