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Las nostalgias de Armero
Por Germán Santamaría
Y entonces se precipitó un aguacero tibio y bullicioso y todos los espectadores salieron corriendo, precisamente hacia el final de la película, en aquella secuencia en que Jeanne Moreau, en “Fuegos de Verano”, hacía el papel de la maestra otoñal y pirómana que amaba y destruía un joven, entre las verdes praderas de un trigal francés.
Esto sucedió hace muchos años en Armero, en el Teatro Colombia, una sala de cine que habían construido sin techo para que los espectadores no se asaran con el sofoco del calor nocturno. La imagen de aquella hermosa película de Tony Richardson, interrumpida por un aguacero tropical y que fue la primera película que viera en su vida un adolescente del Líbano, es una impronta memoriosa y una nostalgia de Armero. Un recuerdo de la Armero viva, la inmortal.
A media cuadra de este teatro insólito quedaba una dentistería con un acuario repleto de peces rojos. Tal vez era allí donde atendía Roberto Ramírez, un odontólogo de la Universidad Nacional, pero en realidad el último odontólogo del país que a finales de 1985 aún hacía colocaba dientes de oro.
Frente al acuario funcionaba un gran ventilador de aspas rojas. Era apenas uno de miles y miles de ventiladores que existían en Armero para espantar el calor. En la sola casa de Alberto Guarnizo, quien era como el “padrone” bueno del pueblo, existían 14 abanicos sopladores.
Sin embargo, don Pompilio Tafur tenía en su casa 29 ventiladores y estos aparatos para espantar el calor era el único derroche que se daba en su vida. Don Pompilio era el rico autóctono del pueblo y se sabía que había hecho su fortuna como arriero entre Armero y Líbano. Dueño del edificio más alto del pueblo, era tan tacaño que cuando alguien lo invitaba a tomar un tinto, le pedía el papel celofán del paquete de cigarrillos para envolver los cubos de azúcar. Solitario entre su riqueza de pueblo, su única debilidad eran las muchachas adolescentes. Solía conquistarlas con la promesa de que les iba a regalar una “máquina”. Y las muchachas campesinas caín en sus garras, pero en lugar de la máquina de coser Singer con que ellas soñaban, apenas les regalaba una máquina de moler maíz, marca Corona. Era una leyenda y prestaba plata al cinco y murió a los 82 años y demasiadas y hermosas campesinas jamás tuvieron su Singer.
El cura tenaz
Frente a la iglesia, el parque era un oasis entre el calor sofocante de Armero. Era suave y tierna la sombra de las ceibas y de los acacios.
Pero hacía mejor fresco en el interior de la iglesia. No era una iglesia bonita pero sí legendaria. Allí habían asesinado al párroco en la época de la violencia y por ello durante muchos años el obispo de Ibagué no designó sacerdote para Armero.
Entonces, las iglesias protestantes comenzaron a tomar mucho auge en Armero, a tal punto que el 13 de noviembre del año pasado (1985) Armero era el único pueblo de Colombia donde tal vez la mayoría de sus habitantes pertenecían a las distintas iglesias protestantes, desde adventistas hasta presbiterianos.
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Pero en este pueblo de profunda estirpe liberal, donde competían los “darwinianos” con los “marxistas”, solo el padre Fernández fue capaz de restablecer la credibilidad en la Iglesia católica.
Alto, rollizo, con su blanca sotana batida por el viento, levantó el templo y durante los años de la dictadura se enfrentó a puño limpio con el alcalde, el coronel Meneses.
Una de las más extrañas habilidades pastorales del cura Fernández fue su técnica para atraer la simpatía de los muy liberales y ariscos hombres de Armero. Cuando un marido se emborrachaba y se quedaba por fuera de la casa, entonces el cura Fernández lo acompañaba hasta donde su familia y allí certificaba que el volado había dormido en la casa cural.
