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La democracia como nihilismo

La democracia como nihilismo

 

Lo que cuento es la historia de los dos próximos siglos. Describe lo que sucederá, lo que no podrá suceder de otra manera: la llegada del nihilismo. Esta historia ya puede contarse ahora, porque la necesidad misma está aquí en acción. Este futuro habla ya en cien signos; este destino se anuncia por doquier; para esta música del porvenir ya están aguzadas todas las orejas. Toda nuestra cultura europea se agita ya desde hace tiempo, con una tensión torturadora, bajo una angustia que aumenta de década en década, como si se encaminara a una catástrofe; intranquila, violenta, atropellada, semejante a un torrente que quiere llegar cuanto antes a su fin, que ya no reflexiona, que teme reflexionar.

Nietzsche, prefacio a La Voluntad de Poder, 1888.

                                                       

 

Federico Nietzsche captó a la perfección la decadencia histórica de la llamada sociedad occidental y cristiana; predijo el porvenir y las posibilidades del “progreso” y de la democracia. El deplorable estado actual de la democracia en el mundo así lo certifica: vivimos su fracaso, el descrédito de sus supuestos “valores”, que se expresa no sólo en la corrupción y en la vileza de sus dirigentes, sino en el generalizado apoliticismo de las masas, en el desencanto y la resignación de unos ciudadanos cada vez más alejados de los intereses públicos. Apoliticismo, resignación y una desengañada aceptación del statu quo, son las principales características de los habitantes de las sociedades demo-liberales, sometidos a la más terrible docilidad y domesticación, bajo unos regímenes que orgullosamente se proclaman como la expresión final de la historia.

Se trata de una democracia que logró despolitizar la población, ahuyentando a los ciudadanos de la política y dejando esa actividad en manos de reducidos círculos de pequeños seres humanos ambiciosos, mediocres y corruptos, comprometidos solamente con el pragmatismo cínico de sus intereses personales, cuando no con los intereses imperiales.

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El fascismo que solía ser explicado como un horroroso fenómeno “aislado” que respondía a causas muy determinadas, propias de un tiempo y de unos países, de hombres perversos y de mentalidades oscuras que poco o nada tendrían que ver ya con nosotros; con “extraños” planteamientos xenófobos, racistas, nacionalistas, autoritarios, totalitarios… Ese fascismo que se nos presentaba como la antítesis de la democracia, hace ya tiempo que “contaminó” desde dentro el contemporáneo régimen liberal ya universalizado, es más, desde siempre habita en las entrañas mismas de la democracia. Sólo que hoy las reglas del llamado Estado Social de Derecho, han sido sustituidas por lo que se consideraba “excepción”, ese umbral de indeterminación entre la democracia y el absolutismo, que pasó a convertirse en el “paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea”. Como lo expresa Pedro García Olivo: “El "fascismo" no se percibiría ya, desde esta plataforma conceptual, como un "horror" enterrado para siempre en el pasado; sino como una opción para el Capital, una mera alternativa funcional a la Democracia, monstruo sustitutorio que muy fácilmente puede re-visitarnos, una baza a la que jamás renunciarán las burguesías dominantes...”

El fascismo no se puede seguir entendiendo como un ‘horror’ enterrado para siempre en el pasado; ha sido y es una alternativa permanentemente paralela y funcional a la llamada democracia. Está ahí presente, siempre ha estado ahí, porque, inexorablemente la democracia liberal ha conducido a un fascismo de nuevo tipo, hoy  mundializado, y que tiene sus fundamentos conceptuales en las propias teorías de la Ilustración ya puestas en evidencia.

                                     

Se trata de un fascismo “nuevo” con un formato distinto al “antiguo”, pero idéntico en sus caracteres básicos: subalternidad de las gentes, amplio despliegue de símbolos, alegorías y emblemas, movilización total de las masas, manipulación mediática de las emociones de los sectores populares, promoción de supuestos esfuerzos abnegados, inteligentes y “patrióticos” de las tan permanentes como agresivas fuerzas armadas, ausencia de oposición, carencia de crítica y de resistencia; cooptación generalizada, es decir, ‘docilidad’ de la población; expansionismo, afán de universalización, belicismo y voluntad de exterminar todas las diferencias (culturales, psicológicas, políticas, económicas...) bajo el manto del pensamiento único, uniformador. Vivimos todo ello superpuesto en el aparato político de la llamada democracia (elecciones, parlamentos, ramas del poder, partidos, prensa, etc.); fascismo democrático instalado ya cómodamente en nuestras sociedades...

Ese calor de masas, esas movilizaciones, ese fervor que acompañó a los fascismos antiguos, hoy parece sustituido por una total  “falta de entusiasmo”, por la despolitización de la sociedad debido a la práctica insulsa del liberalismo político. Hombres y mujeres nominalmente demócratas, pero cada vez más decepcionados, carentes de entusiasmo, desilusionados, desencantados y aburridos, habitando en este “parque humano”, en medio de tendencias bestializantes, pero disfrazadas de humanizadoras; en estas sociedades que soportan lo que Zigmunt Bauman ha denominado una “vida de consumo”, en donde nosotros mismos nos tasamos y ponemos en venta, según las exigencias del mercado, convirtiéndonos en aptos para el consumo, conforme los estándares establecidos.

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El animal humano ha sido regulado, domesticado, habilitado para soportarlo todo sin experimentar emociones de disgusto o de rechazo; seres humanos manejables, incapaces ya de “odiar lo que es digno de ser odiado y de amar lo que merece ser amado”; hombres amortiguados a los que desagrada el conflicto, ineptos para la rebelión, que se extinguen en un escepticismo paralizador, resuelto como conformismo y docilidad; hombres que no han sabido intuir los peligros de la sensatez y la cordura y mueren sus vidas en un sistema de entrega y capitulación, unos por miedo y otros por placer.

                                      

Hasta el pensamiento político contestatario y anticapitalista ha derivado hacia posturas conservadoras o estrechamente reformistas. Desde supuestas “posiciones de izquierda”, se pretende universalizar el liberalismo y su noción de “democracia”. Desencantados ex-revolucionarios de ayer, hoy son soportados  porque sólo hacen uso de un criticismo amortiguado, porque no cuestionan a fondo el sistema. Son ya reinsertados y aceptados; a fin de cuentas no representan ninguna amenaza al poder estatuido. Con sus gestos residuales de izquierda, conforman lo que Antonio García Nossa denominó en su momento con tanta lucidez como las “disidencias tácticas”; aquellos movimientos distractivos encargados, en última instancia, de fortalecer el poder de las oligarquías que los toleran y alientan, porque logran captar la inconformidad de los sectores populares, volviéndola adaptación sumisa y resignación.  

Nuestra civilización, nuestra cultura, en su fase de decadencia nihilista -y, por tanto, de escepticismo y conformismo-, ha proporcionado a este nuevo modelo de “democracia” los hombres moldeados durante siglos desde los diversos aparatos ideológicos, en particular desde la escuela: avezados en la tramposa técnica de la competitividad y de la  delación, pero, además, capaces de vigilarse, censurarse, castigarse y corregirse, atrapados en “el cumplimiento del deber”, la “debida obediencia”, “el acatamiento a las leyes” y en la “responsabilidad”, según las expectativas impuestas por las normas de convivencia establecidas por los grupos hegemónicos.

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