Opinión
Sebastián Piñera, Lenin Moreno, Bolsonaro, Uribe, Duque: La banalidad del mal
La noción del mal, que antaño se representaba mediante la poderosa y escalofriante figura del diablo que metafísicamente constituía un elemento de controversia y debate entre los filósofos y los teólogos, y que incluso, bajo la pertinaz influencia del pensamiento cristiano, ha prohijado la aparición de muchísimas expresiones y reiteraciones literarias, de variada calidad, ha adquirido un particular interés no exento de abstracciones teóricas, a partir de los análisis y las tesis expuesta por Hannah Arendt, referidas a la denominada “banalidad del mal”.
El mal, ese ente metafísico que ha acompañado por miles de años el devenir histórico de Occidente, pareciera que cobra otra eficiencia y una nueva vida, ahora de carácter pragmático.
La teología siempre intentó explicar la existencia del mal, acudiendo a la teoría de la existencia incuestionable de un Dios bueno. Tanto la filosofía judía, como la cristiana, atribuyen el mal a la acción directa de la voluntad humana, que fue creada libre por Dios. El mal es, entonces, una violación a la ley de Dios por parte del hombre y en última instancia por influencia de ese personaje metafísico, inframundano, llamado Satanás.
Apartándonos de la hipótesis teísta, para tratar de explicar racionalmente el problema del mal, aceptando solamente hipótesis naturales y sociales, se podría ensayar un diálogo crítico con referencia al pensamiento contemporáneo, entendiendo que lo que se considera “el mal” posee raíces culturales, sociales, económicas y políticas. Sería este un ejercicio teórico y político que debe significar, por supuesto, la superación de todo optimismo metafísico, rebasar la idea de que nos encontramos en “el mejor de los mundos posibles”, como ya fue confrontado de manera profundamente crítica por Voltaire, que descartó mordazmente, tanto el desbordado optimismo metafísico de Leibniz y de Wolff, como el de muchos de los enciclopedistas que predicaban el poder invencible de la razón y la confianza en el progreso que anhelaban, sustentados en las que consideraban infinitas posibilidades de la ciencia y la tecnología.
En gracia de esta discusión y partiendo de la aceptación de que el mal existe al igual que existe el bien, aceptando también que, en líneas generales sabemos qué significa hacer el bien o hacer el mal, habría que modificar el cuestionamiento filosófico: se trata, específicamente, de averiguar ¿de dónde proviene el mal sociológico, la maldad humana?
Hannah Arendt en su libro “Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal”, luego de analizar, durante el juicio realizado a este criminal, las diversas situaciones y circunstancias reveladoras del holocausto nazi, de ese proceso racionalista de matanza administrada, que comprometió a toda la sociedad alemana, llega a la desgarradora conclusión de que, “Eichmann no constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral”, que “precisamente hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. Asimismo, que la inmensa mayoría del pueblo alemán creía en Hitler, que eran plenamente conscientes de los lineamientos estratégicos de sus líderes y que confiaban en sus planes para la realización histórica de su destino como pueblo, que todos los jerarcas nazis encargados de este proceso masivo de exterminio, que eufemísticamente denominaron “la solución final”, poseían títulos universitarios, y que “la maquinaria de exterminio había sido planeada y perfeccionada en todos sus detalles mucho antes de los horrores de la guerra…”. Incluso, asevera Hannah Arendt, algunos judíos, como obedientes ciudadanos cumplidores de la ley, colaboraron eficientemente en proyectos técnicos y tecnológicos para la construcción de las cámaras de gas.
En conclusión, dice, que todo este proceso criminal se cumplió bajo el ordenamiento educativo, jurídico y legal, de un Estado que asumió el crimen como un deber, y como fundamento de realización de su proyecto histórico.
Aunque este estudio no se presentó como un tratado sobre la naturaleza del mal, si buscaba explicar las consecuencias deshumanizantes que tiene la conversión de los seres humanos en simples “ruedecillas de una maquinaria administrativa” que les lleva a la total trivialización o “banalización” del genocidio, lo que significa, según Hannah Arendt que Eichmann “…actuó en todo momento dentro de los límites impuestos por sus obligaciones de conciencia”. Se trató, pues, de un individuo común y corriente, superficial, promedio, que pareciera estar supeditado al imperativo categórico kantiano, un personaje que asumió sus actos dentro del marco moral trazado de manera regulada y homogeneizada, por el Estado nacionalsocialista. Un ser humano, como tantos, diseñado y formado desde la familia y la escuela, conforme a los intereses del poder.
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