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Educación

Una herencia a la que no hemos renunciado

Una herencia a la que no hemos renunciado

Por: Julio César Carrión Castro

El 15 de mayo de 1950 fue proclamado como patrono de los educadores San Juan Bautista de La Salle, por parte del Papa Pío XII, Pontífice que guardó una amañada y silenciosa complicidad con el régimen nazi en la persecución a los judíos, gitanos, homosexuales, comunistas y otras minorías étnicas y políticas durante la llamada "solución final". Este mismo Papa, de una manera menos sutil, apoyó la dictadura de Francisco Franco en España hasta llegar a concederle, “como premio a los grandes servicios en la defensa de la fe católica y en la lucha contra los infieles”, la suprema orden ecuestre de la Milicia de Nuestro Señor Jesucristo por la “vigorosa y salvadora empresa de Cruzada de la que Franco fue caudillo y artífice; defensor de la fe, fortaleza imbatible de la verdad, espejo de la virtud cristiana en su conducta y en su vida”. Porque, Francisco Franco, para el Papa Pio XII y para el Vaticano, se hallaba “en la línea de los héroes pretéritos que ofrendaron su espada, su razón y su ejemplo ante el altar de Cristo”, como luego se vería y se repetiría con otros destacados personajes de esta santa “Cruzada”, como Jorge Rafael Videla y Augusto Pinochet.

Ese mismo año de 1950, la Presidencia de la República de Colombia, en manos del ultraderechista militante del falangismo cristiano internacional, Laureano Gómez, declaró esta fecha del 15 de mayo, como el Día del Maestro en Colombia. Con ello se acataba la imposición y mandato del Vaticano, y se hacía un especial reconocimiento a la congregación de los Hermanos de las Escuelas Cristianas, presentes en nuestro país desde comienzos del siglo XX, en virtud de la ley 39 o Ley Orgánica de Educación del 26 de octubre de 1903 (promulgada inmediatamente después de la derrota liberal, durante la guerra de los mil días) y que en su artículo primero decía: “La instrucción pública en Colombia será organizada y dirigida en concordancia con la religión católica”. Acorde con este mandato, Colombia fue convertida, de nuevo, en una especie de tierra de misiones y afluyeron a nuestro país cerca de cincuenta comunidades religiosas a continuar imponiendo el credo y los rituales que se soportan desde la colonia, los que, a partir del gobierno de la Regeneración y el Concordato de 1887, ya se venían reforzando.

El religioso francés Jean-Baptiste La Salle escribió, en el año de 1706, una obra de carácter “pedagógico” y “espiritual” denominada Guía de las Escuelas Cristianas. Un pormenorizado tratado referido a la conducta y a la compostura que deberían guardar los estudiantes y los docentes de dichas escuelas, así como una serie de normativas, preceptos y sanciones para encaminarlos y dirigirlos hacia “el bien”, desde la perspectiva de la fe cristiana.

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Entonces, de manera anacrónica, doscientos cincuenta años después, y como si se tratase de una moderna expresión pedagógica para normativizar la conducta y el comportamiento de los maestros y estudiantes colombianos, -siendo ministro de educación Lucio Pabón Nuñez-, a mediados del siglo XX, el centenario texto de La Salle, Guía de las Escuelas Cristianas, sería asumido como principal orientador de los procesos formativos de los educadores, siguiendo en ello de manera acrítica y subordinada, a la España franquista y falangista. Simultáneamente se daría la fragmentación y posterior cierre de la Escuela Normal Superior, institución que desde la República liberal de los años 30, venía liderando en Colombia una concepción pedagógica no confesional, activa e ilustrada, para la formación de los educadores, pero que, por ello mismo, chocaba con los intereses de la renovada hegemonía conservadora, ahora representada en las poderosas congregaciones de la Iglesia y en el retardatario gobierno de Laureano Gómez. Cabe anotar que aún hoy la Mater et Magistra recomienda seguir al pie de la letra los planteamientos de esta obra “pedagógica”, en sus aulas e instituciones.

Como lo analizara Michel Foucault en su libro Vigilar y Castigar, en Occidente durante el período clásico, el cuerpo se convertiría en objeto del poder. La coerción constante, ininterrumpida, el control minucioso sobre los individuos y la búsqueda del encauzamiento de las conductas, mediante la aplicación de una anatomía política del detalle, llevarían a la imposición de lo que denominó con tanta propiedad, la “microfísica del poder”. Para Foucault toda la meticulosidad de la pedagogía cristiana -expresada fehacientemente en la obra de La Salle- con la pormenorizada distribución de los individuos, su aislamiento, localización y vigilancia, con la mirada sancionadora y clasificadora de los docentes, la penalidad del tiempo -los retrasos, las ausencias-, el castigo por los descuidos y faltas de atención, por la desobediencia, el irrespeto y la insolencia, así como las sanciones por las “actitudes incorrectas”, los “gestos impertinentes” y la grosería, con el control de las palabras y los gestos, con las recompensas y castigos, inaugura esa microeconomía de una penalidad perpetua, esa “microfísica del poder”.

