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Opinión

Hernán Altuzarra del Campo: otro escritor que dijo adiós

Hernán Altuzarra del Campo: otro escritor que dijo adiós
Por Carlos Orlando Pardo

Nos tomó de sorpresa la noticia sobre la muerte del escritor tolimense Hernán Altuzarra del Campo. Lo conocí en 1972 cuando siendo secretario de educación del departamento presidió, junto al rector de la Universidad del Tolima, Rafael Parga Cortés, el acto donde mi hermano Jorge Eliécer y yo presentábamos Las primeras palabras, nuestro libro inicial de cuentos. De ahí en adelante nació una larga amistad, puesto que Altuzarra también era cuentista.

Empezó publicando sus mini ficciones en la revista El Cuento que dirigía en México Edmundo Valadés y perteneció al taller de escritores fundado por Isaías Peña Gutiérrez en la Universidad Central, en cuya revista Hojas universitarias, aparecen algunas de sus colaboraciones. Tal vez el hecho que lo disparó a ser conocido en el país, fue el de haber ganado el primer premio en el concurso de cuento del Magazín Dominical del diario El Espectador, con motivo de sus cien años, precisamente con El Ataúd, un relato que hizo época por la capacidad de síntesis y la belleza triste de lo que cuenta. Fue importante su presencia en la Narraciones hispanoamericanas de tradición oral, publicado en España donde obtiene el título de finalista y luego de su jubilación como magistrado de la Corte, cuyo Consejo Nacional de la Judicatura presidió y desde donde expidió sentencias que hicieron carrera, que el escritor y amigo se perdió de la vida literaria. Recuerdo nuestra celebración con motivo de su inclusión en  la antología Trece nuevos cuentistas colombianos que publiqué en Pijao y quedamos con la promesa del envío de su libro de cuentos.

 

Nació en Ibagué en 1938 y publicó inicialmente el volumen Varias reinas y una voz, en 1972.  Realizó luego un estudio sobre el poeta Martín Pomala que aparece en el libro El Tolima a cuatro voces, editado por Comfenalco. Murió el 8 de octubre pasado en Bogotá y nos duele sinceramente su partida.

 

El ataúd.

Hernán Altuzarra del Campo


 

Vicenta enviudó a los cincuenta años de vida y a los veinticinco de amor. Heredó tres varones, una epiléptica y una pequeña finca que produjo para todos, gracias a su intuitivo gobierno matriarcal.

Los hijos trajeron a sus mujeres y a sus pequeños. Y pasó el tiempo. Cuando celebró los sesenta años, se regaló un elegante ataúd que destinó para sus segundas nupcias, con la muerte. Lo colocó en el mismo sitio de la sala en que doña María Tere Clara de Echegaray y Puig colocaba la señorial ortofónica en la suya.

La caja fúnebre ahuyentó de la casa a las comadres por un tiempo, aunque terminaron tan familiarizadas, que la convirtieron en costurero de sus diarios enredos.

Cierta vez lo prestó para el entierro de un joven vaquero que murió por dos trenzas nuevas. Pronto lo compró más suntuoso. También sirvió para las exequias de la parturienta empeñada en complacer al esposo que buscaba la docena. Al día siguiente lo readquirió modernizado. Cuando estaba ya septuagenaria, lo facilitó para los funerales del vecino que enmudeció al diálogo de escopetas y fusiles. Orgullosa lo repuso. Y hubo otras muertes.

Llegó el día de celebrarse los cien años, y en medio del banquete familiar que los festejaba, se levantó hierática, exclamando: “Vestiré de gala”. Y murió sin complejos, como los niños que juegan a la vida.

Se organizó el funeral, pero… ¡Qué contrariedad! La víspera, Vicenta había donado su ataúd para el vagabundo sin dolientes, y no había tiempo de traer otro del lejano pueblo, así que la familia decidió enterrarla entre flores silvestres y helechos campesinos.

Inicióse el cortejo, y todos sorprendidos vieron un fino ataúd de cristal que la envolvía, como un bloque eterno de hielo purísimo, destellante. Asombrados, comentaban el enigma sin explicárselo, cuando de repente la epiléptica, iluminada y pálida como el cirio que llevaba, gritó:

“¡Está envuelta por el espíritu transparente de los muertos!”.

 

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