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Opinión

País de sordos

País de sordos

Por Carlos Pardo Viña | Escritor y periodista


Los diálogos dejaron de existir en el sentido de construir entre dos algo diferente, y se convirtieron en el espacio en el que intentamos convencer al otro de sus equivocaciones. ¿Cómo llegar a un acuerdo cuando llegamos con la firme convicción de que el otro está errado? La conversación, en estos términos, es absolutamente inútil. Moldeamos los hechos, creamos relatos y justificamos únicamente lo que a nosotros nos parece ético. Apegados al maniqueísmo de que sólo existen dos posibilidades, el paraíso o el infierno, nos creemos los herederos de los cielos, mientras que los demás sólo son paganos miserables que deben ser condenados al caos y la barbarie. Ridiculizamos al otro, con la esperanza de que no sea jamás tenido en cuenta en esta tierra que sólo pudiera pertenecer a quienes piensan igual.

En este país polarizado, no entre dos bandos sino fragmentado en cientos de miles de posturas, el acuerdo parece una utopía. Y mucho más cuando no hemos sido capaces de escuchar al otro. Enamorados de nuestras posiciones y presos por nuestras ideologías, el único camino posible ha sido, a lo largo de nuestra historia y a costa de lo que sea, imponer a sangre y fuego nuestras ideas y nuestra manera de ver el mundo.

Es cierto que hay temas fundamentales en los que no se puede transigir como la vida, la libertad y la dignidad; es cierto que no se puede cohonestar con la corrupción y la guerra que las impiden, pero explorar las visiones de los demás es una necesidad vital para los tiempos que corren. Es cierto que no debe resultar fácil conversar más de diez minutos con la Valencia o con la Cabal o con el Lafaurie  y que escucharlos es una afrenta justamente para la vida, la libertad y la dignidad que intentamos defender, pero es justamente a quienes se opone a nuestros pensamientos y a nuestros sueños, con quienes debemos dialogar… no para convencerlos (eso no sucederá jamás), no para que nos convenzan (eso es un imposible) sino para aprender a coexistir.

El diálogo no es tibio. Es la posibilidad de encontrar nuevas salidas justo cuando todo parece estar cerrado y trancado por dentro. Desperdiciar la oportunidad de escuchar al otro, es descartar la posibilidad de crecer. De nada servirán las vidas sacrificadas, si al final de estos tiempos oscuros, no aprendemos a buscar maneras diferentes de convivir. La democracia es reconocer al que disiente. El estado no lo ha hecho. Ha criminalizado la protesta, ha despreciado las voces diferentes a la suya con la disculpa atroz e infantil de que el narcoterrorismo y Maduro y las Farc y Petro mueven los hilos. No quieren oír a una generación que no aguanta más abuso, más corrupción, más desigualdad. Están sordos. No lo seamos nosotros, porque la justa y necesaria protesta social no puede convertirse en un paisaje que ya nadie mira. No podemos convertirnos en lo que detestamos, no nos podemos enamorar de nuestra propia voz, también tenemos que escuchar al otro.


La columna escrita por Carlos Pardo Viña no representa la línea editorial del medio El Cronista.co

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