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Toros: arte o tortura

Toros: arte o tortura

Por: Humberto Leyton


La afición, y cierto grado de pasión por los toros,  surgió en mí a raíz de la literatura, concretamente de las novelas de Ernest Hemingway, que crearon una generación de seguidores a eso que llaman el “arte de Cúchares”.

Para nadie es un secreto que la tauromaquia fue uno de los fuertes en la novelística del escritor norteamericano, que imaginariamente lo llevó a vestirse de luces en tardes soleadas y a tomar significativamente la personalización del toro y el torero.

El premio Nobel, encarnó para muchos de mi generación no solo ese ardiente narrador de corridas de toros, sino también el cazador, el pescador, boxeador, el aventurero, el soldado voluntario de la Primera Guerra Mundial, el accidentado dos veces consecutivas en vuelos aéreos, lo que, sin duda, lo llevó a tener una vida peligrosa y probablemente una relación cercana con la muerte.

El conocimiento y propiedad para escribir sobre el mundo de los toros, nos llevó a devorar libros como “Muerte en la Tarde”, “Fiesta” y “Verano Sangriento”, donde Hemingway, acudiendo a una prodigiosa narrativa, muestra una estética creadora e insuperable de crítico de la fiesta brava, y desde el mundo de la letras, nos sumerge en ese antiguo rito de sol, trajes de luces, capotes, muletas, picadores, estoques, sangre y tragedia, que el propio escritor definió como aquello de que: “Cualquier hombre puede enfrentarse a la muerte, pero verse obligado a atraerla tan cerca como sea posible mientras se realizan ciertos movimientos clásicos, que han de repetirse una y otra vez, para luego provocársela con un simple estoque a un animal que pesa media tonelada y al que uno quiere, representa algo más que enfrentarse a la muerte. Es enfrentarse a la propia actuación como artista creador y a la necesidad de comportarse como un matador hábil”.

Hemingway dice que “la fiesta de los toros es una tragedia”, y agrega: “la gran tragedia de la muerte del toro que se representa en tres actos”. (Suerte de vara (banderillas), muleta y estoque). Este es el misterioso “duende”, perverso y macabro que recorre los redondeles de las plazas de toros.

Y esta tragedia, elevada a nivel literario por  Hemingway, fue la responsable de que, en mi juventud, y en parte de la madurez, fuera uno de los integrantes de ese gigantesco coro de las plazas de toros donde se gritaba el  ¡ole!...¡ole!...Ole!...sin importar la muerte o el sacrificio de nadie.

El cambio de chip*

Fue en una corrida de toros en la plaza Pepe Cáceres de Ibagué, con un cartel que integraban, entre otros, César Rincón y el “Juli”, que lleve a mi hija Catalina (12-14 años), para irla allegando al ‘arte’ de la tauromaquia.

En la lidia del primer toro, mi hija soltó un llanto descontrolado y me pidió que la sacara de inmediato de ese espectáculo. “Papá no quiero ver sangre ni ver cómo maltratan a ese animal”. Le dije que las corridas de toros era una tradición milenaria, donde se enfrentaban la inteligencia del hombre con la fuerza bruta de la bestia, donde el toro iba a morir con dignidad y que para eso lo criaban, en las mejores condiciones, mientras que los animales de consumo alimentario morían en un matadero en forma miserable. Ella de inmediato me respondió: “El circo romano hace también muchos años fue superado por el hombre. No quiero ver espectáculos salvajes donde la muerte sea la que defina la suerte de nadie”, y me pidió nuevamente que la retirara de la corrida.

Luego en la conversación que sostuvimos fuera de la plaza de toros, sus lágrimas, actitud, carácter y argumentos, a pesar de ser una niña en formación, me convencieron más que el sinnúmero de conversaciones y debates que había sostenido con amigos y gente antitaurina.

Llegué también a la conclusión que las corridas de toros son más un acto de tortura de un animal al que han criado más por comercio y ganancias, que para morir dignamente. Además, en el mundo taurino se sabe que muchas de estas reses no llegan al ruedo en plena capacidad: unos son afectados (se le quita la punta de sus cuernos para que no represente peligro de cornadas) y en otros casos son inyectados con sustancias psicotrópicas para restarle movilidad y desarrollo mental.

También hay que decir que las características fisiológicas del toro de lidia son el símbolo de algunos países, pero a la vez, la perdición por morir en forma cruel debido a intereses que van más allá del arte, la cultura y la historia. 

Durante los 20 minutos que dura la lidia de un toro, está sometido a una despiadada y progresiva tortura que se hace para disminuir su capacidad de defensa y de lucha, debido al estrés y al colapso orgánico y al dolor insoportable.   

Ante este hecho de crueldad con un animal, que en realidad es el plato fuerte de la fiesta brava, nada mejor que la decisión que tomó el Congreso de la República, después de una larga lucha de los animalistas y ambientalistas por suspender las corridas de toros en el país, sin derramar una gota de sangre.

Se acabó el ¡ole!...¡ole!...¡ole!...

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