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A 40 años de Armero, la memoria sigue esperando justicia

A 40 años de Armero, la memoria sigue esperando justicia

Por: Martha Alfonso Jurado

*Representante a la Cámara por el Tolima


Tenía cuatro años cuando el día despertó con un cielo gris. Yo era muy pequeña, tal vez alguno de ustedes también, o algunos de ustedes ya eran padres, madres. Y entonces entenderán el dolor de la ausencia que aquella tragedia nos dejó. No comprendía la palabra tragedia. Omaira se aferraba a los pies de un periodista (Germán Santamaría) que en prodigiosas crónicas registraba la angustia de una niña atrapada en los escombros y entre llanto e incredulidad lloramos su partida…. la ceniza que caía sobre los techos de mi pueblo —silenciosa, insistente— era el susurro fúnebre de Armero viajando kilómetros para advertirnos que algo irreparable había ocurrido. Un volcán grabó en mi memoria los recuerdos que nunca voy a olvidar, por el rostro grave de los adultos, las noticias que se repitieron durante años, y que todos escuchamos los relatos que transmitían por las emisoras.

Ahí aprendí que la memoria no es un archivo privado: es la manera en que una comunidad decide no abandonar a sus muertos. Como lo señala Paul Ricoeur, nuestros recuerdos más íntimos están tramados con los relatos contados por otros, inscritos en narrativas que nos preceden y nos exceden; y es precisamente a través de la ritualización —las conmemoraciones públicas y los actos de evocación compartida— que esas huellas personales se vuelven parte de un tejido común. En ese tránsito, cada memoria individual se convierte en un punto de vista de la memoria colectiva, que cumple funciones de conservación frente al olvido, de organización frente al caos y de rememoración consciente frente a la repetición de la tragedia.

Cuarenta años después, lo que conmemoramos no es solo un derrumbe físico, sino la fragilidad de un país que no escuchó a su propia tierra y que no estaba preparado para enfrentar el desastre. Cada 13 de noviembre este acto público de evocación convierte la experiencia individual en un recuerdo común: el duelo de una madre, la lectura de un estudiante, la fotografía de Omaira, el silencio de una plaza, los niños que hoy son adultos y que todavía hoy buscan sus familias o las familias que todavía hoy buscan a sus niños.

Por eso, la memoria no es nostalgia; es organización del sentido. Conserva la verdad frente a la censura, denuncia los abusos del poder y nos recuerda que la identidad de un pueblo se funda también en sus heridas. Esta tragedia también trajo, cohesión, movilizó la solidaridad de millones de personas, el mundo y organizó un sistema de gestión del riesgo en Colombia que todavía tiene mucho de trámite y poco de inmediatez, ese es un asunto pendiente que este Congreso debe reformar: el desastre se enfrenta en el momento y por todas las partes y no esperando que cada una se active progresivamente a través de actos administrativos. Además del riesgo, aún nos acechan peligros: las promesas incumplidas, las ayudas desviadas a fondos privados, el olvido. Como representantes del pueblo debemos redimir a Armero y a sus sobrevivientes de esos peligros.

Hoy quiero recordar a Armero e invitar a que nos sumemos no sólo desde la emoción, sino desde una reflexión que se traduzca en una resistencia ética y política. Una resistencia que, nos comprometa en dos dimensiones esenciales: primero, en la responsabilidad pública de proteger la vida y el bienestar de los más vulnerables anticipándonos al desastre de manera más expedita; segundo, la obligación institucional de rechazar frontalmente la normalización de la negligencia, el abandono y el incumplimiento institucional de las leyes que aquí aprobamos. Por eso, la mejor manera de honrar a Armero no es aferrarnos a discursos conmemorativos ni a rituales vacíos, sino vigilar, exigir y garantizar el cumplimiento efectivo de la Ley de Honores 1632 y de las acciones contempladas en el CONPES 3849, para que la memoria no sea decreto, sino justicia en marcha.

Es cumplir la Ley 1632 de 2013, que ordena la construcción del Parque Jardín de la Vida en el antiguo casco urbano, un espacio para la creatividad, la resignificación y la innovación de la memoria. Significa adquirir los terrenos necesarios con estudios serios de riesgo, para no repetir los errores que costaron vidas. Significa activar de verdad la Comisión Intersectorial creada para definir los aspectos técnicos, jurídicos y presupuestales, y no permitir que su misión se diluya entre trámites y silencios.

El CONPES 3849 trazó lineamientos claros: conservar las ruinas, proteger las nuevas obras conmemorativas y garantizar la memoria histórica de las víctimas. Este documento exige obtener recursos, articular instituciones y establecer mesas de seguimiento con ministerios, alcaldías y gobernaciones. Ese es el camino para transformar el duelo en acción. En este propósito ha sido fundamental el acompañamiento del Ministerio de Cultura, que ha mantenido viva la agenda conmemorativa y ha apoyado el trabajo de articulación para que el Parque Jardín de la Vida sea, más que un proyecto pendiente, una realidad tangible de reparación y memoria.

Armero no pide compasión; exige cumplimiento y memoria. Porque la memoria, cuando se institucionaliza sin vigilancia social, corre el riesgo de ser sesgada, editada, corregida por unos pocos, oficializada e incluso negada. Por eso debe permanecer viva, creativa y arraigada en espacios que la sostengan. Como una planta, requiere cuidados: recursos suficientes, presupuestos acordes con la magnitud del hecho, y decisiones que conviertan la palabra en acción. Sólo así evitaremos que Armero y sus nombres se desvanezcan en el olvido.

Cuando el Estado olvida, la tierra habla; y su voz, hecha de ausencias y nombres suspendidos, es la advertencia de un fracaso colectivo. Hoy, cuarenta años después, nos exige respuestas para que ningún niño vuelva a aprender la palabra tragedia antes de entenderla

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