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Un día como migrante en la carretera

Un día como migrante en la carretera

Por Lorena Machado


Valentina Jiménez y su familia viven en un lote de la vereda Altos del Combeima, por la vía que de Ibagué comunica con el corregimiento El Totumo. Su hogar está cubierto por plástico. Son 18 personas en su familia. 18 venezolanos. Ocho niños y diez adultos. No cuentan con servicio de gas, ni condiciones dignas de vida. Esa gran familia se subdivide en tres. Sin embargo, quien trae los alimentos en la semana es Valentina. Nadie los contrata así que tiene que pedir en las calles.

—No se puede llevar agua y mejor que no vaya en short o blusa de tiras. Póngase un busito manga larga, lo más viejito que tenga, me dijo. Algo de bloqueador y listo —me dijo cuando le propuse acompañarla a buscar lo del diario.

Según la plataforma R4V, más de seis millones de personas abandonaron Venezuela y la mayoría, cerca de unos 5 millones, migraron a otros países de Latinoamérica, siendo Colombia el principal destino. En Ibagué se estima que a febrero de 2022, hay cerca de ocho mil venezolanos, según aseveró Óscar Berbeo, secretario de Gobierno.

Sobre las 11:00 a.m. llegamos a la variante. Había taxis parqueados en la nueva bahía, pero nuestra ubicación fue el separador antes de empezar el puente. A bordo, Jeremías, el bebé de Valentina. Nos sentamos a esperar quién nos diera alimentos. Eso de pedir cosas en la calle era nuevo para mí. Ella me explicó que hay que hacer señas con las manos y gritar cuando van pasando los carros. Dejé que ella lo hiciera y me enseñara. Vi la cara de discriminación de muchos pasajeros y conductores.

Cerca de las 12:00 a.m. teníamos $3.000 y dos manzanas. Pero en casa había 16 bocas que alimentar. Ella me ofreció una y le dije que yo comería en casa, que guardara eso para su familia. Velotax. CootransFusa. S26. AutoFusa. Cootransnorte… contar carros daba sueño y el sol estaba haciendo de las suyas. La mente empieza a jugar en contra del tiempo y de las miradas. Los pensamientos se vuelven en contra nuestra, proyectando los mayores temores y haciéndolos fuertes. La vida allí, aunque sean minutos u horas, es indignante.

Valentina es de Barinas, Venezuela. Salió de su país junto con su hija y su esposo Alberto, dos años mayor que ella. Llegaron a Bucaramanga en dos semanas, tiempo que les tomó caminar hacia la capital santandereana. Allá, dijo, la gente no era amable; de hecho, los insultaban frecuentemente y los acusaban de acabar con Colombia. Las amenazas no tardaron.

En Ibagué tenían un amigo. Decidieron movilizarse a la Capital Musical de Colombia. Llevan dos años y lograron acomodarse a tres casas de la mía. Su esposo solía trabajar vendiendo agua, gaseosa y Vive 100 en el puente pero se accidentó en una moto y por eso ella es quien “trabaja” para llevar alimentos a casa.

—Con 8 niños en un hogar, nadie se puede dar el lujo de llegar con las manos vacías, —dijo—. Uno aguanta, pero ellos no.

Tener tres comidas al día es un lujo que pocos se dan. La familia Plazas Jiménez come, por suerte, dos veces diarias.

—Aquí en este puente se ve de todo. A mí me han escupido, a mis hijos los llaman venecos de mierda. Uno de padre no aguanta tantos malos tratos para los hijos, y menos para dos que apenas son bebés. Ellos no entienden. Ellos no están aquí por gusto y nosotros tampoco. Lastimosamente nos categorizan por el acento y por no tener dinero en los bolsillos. Estamos aquí por nuestros hijos y son ellos quienes más reciben las palabras de rechazo de la gente.

La cara de la mujer se transfiguró. La sonrisa que suele tener pasó a una mueca irreconocible y profunda. La tristeza la inundó.

—¿Qué pasa si hoy no conseguimos víveres?—pregunté.

—Mañana nadie comerá.

