Por: Edgardo Ramírez Polanía

Es común, que toda persona tenga un sufrimiento, una preocupación, una esperanza, un problema, cuando es amado, odiado, o perseguido, en esa compleja combinación, que resulta más allá de los principios, los conceptos y las leyes, que es lo que acentúa la existencia personal y la realidad universal integrada por las emociones y pasiones que integran la vida humana.

Existen, además, expresiones de alegría como el bienestar espiritual, el temor ante situaciones adversas que afectan la individualidad, como el peligro físico y pasiones negativas como el odio, que rompe los lazos familiares y sociales, las injusticias y confrontaciones que motivan las guerras por disputas políticas, económicas, religiosas y territoriales.

Esas confrontaciones tienen su causa en que las personas no pueden ponerse de acuerdo sobre la exacta significación de los derechos, que dan origen a las diferencias, los egoísmos, los instintos predominantes y sus encontrados intereses, que muestran la índole canallesca de unos sobre otros, porque no son las ideas, no son los conocimientos, sino las bajas pasiones las que ponen en contacto a quienes violan los derechos, por la falta de esa esencia de constitución moral, de civilidad y valores que originan la barbarie.

Las desavenencias terminan en confrontaciones, que han sido y serán esa lucha perpetua, donde salen victoriosos el bien y el mal en diferentes momentos, en que se impone el bien, en definitiva, por la inteligencia y la razón, que son la vida misma y que nos señala el camino para evitar los conflictos del mundo que se resisten en desaparecer y ensombrecer los corazones y alumbrar los cielos con los misiles de muerte y terror.

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Es evidente la incertidumbre a nivel global por las confrontaciones de las guerras en Medio Oriente, entre Israel y Palestina, en Ucrania y Rusia que pueden afectar las economías del mundo por las posibles intervenciones de China, Irán y Corea del Norte. En nuestro hemisferio, Venezuela, Colombia, Nicaragua, Ecuador, se encuentran azotados por la corrupción y el crimen organizado, que afecta los hogares e impulsa la miseria y los conflictos sociales internacionales.

La incertidumbre por el bienestar personal y social atenta contra la felicidad de las personas, ese estado mental de plenitud necesario para vivir, con saber que se respetan sus derechos fundamentales y ante todo, con la tranquilidad necesaria que los gobernantes cumplan los fines para los cuales fueron elegidos y no malversen los recursos públicos, porque no han existido eficaces medios jurídicos sancionatorios sino instituciones políticas que los encubren.

Algunos analistas dicen, que ningún gobernante colombiano ha podido en los últimos cinco lustros, representar el espíritu de tranquilidad social, la índole ni la voluntad para adecuar los actos de gobierno al sentimiento y necesidad de los colombianos. Como tampoco, que hayan trazado por sí mismos, la línea general de la conciliación cautelosa de los contrastes, de la sutil graduación de los matices sociales y adecuar el Estado al servicio de las gentes menos favorecidas de la fortuna.

Nos encontramos ante un año más de incertidumbre, en que los ciudadanos aspiran que se les devuelva la confianza de vivir tranquilos para su progreso y terminar con ese cósmico repudio contra el Estado, por la corrupción y confrontación de una misma clase política que hace 200 años han sido la causante del desastre nacional.

Todavía existe remedio, dicen los que saben, dando un giro pronto y radical en las relaciones humanas y el manejo de los asuntos públicos, que requieren de un verdadero cambio de toda la estructura del Estado, en sus aspectos políticos, económicos y culturales, creando nuevas formas de desarrollo productivo y convivencia social, para restablecer el Estado carcomido por la inseguridad y la corrupción, con el objeto de que impere el progreso y la paz social.