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Estos buenos tiempos de la Iglesia fueron también por aquellos buenos tiempos de la política. Cuando las elecciones eran un carnaval y Armero era el único pueblo de Colombia donde no funcionaba la ley seca, pues la gente votaba de manera tan alegre y civilizada que hasta se prestaban los votos. En efecto, durante aquellos años en que era jefe político del pueblo el hoy notario Alberto Guarnizo, el pueblo era tan liberal que para sacar uno o dos concejales conservadores necesitaban los votos liberales. Esto sucedía hacia las tres de la tarde, cuando en pleno carnaval de elecciones Guarnizo ordenaba que se prestaran cien votos para elegir a un concejal conservador.
Pero también esto fue en años procelosos del MRL. Y el momento más dramático fue en aquellas elecciones en que los oficialistas liberales madrugaron con sus más recatadas y pudientes damas del pueblo vestidas de rojo para dirigir el debate electoral. A las nueve de la mañana salieron once prostitutas de Armero, también hasta los pies vestidas de rojo liberal. Bastaron unas cuantas palabras procaces de las últimas, para que las damas despejaran la plaza y se ganó la revolución liberal.
Sin bobo del pueblo
Armero era tal vez el único pueblo del mundo que no tenía bobo. Lástima. Pero tenía muchos locos y no solo en el hospital siquiátrico sino en el serpentario.
Tal vez el único bobo era el loco Arana, cuya única obsesión en la vida era bajar los cocos. Es decir, palma que veía con cocos era palma que peleaba y luchaba para subir y bajarlos. Era el simple placer de bajarlos, no de llevárselos y subía palma arriba con la exhalación de un simio. El loco Arana era en realidad de Méndez, el polvoriento corregimiento de Armero donde no hay mujeres núbiles, porque toda mujer que cumple catorce años se marcha de Méndez y solo regresa cuando cumple los sesenta. Por ello allí los hombres suelen enloquecer de tristeza y soledad.
Pero recordando locos y bobos, se equivocaron quienes creyeron que Hernando Banderas, el más viejo y hábil mecánico del pueblo, era también un corrido de la cabeza. Simplemente Hernando Banderas tuvo un dolor de cabeza durante 20 años y año por año se mandó a quitar algo para tratar de quitarse de encima su dolor de cabeza. Incluso se mandó a sacar todos los dientes…
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En el pueblo existían otros que no eran ni bobos ni locos sino muy inteligentes, a su manera. A finales de la década de los 60 se fundó en Armero el “Centro de Estudios Marxistas”. Pasaron los años y sus discípulos contaron con diferente suerte. Hugo Viana compró una lavandería una semana antes del pasado 13 de noviembre. Mario González se dedicó a vestir de manera soberbia con los trajes que le quedaban pequeños a un capitalista que viajaba a París. Daniel González se volvió estanquero. Polo Téllez resultó maestro de obra. El señor Rodríguez se refugió para siempre en el barrio de las luces rojas. Y el fundador de la escuela, el maestro de plusvalía y dialéctica, resultó ser el único que se enriqueció de manera muy honrada, pero al final y al cabo un gran capitalista. Pasaron 10 años, hasta cuando a finales de la década de los 70 Edgar Efrén Torres fundará en Armero el “Club Científico Darwin”. Este fue un coletazo científico en Armero del vecino municipio del Líbano, que fue fundado por espiritistas y jefes liberales fugitivos, a tal punto que llegaron a convertir el pueblo en la capital mundial de la teosofía.
No eran ni bobos ni locos sino vivos aquellos integrantes de “La banda de los cuatro”. Eran amigos, refinados, excelentes conversadores, pero a la larga eran apenas simpáticos y exquisitos estafadores. “La banda de los cuatro” llegó a vender de manera apócrifa el cable Mariquita-Manizales y eran expertos en hipotecar a los bancos y de manera fraudulenta las grandes haciendas que cercaban a Armero.
De clubes a cafés
Personajes así eran clientes frecuentes de los cafés de Armero. Por ejemplo, Evelio Ortiz, propietario de la muy exitosa fábrica de hielo de la muy ardiente ciudad de Armero y Luis Villabona, el insoslayable abogado, ambos cabezas mayores de los dos más aguerridos y fieros grupos de jugadores de dominó del pueblo.