Como si fuera una señal divina se parqueó un automóvil negro. Ella se fue corriendo y una mano se asomó de la ventana con una bolsa blanca. Sonó el pitó y se fue. Al regreso ¡Bingo! medio pollo asado aún caliente. Olía rico pero no le podía privar el privilegio a varias bocas de tener algo que comer al rato. Tal vez llevaba desde el día anterior sin comer, porque al cabo de dos minutos solo había huesos en la bolsa.

Bueno. Es hora de gritar.

—Ayúdenos, somos de Venezuela y no hemos comido.

Nunca sentí tanta vergüenza. No por las palabras que salían por primera vez de mi boca sino por la cara de reprobación del conductor. No es fácil, pero uno se acostumbra mientras pasan los minutos. Solo sentía el calor que en ese punto y a las 2:00 pm suele ser insoportable. Ya no me importaba, de hecho disfrutaba reírme de quienes se reían.

La jornada ha dejado $15.000, dos manzanas y medio pollo asado. Nada mal para no saber cómo pedir comida. La tarde empieza a hacer de las suyas y los carros pasaban frecuentemente.

—Eso de llevar días enteros aquí, hace que la gente lo reconozca y le traigan a uno cositas. Hay un señor que pasa en un carrito blanco a las cuatro y él trae leche y moras y le hace juegos a Jeremías.

De una tractomula, bajó un hombre gordo con entradas, un camibuso, una bayetilla roja, y una gorra. Se nos acercó, saludó y le respondimos. Luego metió su mano al bolsillo y dijo:

—Lo que hice yendo a Barranquilla, se los doy a cambio de sus favorcitos.

Nos miró y su rostro reflejaba la sed de saciarse, sin importarle más nada o que hubiera un bebé ahí. Se le hizo fácil decirlo porque éramos dos mujeres que necesitaban comer. Su cara, la postura y las manos no reflejaban a un hombre honesto, respetuoso y trabajador. Mostraba la cara de un abusador que está acostumbrado a que lo complazcan porque tiene dinero. El abuso no es normal.

Creo que no pude disimular la ira y el asco. Me levanté, me dirigí a él gritándole que era un asqueroso depravado y que nosotras no éramos quien él creía, que se fuera con su puto dinero de mierda. Nunca había gritado tanto.

Mi compañera se levantó con el bebé y me dijo que me calmara. Nos devolvimos y el tipo dijo que de putas nos iría bien, que eran mejor las chiquitas y bravas. La risa pervertida nunca se le borró. Se fue riéndose. La escena fue tan degradante como dolorosa. Lloré al sentirme cosificada. Lloré porque no era justo. Lloré al comprobar que muchos, como seres humanos, no valen la pena.

Valentina dice que eso es común y me contó que una vez un señor, también conductor de tractomula, se bajó a orinar y que se giró hacia ella mostrándole su miembro delante de su hija. Dijo que el tipo se masturbó y eyaculó ahí mismo. Mencionó que ella le tapaba los ojos a su hija de tres años y que ella miraba hacia el lado opuesto.

Valentina no pudo terminar de estudiar en Venezuela porque su padre era un hombre tacaño y decía que las mujeres son para la cocina. Llegó hasta octavo grado. Sus notas no eran malas. Nunca perdió un año, pero aun así su padre era de los que decían que el estudio está hecho para hombres. Las mujeres, para su padre, son las fábricas de hijos y las encargadas de la casa. El dinero que él traía no se destinó a estudios, menos si era para ella; sin embargo, da gracias por haber llegado tan lejos.

A los 20 años conoció al padre de la niña. La dejó cuando se enteró del embarazo. Era de esos hombres que le prometen el cielo y la tierra a las mujeres para llevarlas a la cama, pero luego una noticia acaba con todo y simplemente se van. Ella no tenía tiempo de llorar o derrumbarse. Gestaba una vida y esa era la que importaba.