La Guía es un detallado recetario de control del cuerpo y del gesto de los educandos, mediante su sistemático sometimiento para la obtención pormenorizada y en detalle, de los sujetos sometidos, es decir, de seres humanos útiles, sujetados por la obediencia, el rigor y el disciplinamiento coercitivo.

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Algunos apartes de este bienintencionado texto formador de los educadores colombianos establecían el tipo de sanciones, y de objetos diseñados para el castigo, como la palmeta, las varas y el latiguillo. Precisaba: “El latiguillo consta de un palo de 8 ó 9 pulgadas de largo, en el extremo del cual hay 4 ó 5 cuerdas, terminadas cada una de ellas con tres nudos. Debe estar hecho de esta manera. El maestro se servirá de él para azotar a los escolares. Podrán emplearse las varas o el latiguillo para corregir a los alumnos, por varios motivos: 1º Por no haber querido obedecer con rapidez. 2º Cuando alguno ha tomado la costumbre de no seguir. 3º Por haber garabateado, hecho bromas o tonterías en la hoja, en vez de escribir. 4º Por haberse peleado en la escuela o en la calle. 5º Por no haber rezado a Dios en la iglesia. 6º Por no haber guardado modestia en la Santa Misa o en el catecismo. 7º Por haberse ausentado voluntariamente de la Santa Misa y del catecismo los domingos y fiestas…” . Establecía claramente el por qué de estas sanciones: “Hay cinco defectos que no deben perdonarse nunca, y que deben castigarse con las varas o con el latiguillo: 1.- La mentira; 2.- las peleas; 3.- el robo; 4.- la impureza; 5.- la falta de seriedad en la iglesia”. Y, muy pedagógicamente que, “la práctica de las penitencias será mucho más frecuente en las escuelas que la de la corrección; irritarán menos a los alumnos; causarán menos disgusto a los padres, y serán a menudo muy provechosas. Los maestros las emplearán para humillar a sus alumnos, y para excitar en sus corazones el deseo de corregirse de sus faltas… Serán medicinales y proporcionadas a las faltas que los alumnos hubieran cometido, a fin de que puedan servir para satisfacer por ellas ante Dios, y que incluso sean medicina preventiva que les impida recaer en las mismas…Los maestros tendrán sumo cuidado para que las penitencias que impongan no sean nunca disminuidas…Después que el maestro haya impuesto la penitencia, el alumno hará una inclinación al maestro para agradecerle, y permanecerá algún tiempo de rodillas, vuelto hacia el Crucifijo, para manifestar a Dios que la acepta de buena gana y para pedirle la gracia de ejecutarla exactamente y sólo por su amor; luego el maestro le hará seña de volver a su sitio…

En todo caso era indispensable, para la aplicación de esta edificante “pedagogía”, la existencia de maestros serios, comprometidos con su “apostolado”, poseedores de altísimos niveles de moralidad, con claros principios de autoridad, capaces de inspirar respeto, circunspectos y, claro, profundamente cristianos…

Han pasado algunos años, cambiamos de siglos, y asistimos a un renovado e inusitado interés por lo pedagógico y educativo: No sólo por parte del siempre presente clero, tecnólogos de entidades internacionales, burócratas de los más diversos organismos, administradores del negocio de la educación, empresarios de las universidades y otros personajes de la vida pública y privada, que coinciden en señalar que estamos viviendo la era de los conocimientos, la mejor época para diseñar el desarrollo a partir de una eficiente aplicación y endogenización de la ciencia y la tecnología, de unos saberes que aparentemente circulan libres en las redes; que tenemos que adecuarnos, adaptarnos, a esta supuesta sociedad del conocimiento. Porque aprender es “acceder” a la información que circula en el ciberespacio y aplicar las técnicas que internacionalmente se recomiendan.

Se trata ahora de sustituir la uniformidad mecánica de antaño por la flexibilidad. Ya la educación no consiste sólo en el instruccionismo ni en la transmisión de unos saberes curricularizados, mediante el establecimiento de disciplinas corporales, cronosistemas y rutinas, como lo decantó La Salle, sino de fijar una crono-psicología, una crono-biología, basada en la utilización pedagógica de los “conocimientos” científicos y tecnológicos, que estarían ahí, -afirma la tecno-burocracia- para ser simplemente utilizados sin contraprestaciones.

