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El mito de la "Sociedad Civil " y la movilización total

El mito de la "Sociedad Civil " y la movilización total

 

Por: Julio César Carrión

El siglo XX fue signado por la aparición y aplicación generalizada de la opción exterminista, como la expresión más peculiar del quehacer político-miliar en Occidente, dado que significó que “el genio de la guerra se comprometió con el espíritu del progreso…” y el equipamiento militar de los Estados, llegó a disponer de las más sofisticadas armas de aniquilación masiva que le ha podido deparar la edad de las máquinas. La cotidianidad de las guerras, provocó la más estrecha colaboración y hasta fusión, entre las actividades de la industria y los intereses militares; la inteligencia y la planificación de las empresas, terminaron puestas al servicio de la guerra como expresión de actos “nacionalistas” y “patrióticos”, con el fomento de los productos requeridos para la continuidad de los conflictos. Lo cual llevaría, inexorablemente, a que en los procesos bélicos ya “no exista distinción alguna entre combatientes y no combatientes”, como explícitamente lo denunció Ernst Jünger en su texto La movilización total.

La movilización total significa que “la representación armada de un país deja de ser el deber y el privilegio únicamente de los soldados profesionales y se convierte en tarea de todos los hombres aptos para las armas”. Fenómeno que adicionalmente condujo a la pérdida de las publicitadas libertades individuales, “ofensiva cuya tendencia tiene como objetivo -anotaba Jünger en 1930- que no exista nada que no quepa concebir como una función del Estado”.

Esta fue, además, la época del surgimiento de los hombres-masa; seres humanos subordinados a los derroteros de las modas, del espectáculo y del consumismo; especie de marionetas que marchan cual rebaños no sólo detrás de los cantos de guerra y de las ideologías mesiánicas, sino de las más variadas expresiones publicitarias. También es el tiempo del nacimiento del funcionariado, de aquellos individuos anónimos, dóciles e integrados que viven dentro del engranaje burocrático e impersonal de las maquinarias estatales, que los sujetan por completo, impidiéndoles todo asomo de libertad y autonomía, que les condiciona sus comportamientos, parcelando sus anhelos y quehaceres y definiéndoles totalmente la existencia. En resumen, seres humanos encerrados en las “jaulas de hierro” -Weber- o en las “madrigueras” -Kafka- de sus rutinas públicas y privadas, domésticas y laborales.

Esta es la condición humana proclive a la “movilización total”; sociedades terriblemente homogeneizadas, centradas en individuos subordinados al anonimato de las masas; caracterizados por la pérdida de toda diferencia y de la pluralidad de opciones. Individuos que, como se mostró en el nazismo, en el fascismo, en el estalinismo y, más tarde, en este cotidiano mundo del neofascismo que vivimos, son capaces simplemente de cumplir las órdenes y los lineamientos establecidos por sus “superiores”; personas que acatan sin contradecir en nada, la anónima autoridad de los impersonales funcionarios que, a la postre, terminarían gobernando el mundo. Funcionarios que, bien lo sabemos, se encuentran hoy ampliamente diseminados en todas las estructuras político administrativas de las contemporáneas sociedades y en las más diversas organizaciones públicas y empresariales, tanto del capitalismo tardío como de lo que fue llamado el “socialismo real”, bajo formaciones políticas totalitarias o reputadas como democráticas.

Los comienzos del siglo XX también se caracterizaron por ser la época histórica en que se fomentó ideológicamente la discutida hegemonía de las clases medias. Cuando irrumpe en la escena política el descomunal espacio de la marginación social, con ejércitos de desplazados de los procesos productivos, grandes migraciones forzadas, restricciones legales a amplios sectores de la población, considerados “inferiores”, expulsados y obligados a vivir en guetos y suburbios. Época de múltiples formas de xenofobia; del antisemitismo, del racismo y de la persecución a los contradictores políticos. Acciones antipopulares, amparadas en leyes y normas, supuestamente de carácter “excepcional” que dicen establecer una “suspensión temporal” de todo orden jurídico, para legalizar lo ilegal y legitimar lo ilegítimo. Fenómeno que ayer se realizó plenamente en los campos de concentración y de exterminio de los regímenes nazifascistas, y que actualmente se cumple con beneficio de inventario, no sólo en los campos de concentración que aún perduran, sino en todos los espacios de la vida social.

Walter Benjamin en sus Tesis sobre la filosofía de la historia se burlaría de esta farsa señalando: “ningún sacrificio es demasiado grande para nuestra democracia, y menos que nunca el sacrificio temporal de la democracia misma”. De esta manera se fue instalando, entre unas multitudes inmersas en la movilización total, propiciada por los poderes estatales, la persecución organizada contra los judíos, los gitanos, los negros, los trotskistas y los inmigrantes, en distintas latitudes y momentos de este oscuro siglo.

Se trata de la movilización de individuos sujetados a una administración total, que explota, controla, disciplina y regula todas las actividades y procesos de la vida; es lo que tan apropiadamente llamó Michael Foucault el biopoder, objetivo fundamental de los dispositivos de la dominación que no se basta con el control del cuerpo individual, logrado con el concurso de instituciones como las cárceles, los cuarteles, los hospitales, los manicomios, las fábricas y las escuelas, sino que se amplía a una total regulación sobre la especie, sobre las masas poblacionales en general, con mecanismos como el fichamiento, el control natal, las políticas estatales de eugenesia y eutanasia y, ya con la inminente manipulación del genoma humano.

Control total que opera con dispositivos y tecnologías modernas que apuntan, paradójicamente, por una parte, hacia el mejoramiento, ampliación y fomento de la vida, siquiera para algunos sectores beneficiados, pero, por otra parte, propicia el exterminio y la muerte administrada para amplios sectores considerados inferiores, superfluos, innecesarios, “desechables”. Esto se logra mediante las guerras -incluida, por supuesto, la amenaza de la guerra nuclear que haría desaparecer toda forma de vida de la faz de la tierra-, las masacres, la exclusión, la marginalidad y ese cotidiano genocidio social que se expresa en los millones de seres humanos que mueren de hambre, por carencia de agua potable o por enfermedades que podrían ser fácilmente curables.

Desde un pragmatismo cínico, los agentes promotores de este biopoder, pretenden presentarse como los hegelianos realizadores del espíritu, como la expresión culminante del devenir de la historia, aduciendo que el american way of life, con su desperdiciado consumismo compulsivo, es el género de vida propio de la posthistoria, y que ellos “prefiguran el presente eterno de la humanidad”. Por ello se permiten propalar al mundo entero el decálogo de sus “virtudes”, que en resumen constituye lo que se conoce como el “pensamiento único”. Mientras tanto, los valedores de este sistema, desvergonzadamente insisten en promover el mito de “la sociedad civil” o del publicitado y nunca realizado “Estado social de derecho”como un supuesto contrapeso al desmedido poder de los Estados.

Se trata ya (como lo ha expuesto claramente Pedro García Olivo en sus obras) de la instauración de un nuevo tipo de fascismo, de un demofascismo, heredero directo de la democracia representativa que, merced al ocultamiento y enmascaramiento de “todas las tecnologías de dominio, de todos los mecanismos coercitivos, de todas las posiciones de poder y autoridad, tiende a reducir al máximo el aparato de represión física y a confiar casi por completo en las estrategias psíquicas (simbólicas) de dominación”. De esta manera se realiza el ideal de establecer no sólo ese conformismo acrítico, sino de cumplir con la escatología del “progreso”.                                                                    

 

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