Valentina no sabe trabajar, pues siempre estuvo en la casa haciendo labores domésticas; barrer, cocinar, trapear, lavar. Con una niña a bordo, conoció a Alberto que no tuvo reparos en hacerse cargo de la pequeña y ahora son padres de Jeremías, un pequeño morenito que ama a la Vaca Lola.

Alberto es técnico de celulares. A eso se dedicaba en Barinas, pero la economía colapsó y ya no se podía comprar ni un pañal o un frasco de aceite.

—Lo dejamos todo, dejamos lo poco que teníamos, no era mucho pero era todo.

Los carros seguían pasando y empezaron a llegar las ayudas. En media hora desde las 4:30 pm hasta las 5:00 pm teníamos 30 mil pesos, dos libras de arroz, dos manzanas, 1 paca de agua en botella, 3 libras de lentejas, leche y moras.

Estaba bien para ser medio día, pero según mi compañera hasta las 7 pm la gente sigue regalando dinero y comida. Yo tenía hambre. Nos movimos a la bahía de taxis pero de allá nos sacaron aludiendo que no era lugar para venecos, que nos pusiéramos a trabajar. A nadie le importó que había un bebé. Nos devolvimos, pero ya estaba oscuro, entonces debíamos acomodarnos en un lugar con más luz, podríamos estar en la calle pero no era nuestro lugar.

Yo quería que se acabara ya el día, nunca había pasado por tantas emociones, pasé de vergüenza a ira, luego a tristeza a tranquilidad y nuevamente a ira que me produjo un ataque de ansiedad. Mis pastillas se habían quedado y no había comido nada, pero tampoco quería que los niños quedaran sin algo para comer, al final de cuentas en casa había comida, en la de ellos no.

Contaba los buses y carros, pensaba que si pasaban doscientos acabaría ya todo. Empezó a hacer frío. El piso temblaba con el paso de carros grandes. Quería que alguien me llamara y me dijera ya se puede ir. Quería llorar de nuevo. Conductores saludaban, otros sacaban su cara guiñando el ojo y lanzando besos como si esas acciones fueran espectaculares. No evité la cara de desagrado, ¿Por qué no podíamos irnos ya? ya pasaron doscientos carros, el doble… el triple. ¿Quién en su sano juicio puede aguantar tanto todos los días?.

Valentina se portó como una hermana. No soltó nunca a su bebé pero me abrazó de manera cálida y tal vez la escena conmovió a la gente. En minutos, varios carros se detuvieron. Algunos pensaban que me iba a lanzar del puente y que la chica a mi lado me estaba deteniendo. Había palabras como: “No estás sola”, ¿Qué necesitas? la esperanza fue llegando a mí; no todo estaba perdido. Mantenía mi cabeza baja, algunos se ofrecieron a llevarnos al médico, nos dieron dinero y otros solo charlaron un momento con nosotros.

Quería volver a casa. Allí me esperaba mi mamá, mi hermana y mi hija. Mi hija, ¡Cuánto ansiaba abrazar a mi hija!. Faltaban cinco minutos para las 07:00 pm, pero cómo pesaban esos cinco minutos. Nunca había sentido tan eterno el tiempo, quizás en el celular no hubiera sido nada, pero estando allí, del lado del desprecio, del lado de la muerte, del lado de la suerte, la mente puede jugar en contra: Seguir o acabar con la vida.

Al fin las 7:00 p.m. teníamos arroz, lentejas, panela, yogures, leche, moras, ponquecitos, pan, galletas, manzanas, agua… ¡Qué bella suele ser la gente! ¡Qué malos pueden ser algunos!. Todo valió la pena. Quitarse la pena, llorar, escuchar, entender. Ese lugar agudiza cada sentido del cuerpo, pero suele desdibujar la vida perfecta que se cree tener. Saca a relucir cada sensación del cuerpo, los peores temores, las mayores angustias, permite valorar a la familia, a los amigos, el lugar donde se reside.

El día me permitió valorar cada alimento que me ofrecen, nunca había sentido tanta hambre ni anhelado tanto un plato de comida. Nunca sentí la necesidad de decirle a mi familia que los quiero. Llegué a casa a abrazar a mi hija.

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