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El arriero de las montañas tolimenses que conquistó Anato 2025

Don Jorge Melo: Arriero de Anzoátegui, campesino de pura cepa y superhéroe de tiempo completo.
Por Juan Sebastián Cañón
Bogotá, una ciudad de ruido y prisas, construida con una amalgama infinita de cemento que se puede divisar casi hasta donde el horizonte se une tenuemente con el sol. Bacatá, como le decían los Muiscas, significa “El final de los campos cultivados”, un concepto bastante acertado al convertirse en la ciudad que alberga ‘Anato 2025’, uno de los eventos de turismo más importantes de Colombia y Latinoamérica.
La feria tiñe cada uno de los rincones de Corferias, las regiones colombianas inundan de cultura el ambiente y es inevitable no respirar un aire distinto, que huele a café recién hecho, a mar, a selva y a montaña. El Tolima estaba más que presente entre los expositores, relevando y mostrando el potencial de uno de los departamentos más importantes del país, siendo uno de los pocos en estar en la ruta económica central de Colombia.
El Tolima descrestó con su cultura arriera, sus nevados, su música y su exquisita gastronomía, porque sólo en el Tolima se puede degustar la verdadera achira, el verdadero tamal y la inconfundible lechona (Sin arroz, por supuesto, porque una lechona con arroz, es un arroz atollado).
Anato 2025 estaba en todo su furor, abría sus puertas al público, las personas de todos los lugares del país y por supuesto del mundo tenían la posibilidad de disfrutar un pequeño pedacito de las regiones colombianas. Sin embargo, en medio de los trajes formales, los expositores pulcros y las cámaras que capturaban cada instante, cual si se tratase de un superhéroe de los comics apareció Don Jorge Melo: Un campesino que en vez de capa traía un poncho, que en vez de un baticinturón traía un carriel, que en vez de una máscara para ocultar su identidad, traía un sombrero para relevar el orgullo de sus raíces. Don Jorge, pese a no poder volar, o tener visión de rayos X o no poder derretir metal con los ojos, sí tenía verdaderos superpoderes: Como la superfuerza que adquieren los campesinos con el trabajo diario, el poder de hablar y entender a los animalitos que los acompañan, así como el cuidado y compresión de la naturaleza.
Don Jorge, vestía como quien no tiene que disfrazarse para contar su historia, él era la historia completa. Traía consigo una mulera cruzada sobre el hombro, el tapapinche abrazando su cintura y ese sombrero de ala ancha que parecía haber sido su amigo inseparable bajo la inquebrantable inclemencia del sol. No necesitó decir mucho para llamar la atención. Su sola presencia —auténtica y sencilla— bastó para que los curiosos se arremolinaran a su alrededor.
Don Jorge venía de las montañas de Anzoátegui, ese paraíso escondido entre las montañas frías del Tolima, donde la niebla baja en las madrugadas a acariciar los tejados y el verde de los cafetales pinta el horizonte. Un pueblo de gente cálida y trabajadora, donde las historias aún se cuentan alrededor de un fogón y el viento trae consigo el olor a leña y tierra mojada. Allí, entre caminos empedrados y paisajes de páramo, la vida transcurre al ritmo de las mulas y los arrieros que, como en los viejos tiempos, siguen guiando viajeros y mercancías por las trochas que conducen al majestuoso Páramo de Palomar.
Anzoátegui es naturaleza indomable y cultura viva; es el orgullo de un pueblo que ha hecho de la montaña su hogar y de la tradición su mayor tesoro. Un lugar donde el frío abraza, pero el alma se calienta con la sonrisa de su gente. Un pedazo del Tolima que invita a perderse y encontrarse entre sus paisajes.
En Anato, la feria de turismo más grande de Colombia y Latinoamérica, donde se habla de destinos exóticos llenos de playas de arena blanca, fue el arriero tolimense quien terminó robándose todas las miradas. Con su voz pausada y ese acento de montaña que sabe a leña y a panela, habló de su oficio, de sus mulas, del frío que cala los huesos y de la satisfacción de guiar a los que se atreven a escalar el nevado o a perderse entre los senderos de su tierra. —El arriero no solo carga bultos —decía— también carga historias y sueños de la gente que quiere conocer el páramo.
Las miradas del público, los gritos y la admiración estaban posadas en un campesino de pura cepa, de un superhéroe de las montañas, de un jinete empedernido, de un cosechador vivaz y sabio. Sebastián Gómez, el coordinador de Deportes de Aventura de Indeportes Tolima, lo miraba con esa admiración que sólo uno puede tener al ver algo increíble. Y no era para menos. Don Jorge se había convertido en la pieza clave de ese stand tolimense cargado de folclor y naturaleza. Había logrado lo que pocos: romper el protocolo y conectar con la gente desde lo más puro: el amor por la tierra y el campesinado. —Fue nuestro arriero el que enamoró a todos aquí. Habló de su páramo, del deporte de aventura y del valor de un hombre de su tierra —reconoció Sebastián—. Hoy Jorge Melo representó a todos los arrieros del Tolima, y lo hizo como solo él sabe hacerlo: con magia y verdad.
Don Jorge, entre sonrisas y apretones de manos, apenas creía lo que vivía.—Yo nunca pensé que iba a estar en un evento de estos… me siento muy orgulloso de representar a mis compañeros arrieros. Muy contento de que la gente sepa lo que uno hace en esas montañas —dijo, mientras su mirada se perdía un segundo en algún recuerdo del páramo.
El orgullo que don Jorge debió sentir en ese momento, debe ser indescriptible; y es que, en este país se suele decir que “Las personas salen adelante únicamente con títulos universitarios, carro, casa, finca y viajes al exterior”, y que tan profundamente errados estamos. Don Jorge ha salido adelante, se ha convertido en un ejemplo para todos, y no ha necesitado nada de los conceptos materiales y prejuiciosos que usamos en nuestras sociedades modernas. No Jorge es un superhéroe que nos puede dar cátedra con su sabiduría ancestral.
Ese día, en medio del bullicio de la feria, el Tolima no fue solo tambores y folclor. Fue historia viva, fue montaña y fue arriero. Y fue Don Jorge Melo quien, sin buscarlo, se convirtió en el mejor embajador de su gente. Porque al final, en un mundo que corre sin detenerse, la sabiduría de los que caminan despacio sigue teniendo un lugar donde brillar.
¡Larga vida al campesinado!
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