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El sectarismo y el odio

Por Edgardo Ramírez Polanía
El sectarismo político no es una simple expresión de militancia exagerada hacia un partido político, sino una distorsión peligrosa del juicio, una patología que distorsiona el sentido democrático y convierte la diferencia de creencias en amenaza y odio.
Es el contagio mental de las pasiones políticas lo han infundido los dirigentes políticos a la sociedad que toma proporciones insólitas por las redes sociales y RCN y Caracol, que se han convertido en atizadores de la hoguera del odio hacia Petro y el Pacto Histórico, sin darse cuenta que pueden llevar al país a un incendio por las controversias o enfrentamientos a que se invita a la sociedad.
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En Colombia, este fenómeno ha dejado de ser marginal para instalarse en el corazón del discurso público, alimentado desde los partidos de la llamada derecha e izquierda, mediante la repulsa al diálogo con una irresponsabilidad alarmante que atenta contra la civilidad y funcionamiento del Estado.
En esta lógica torcida, el opositor no es un ciudadano con otra mirada conceptual, sino un supuesto enemigo al que antes no se debía saludar y hoy se ha inculcado que debe ser repudiado hasta que se apagan las luces de la razón pura como decía Kant. Porque todas las pasiones nacen sobre el suelo del instinto y todos los instintos engendran pasiones en la raza humana.
El sectario es pasional y generalmente no razona: repite lo que dice el líder. No escucha sino acusa a quien lo controvierte. No evalúa sino idolatra. Su fe está puesta en el líder que lo representa, a quien sigue ciegamente, aunque sus actos contradigan la razón o la legalidad como la presentación de proyectos de ley que aprobados ilegalmente o mediante sobornos.
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Todo se justifica y los errores se explican, los abusos se niegan, las críticas se persiguen. Y todo aquel que piense distinto es, por definición, un enemigo y un obstáculo moral, porque para el fanático, su caudillo es infalible, y el mundo se divide entre los que lo siguen y los que lo sabotean. El sectario cree que quienes piensan diferente a sus ideas debe ser desaparecido como lo hacía “El Cóndor” jefe de los execrables criminales del Valle del Cauca.
Su lealtad no admite matices ni debate. No hay espacio para la autocrítica ni para el diálogo, cualquier intento de análisis o contraposición se interpreta como traición, y el que lo contradice pasa a ser tratado con estulticia como ignorante y por esa razón se han roto familias y amistades, porque en la imaginación del sectario no existe la unión en torno a proyecto común, sino la imposición que fractura el entendimiento político.
La historia mundial ha demostrado que cuando el fanatismo se instala en el poder, las consecuencias son brutales y funestas por la pérdida de las libertades y el atropello a los Derechos Humanos. Líderes que llevaron a sus países al abismo fueron idolatrados por seguidores que preferían la obediencia al pensamiento.
El ejemplo palpable está en el nazismo en Alemania, el fascismo en Italia, el franquismo en España y, en América Latina, figuras como Porfirio Díaz en México, Augusto Pinochet en Chile, Rafael Videla en Argentina, Hugo Banzer en Bolivia, Alfredo Stroessner en Paraguay y Anastasio Somoza y Daniel Ortega en Nicaragua, Nicolás Maduro en Venezuela, y hacia allá camina Armando Bukele de El Salvador, un engreído que viola los derechos humanos.
Todos ellos han contado en cada época con sectarios fervorosos que aplaudieron y aplauden mientras se destruye la libertad debido a que ellos no ven el desastre mientras ocurre, sino cuando entran a sus casas los asesinos encapuchados o la policía ignorante de países que se dicen del primer mundo que golpean o someten a la fuerza sin procedimiento legal.
En Colombia, esta enfermedad del sectarismo se ha hecho evidente con el más reciente naufragio legislativo, con el rechazo del Senado a las reformas a la salud y a la reforma laboral, ambos proyectos centrales del actual gobierno, desnudó no solo la fragilidad de las mayorías, sino las componendas y la imposibilidad de dialogar sin que la desconfianza lo contamine todo. Sin embargo, esos proyectos esenciales fueron puestos en discusión y se encuentran en trámite y deben aprobarse porque benefician a garantes sectores necesitados del país, que es donde empiezan las protestas y las represiones.
La única ley que se aprobó fue la reforma pensional que está demandada por vicios en su aprobación e ilegalidad por causa ilícita de funcionarios del gobierno, que en vez de construir acuerdos, prefirieron apostar para la aprobación con sobornos que desautorizó Gustavo Petro de manera tardía y se encuentran detenidos el presidente del Senado y de la Cámara y otros funcionarios.
Las movilizaciones, los discursos encendidos y una confrontación constante ha sido la costumbre porque el Congreso se opone a todos los proyectos del gobierno, que no tiene mayoría de ministros que sepan exponer y convencer y los que han sabido orientar los proyectos de ley, Petro los ha sacado del gobierno y otros han resultado traicioneros a su política de cambio.
La oposición, lejos de actuar como contrapeso sensato, se dedicó a torpedearlo todo, más interesada en ver caer al gobierno que en corregir sus errores. Ni una cosa ni la otra construyen país y existe en la gente desconfianza e inseguridad por los enfrentamientos políticos atizados por otros sectarios que han vivido de criticar y vivir del Estado por sus viejos apellidos.
Lo que está en crisis no es una reforma de algunos servicios del Estado que debe garantizar, sino el sentido mismo de la política. El sectarismo ha convertido el Congreso en un campo de batalla y al Ejecutivo de creerse dueño de la verdad. La conversación pública ha sido sustituida por una gritería en el Congreso y el odio entre sus integrantes. Y mientras tanto, el ciudadano real, el que necesita salud, empleo y garantías, queda atrapado entre el ruido, sin representación ni respuesta.
Este no es el camino si Colombia quiere evitar los errores del pasado, para lo cual, debe recuperar el valor de la razón y el acuerdo constructivo. Porque si algo ha demostrado la historia es que ningún país se ha salvado por gritar más fuerte que el otro, o enfrentarse, sino por ser capaz de escucharse a tiempo y tender puentes de entendimiento que es aquello que esperan los colombianos, si queremos elecciones tranquilas y creíbles y un país en paz en el año 2026. De lo contrario persistirá el odio como la moneda de libre curso que a la larga empobrecerá y sumirá al país en una ruina económica que no debemos permitir los colombianos.
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