Opinión
Sofía
Por John César Morales - Administrador de Empresas-Comunicador Social
Tengo que empezar diciendo que escribo esta columna hoy con lágrimas en los ojos y con una profunda contradicción de mi objetividad periodística, pero hay momentos en que uno debe dejar salir al ser humano que esencialmente es.
Ni siquiera quienes tenemos la enorme fortuna de ver crecer a un ser tan maravilloso como es una niña, en su empaque diminuto de ternura, recibiendo diariamente sus ocurrencias y cariño genuino, podemos llegar a dimensionar cuánto dolor y angustia debió soportar la familia de Sofía, la pequeña de doce años, encontrada hoy, vilmente asesinada en el Valle del Cauca.
La niña salió hace días a comprar un shampoo para su perrita y no regresó, ¿cómo puede uno dormir, comer, seguir por la vida sintiendo esa ausencia, ese sofoco en el pecho, esa rotura de todo?, ¿cómo puede quién o quiénes lo hicieron, continuar en su rutina, arañados por las garras de su crueldad, perseguidos desde adentro por la voz de su maldad, por la conciencia enrostrándoles a cada segundo las imágenes de su miserableza?.
Estamos rodeados de gente mala, de gente con máscaras, manifestó la mamá de la niña y entonces recuerda uno, los muchos casos que han pasado y seguirán pasando, en donde los macabros perpetradores de la muerte fueron allegados, vecinos, cercanos a sus inocentes víctimas. En mi código moral no cabe la acción de llegar a realizar lo que estos salvajes, demonios, despojos de la humanidad, han hecho contra esta criatura, se imagina uno sus gritos de auxilio, su ahogo, su ultimo suspiro, y no, no encuentra uno nada de qué asirse o agarrarse para entender o perdonar.
Estos hechos desbordan lo que uno entiende por justicia y sabe que ni las penas más severas impedirán que sigan sucediendo estas cosas. Los peritos forenses, expertos y demás, encontrarán las conexiones mentales y comportamentales que llevaron a estos desdichados a actuar de manera bastarda y si, los abogados intentarán demostrar que su defendido es una buena persona que sufrió de traumas tal vez, pero nosotros como sociedad sabemos que ni la desgastada y anacrónica pena de muerte puede amurallar a nuestros niños, del asedio muchas veces paciente de los depredadores disfrazados de bondad.
El asesino de Juliana Samboní, por ejemplo, un individuo educado, rompió con el patrón de hacernos creer que son solo los marginales los capaces de semejantes crímenes y ni que decir del insondable Garavito, al cual su ojo, cansado de ver la cara del espanto y de la muerte de sus pequeñas víctimas, prefirió podrírsele desde adentro.
El asunto creo, pasa más por el tipo de sociedad a la que pertenecemos, en donde desde siempre, el desprecio por la vida se ha vuelto un asunto cotidiano, insensibilizarse y sobrevivir se han vuelto los preceptos grupales, y así como en política campea ese estribillo socialmente aceptado de “robó pero al menos hizo algo”, cuando asesinan a alguien, nuestro diablillo moral salta a decir “quién sabe qué debía” y así vamos por el mundo mirando para el otro lado, porque eso de ser una sociedad colectiva no nos tocó a nosotros.
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