Columnistas
Patriotismo y terrorismo
Por: Julio César Carrión Castro
Estamos acorralados, compelidos a escoger: o nos definimos decididamente demócratas y patriotas, o seremos señalados abiertamente como apátridas y terroristas.
Los politiqueros en permanente campaña electoral, los funcionarios de gobierno -también en campaña-, los siempre gananciosos empresarios, los inefables miembros del clero, los plumíferos a sueldo de la gran prensa -de la mediana y de la minúscula prensa provinciana-, los “ilustrados” profesores de nuestras colonizadas universidades, todos ellos acomodados defensores del statu quo, se empeñan desde las fatuas trincheras de la llamada “sociedad civil”, en exigirle a la izquierda democrática que defina claramente su postura anti-guerrillera, su posición frente a las FARC, so pena de que les acontezca algo similar a lo ocurrido con la Unión Patriótica, cuyos miembros fueron sistemáticamente diezmados por “fuerzas oscuras”, supuestamente por su indefinición o por asumir, según explican, manifiesta proclividad a la teoría política de la “combinación de todas las formas de lucha”.
Ese genocidio consentido y hasta estimulado por el gobierno y por la benemérita “sociedad civil”, pervive no sólo por la manifiesta impunidad que nos avergüenza ante los ojos del mundo, sino, por su actual utilización como mecanismo de chantaje e intimidación; algo así como la razón justificatoria del actual y del próximo exterminio.
Estos aventajados predicadores de la “no violencia”, a la vez que se empecinan contra quienes no “marcamos fronteras”, o no expresamos a viva voz repudio a la insurrección armada, sin ambages ni tapujos proclaman su ferviente deseo de “fortalecer y modernizar” las fuerzas armadas, piden la intervención militar norteamericana en nuestro territorio y, paralelamente, señalan como subversivos a quienes exigimos disminuir los gastos militares en favor de la inversión social.
Se trata de un nuevo tipo de “demócratas”, aquellos que claman por la imposición de los “estados de excepción”, por el incremento de las penas y castigos, más allá de lo que establece el ordenamiento jurídico y legal. Esos conspicuos personajes que ayer apoyaron las argucias de la “seguridad democrática” que impulsara Uribe, y que hoy, bajo la dirección espiritual del promotor de los “falsos positivos”, se extasían con el embuste de un orwelliano “Departamento Administrativo para la Prosperidad Social” que les permite simular que dan respuestas a las exigencias populares y distraer la crítica de su ilegitimidad, mientras insisten en fortalecer unas fuerzas militares y represivas cada vez más descompuestas, que persiguen y golpean -sin importar cómo- a los “terroristas” y “bandidos”, hasta eliminarlos. Funcionarios, tecnócratas, politiqueros, comunicólogos y hasta “ingenuas” amas de casa, para quienes nada importa la violación de los derechos humanos, la tortura, el maltrato ni las desapariciones forzadas, si al final se alcanza el bien supremo de la justicia y de la democracia. En fin, personajes muy comunes y corrientes, que entienden, como lo expresara Walter Benjamin, que “ningún sacrificio es demasiado grande para nuestra democracia, y menos que nunca el sacrificio temporal de la democracia misma”, es decir, individuos que -sin entender la paradoja- están de acuerdo con la supresión de la democracia, porque les enseñaron que ello beneficia a la democracia.
Vemos cómo estos mismos funcionarios del Estado, “ciudadanos de bien” y “mayorías silenciosas”, torpe y desvergonzadamente esgrimen cifras y estadísticas que, hábilmente manipuladas, les permite mostrar falsos resultados de disminución de la pobreza y la miseria, mientras persiste la silenciosa violencia institucional; el cotidiano genocidio social, del que poco hablan y poco les importa, inmersos como están en contrarrestar patrióticamente el terrorismo y “todas las demás formas de violencia”.
Toda esta fiesta democratera se complementa con esas rituales marchas de supuesta unidad nacional y de amor patrio que promueve el gobierno, los medios de comunicación, los aparatos ideológicos, las organizaciones políticas, gremiales, clericales, represivas, etc. y que alegremente secundan muchos despistados de izquierda.
Quienes han hecho de la obediencia y de la sumisión un ideal de realización humana, quienes de manera acrítica acatan las disposiciones del poder -y que para mayor infortunio constituyen esas “mayorías silenciosas” de nuestra sociedad- suelen reclamar airadamente por la “indiferencia” de aquellos que nos negamos a participar en estas algarabías manipuladas, que se organizan supuestamente como repudio a los crímenes de la guerrilla, olvidan, convenientemente, las críticas al Estado, soslayando -con indiferencia- el cotidiano genocidio social que impone la estructura misma del modo burgués de producción.
La promoción -desde la familia y la escuela- de una pedagogía para la subalternidad y la docilidad, ha logrado todo ese desmedido respeto hacia la autoridad que termina siendo el ambiente propicio para que se desarrolle el fascismo -el “demofascismo” o fascismo “democrático” que hoy soportamos- con toda su cantinela de “patriotismo” y la exaltación de símbolos e imágenes de una pretendida “unidad nacional contra los violentos”.
Creo que tiene entera validez repudiar la violencia, pero desde la ética, no desde las posturas acomodaticias de conveniencia personal, política o publicitaria. No podemos, para confrontar “la violencia” en abstracto, pedir más “seguridad”, más “mano dura”, más represión militar. Eso es una paradoja, es un total absurdo, que pone en evidencia a los pretendidos confrontadores de “la violencia”, ya que sólo se oponen a un tipo de violencia -a la violencia revolucionaria, a la radical, o si acaso a la delincuencial- no a la violencia reaccionaria que está ahí establecida en los aparatos represivos del Estado, en la defensa mediática de las estructuras de poder, en las costumbres, en la maquinaria de la cotidianidad, en el statu quo; no se oponen a esa violencia simbólica generalizada en que vivimos y que, según Pierre Bordieu, es la forma dulce y oculta que toma la violencia, cuando su aplicación abierta y brutal no es posible.
Me queda claro, desde la ética, que muchas veces es necesario, responder a la violencia con la violencia, ya que si todo poder político se funda en la violencia, si el derecho mismo no es más que la violencia codificada y estructurada en normas impuestas por quienes ejercen la hegemonía y el dominio, por ello mismo existe el sagrado derecho de la resistencia, de la rebelión -hay que volver a repasar, en todo caso, los estudios de la Teoría de la violencia, y no olvidar que Marx, siguiendo a Hegel, nos recuerda que la violencia es la partera de la historia o que todos las luchas políticas y de liberación nacional que ayer desarrollaron nuestros pueblos probaron fehacientemente que es factible, como acto de rebelión y de protesta, que los pueblos se enfrenten a los invasores imperialistas, más allá de la simple “indignación” que hoy se difunde, y que siguen teniendo sentido asertos como el de la “legítima defensa”, o el de la “guerra justa”.
Aunque bien sabemos que la utopía ética y política es, en todo caso, la eliminación de la violencia. Se debe enfrentar la violencia desde los medios que nos permita la cultura, sin incurrir en falsos absolutos, ni en mesianismos y mucho menos en esa especie de “calor de establo” que se promueve desde los medios de comunicación interesados en alcanzar consensos coactivos, para mantener el supuesto “orden” establecidos por los grupos hegemónicos.
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