Bajo las concepciones de las democracias liberales, desde mediados del siglo XIX se venía proyectando e intentando la masificación de la escuela, el aumento de las coberturas escolares. Hoy la vida entera pretende ser escolarizada, sometida a las rutinas de la escuela, hay un nuevo “orden” del tiempo, nuevas condiciones de existencia, basadas en calendarios, horarios y rutinas. Ya los golpes, las palmetas, las varas, los latiguillos, no son tan socorridos. Cualquier espacio puede sustituir la escuela y cualquier individuo puede improvisarse como “educador”.

Los ritmos psicosociales de control poblacional, como expresión del bio-poder, definen la no limitación de la educación a los espacios y tiempos escolares, reclaman la escolarización de otros espacios y lugares: la empresa, la casa, el café internet, y otras instituciones y establecimientos, hasta convertir todo el entorno humano en un universo pedagogizado. El mundo se ha convertido en aldea global, en escuela global, en control global. La pedagogización de otros ámbitos y lugares define una nueva -y absurda- concepción de la “modernidad”. Se trata de un nuevo encuentro entre la educación y la economía. Ahora se debe reelaborar la concepción de “capital humano”, proponiendo un mayor vínculo entre la escuela y la empresa. Ya no se busca la calificación y el disciplinamiento personal, sino formar trabajadores “flexibles” y “polivalentes”; no tanto individuos “dóciles”, sino participativos pero no o para la reflexión crítica y autónoma, sino dispuestos a la participación para la productividad, para la eficiencia empresarial.

Se trata de formar sujetos supuestamente “independientes”, “competitivos”, capaces de correr sus propios riesgos, de habituarse a las incertidumbres de los mercados y que hagan negocios “propios”. La educación de esta manera se integra al mercado del trabajo. Se requieren unas nuevas “competencias”, conforme a estándares de calidad establecidos por las entidades transnacionales y adoptados por las empresas. El concepto de “calidad educativa” ha quedado subsumido en la noción de “calidad empresarial”, de calidad en los procesos productivos y de conveniencia pragmática.

Se nos dice que el conocimiento es el eje de la transformación productiva, que debemos conectarnos con las redes del conocimiento, incorporar a nuestra realidad pedagógica y social, la ciencia y la tecnología que nos ofrece esa “Sociedad del conocimiento”, supuestamente neutral, pero en realidad sometida a los llamados “centros de excelencia” de las grandes universidades y grupos de investigación, comprometidos y manejados por las transnacionales.

Las empresas, tal como lo aprendieron del método de La Salle, están comprometidas con el desarrollo de la educación, pero no para la formación de seres humanos autónomos, sino para la adecuación y calificación del personal requerido en los procesos productivos y mercantilistas. Para mejorar el “recurso humano”…

En este orden de ideas el concepto de mejoramiento de la calidad educativa se ve reducido, desde la óptica empresarial, a la adaptación y establecimiento de unos contenidos académicos acordes con las “competencias” más significativas para el desarrollo empresarial. Así la educación como un derecho fundamental ha sido eliminada, reduciéndose a un simple “servicio”, manejado, por supuesto, con criterios empresariales, gerenciales. Los patrones de rendimiento, eficiencia y rentabilidad pasan a constituir los elementos claves para la prestación de dicho “servicio”, respondiendo a la lógica economicista del costo-beneficio y no a las obligaciones y funciones de un Estado social de derecho.

El papel actual de la escuela en la microfísica del poder es reducido. La nueva relación escuela-mundo laboral, debido a la globalización, a los cambios tecnológicos, al poder de las armas y a esa nueva y tendenciosa psicología que imponen los “tiempos modernos”, manipulada por los centros de poder y los mal llamados medios de comunicación, a la dependencia y movilización generalizada del pueblo en servicio de los intereses y del engranaje estatal-empresarial.

Para cumplir estos requerimientos del poder, se pasó del abnegado maestro “apóstol” -disciplinado él pero a la vez disciplinante y disciplinador- al bio-maestro, al maestro regularizador que puede ser cualquiera, que no reclama una específica formación pedagógica, moral, confesional, ni profesional, pero que debe estar sometido a los códigos empresariales de eficiencia y rentabilidad y a los nuevos patrones de domesticidad laboral, ya sin las penitencias, los castigos, las palmetas, las varas y los latiguillos, pero no muy alejados de las regulaciones normativas y preceptos establecidos por ese patrono impuesto a los educadores: San Juan Bautista de La Salle..

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