A los hombres de Armero les gustaba sobre todo jugar dominó y casarse con las bonitas muchachas del Líbano. Por las tardes bajo la sombra de las ceibas o en las noches calurosas bajo los aleros de entrada a las casas jugaron durante toda la vida.
También solían jugar en los cafés que eran grandes y con ventiladores y donde las “coperas”, servían el “pintao”. Por la calle 11 quedaba el café “Ancla”, a donde iban los ricos del pueblo, a hablar de negocios. No muy lejos quedaba el café “Hawai”, frecuentado por los vendedores de chance y los jugadores de parqués y donde sucedió lo más importante que sucedió en el pueblo antes que sucediera lo del pasado 13 de noviembre: ocho muertos por un enfrentamiento a bala entre los guardias del DAS rural y los bandidos de “Desquite” y “Tarzán”. También estaba el “Café Colombia”, donde se encontraban los músicos y los enguayabados, y el café “América”, donde concurrían los que no conversaban con nadie.
En una ciudad con estratificación social, porque los ricos vivían junto a los pobres y todos jugaban dominó al atardecer, existían tres clubes: El Campestre, a la orilla del río, frecuentado por profesionales, empresarios agrícolas destacados y gerentes de bancos; Los Pijaos, club de tiro y de grandes fiestas con orquesta, y el Club Social, donde concurrían los que preferían no hablar con tanta gente.
Y la gente se reunía para hablar en el atrio de la iglesia y siempre el Lagunilla fue un tema de conversación en los cafés y en los clubes.
El mundo sigue andando
Enrique Ramírez, “Charcas”, vivió toda su vida acompañando en tragos a sus amigos. Alberto Ravaglie es el gerente de la Empresa de Teléfonos y él mismo arregla con escalera al hombro todos los teléfonos del pueblo y jamás olvidó su pasión ultraizquierda.
Gentes así, pero también prósperos ganaderos y agricultores y toda una armonía de cosecheros a destajo, viven, sueñan y recuerdan en un noviembre ardiente de 1985.
Transitan por las calles amplias, casi siempre pedregosas porque son muy anchas para pavimentarlas. Caminaban por allí por la plaza de mercado, atiborrada de frutas en sus elbas de techo de toldo. Cerca de las heladerías, tantas heladerías, refrescadas por los ventiladores incesantes.
Viven en casas de paredes muy anchas, casi siempre de concreto, y con techos de zinc que resplandecen bajo el sol.
Los pilotos de fumigación conversan por las noches y beben botellas de whisky, porque piensan que esa puede ser su última noche. Los ganaderos y los agricultores prósperos hablan en el club sobre sus trabajos en haciendas de nombres tan sonoros como El Triunfo, Santuario, Dormilón, Puracé, La Vuelta, Pindalito, Calibío, Maracaibo…
Una mujer vestida de negro camina bajo el ardiente sol y el piso caliente quema sus pies desnudos de campesina tolimense, pero una sombrilla roja la protege de la luz enceguecedora.
Bajo el bochorno de las nueve de la noche, un anciano de cabello blanco y manos callosas es tal vez el único que recuerda que en 1908 pasó un tren por allí. Era un tren que venía de La Dorada, y viajaba a bordo el Presidente de la República, Rafael Reyes. El presidente venía disgustado porque en Guayabal, habitado por los liberales de los derrotados ejércitos liberales en la Guerra de los Mil días, nadie salió a recibirlo. En Armero, en cambio, sí salieron varios conservadores. Entonces Rafael Reyes firmó sobre la espalda de un soldado el decreto que degradaba a Guayabal y ascendía a Armero al rango de cabecera municipal.
Un niño corre tras una pelota. Un coco cae. Son las cuatro de la tarde. Demasiado calor. Hace mucho tiempo que un muchacho no pudo ver el final de una película porque un aguacero torrencial interrumpió la función.
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“Las nostalgias de Armero”, Crónica publicada en el libro “Colombia y otras sangres”, obra en la que se recopilan 10 años de periodismo del escritor y cronista Germán Santamaría, donde no solo recoge textos de lo ocurrido en Armero en aquel 13 de noviembre de 1985, sino de otros cubrimientos periodísticos en el mundo.
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