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María Corina y el Nobel que incomodó a la izquierda

María Corina y el Nobel que incomodó a la izquierda

Por: Elí Zuleta

*Médico cirujano


María Corina Machado, una mujer con más de 20 años en la política venezolana y víctima de un régimen dictatorial de ideología izquierdista —castro-chavista—.

Durante mi tiempo en Venezuela —poco más de ocho años— establecí contactos con Vente Venezuela, el partido político de la laureada María Corina Machado, con los cuales solía compartir y participar de las dirigencias estudiantiles en mi alma mater, la Francisco de Miranda. Allí pude presenciar de primera mano la brutalidad con la que la dictadura venezolana reprimía y secuestraba al estudiantado. Incluso compañeros míos de la dirigencia estudiantil estuvieron un buen tiempo presos en el Helicoide —centro de tortura del régimen chavista—.

En Venezuela, las dinámicas políticas en las universidades son muy diferentes, y hasta contrarias, a las del contexto de nuestro país. Allá ser socialista es una contradicción casi biológica. Tener un pensamiento izquierdista es sinónimo de alta traición. Por lo que es muy común encontrar en los pasillos universitarios tratados de Hayek y Friedman, lo que configura el escenario perfecto para el libre pensamiento neoliberal.

Es en ese escenario donde surgió el clamor de la juventud venezolana por acabar, de una vez por todas, con la tiranía chavista. En primera medida, ese clamor fue respondido y liderado por Leopoldo López, quien incentivó la toma de las calles. Sin embargo, ese fuego fue apagado cuando Leopoldo —un hombre demócrata, fiel creyente de las instituciones y apelando al diálogo— decidió entregarse al régimen, que lo apresó y torturó durante años en la cárcel de Ramo Verde. Leopoldo siempre creyó que la unidad latinoamericana respondería ante tal arbitrariedad, pero como todos sabemos, no fue así. En ese entonces, nuestros vecinos venezolanos se dieron cuenta de que estaban solos, puesto que la izquierda latinoamericana, en vez de condenar, se hizo la vista gorda.

Posteriormente llegó el fiasco de Juan Guaidó, del que no hace falta comentar mucho, pues todos sabemos cómo terminó. Sin embargo, vale la pena recordar su ascenso. Finalizando el 2018, surgen en Venezuela las protestas más duras que haya tenido el vecino país: las universidades fueron tomadas por el chavismo, y todo aquel estudiante en contra de la dictadura era inmediatamente apresado. —Tiempos duros viví por allá yo también, puesto que el miedo a ser apresado por la policía política del Estado era una preocupación latente.— Esa situación generó una respuesta masiva del estudiantado y de la población venezolana, que tomó las calles.

Entre ese estallido social fue que se autoproclamó Guaidó. Pero apelando al diálogo y a la liberación de presos políticos, se cesó el estallido social y la libertad del pueblo quedó en nada.

Entre esa incertidumbre y desasosiego de la población, cansada de los engaños de la oposición y el régimen, fue que se levantó María Corina Machado. Anteriormente tachada de extremista y radical en cuanto a su visión de la “cuestión venezolana”, en 2019 la gente en Venezuela entendió que la única salida del régimen debía ser por la fuerza. Y respondiendo a ese clamor nacional surge la polémica que envuelve hoy en día a María Corina y su Nobel: “La única manera de liberar a Venezuela es por medio de una intervención militar”.

Esa idea no proviene originalmente de ella; nació en los pasillos de las universidades, en los comercios y en las paradas de buses. El mismo pueblo generó esa narrativa diciendo: “a los malandros hay que sacarlos por la fuerza”. Por lo que María Corina, muy sabia y ávida lectora del sentimiento de su pueblo, se apropió de dicho discurso, al que su mismo pueblo respondió positivamente.

Sin embargo, María Corina, mujer correcta y democrática, apelando a que la voluntad del pueblo se efectúa mediante las urnas, decidió embarcarse en la odisea que le ha otorgado el Nobel.

Se presentó a las primarias, en las cuales ganó, pero como bien sabemos, el régimen dictatorial de Nicolás Maduro la declaró oficialmente enemiga pública y la castigó con la inhabilidad política. Entre esas jugarretas del régimen surgió Edmundo González como alternativa, quien terminó arrasando al chavismo en sus propias elecciones arregladas.

En esas elecciones estuve yo haciendo veeduría en la población de Guanare, Estado Portuguesa. Junto con unos amigos —mis anfitriones en Venezuela— hicimos observación activa de las elecciones y visitamos cada uno de los puestos de votación. La situación era esperanzadora, tanto así que la gente hacía fila dos días antes de la elección y todos decían: “el triunfo no nos lo roba nadie”.

Entre tanta emoción fui testigo también del robo descarado de la tiranía al reportar como ganador al dictador, quien no hizo más que caer en la trampa de María Corina. Con su sagacidad en inteligencia, gestionó un software para que los resultados de las actas —controladas por los jefes de mesa electoral— fueran respaldados digitalmente, dejando al descubierto la manipulación de la izquierda fascista.

Es por ello que María Corina, defensora de los derechos humanos de todos los venezolanos, de los presos políticos, baluarte de la resistencia democrática en Latinoamérica y por su esfuerzo al canalizar el descontento popular por medio de las urnas, hoy ostenta el Nobel de Paz.

Sin embargo, la izquierda —que disfraza su fascismo bajo el rótulo del “progresismo”— salió en bandada a criticar, esgrimir y quitar validez al reconocimiento de la heroína venezolana. Pero ¿por qué?

Sencillo: para la idiosincrasia “progresista”, todo aquel que no esté alineado a sus discursos es un agresor, un violento, un paria. Por ello, los grupos feministas, en vez de apoyar, así fuera por pura sororidad femenina, a su congénere, lo que hicieron fue sacrificarla. Así mismo los actores políticos de nuestro país: el mismo Arcadio Buendía (Gustavo Petro) refunfuñó ante el triunfo de María Corina, lo cual es, honestamente, razonable; después de todo, no puede ir en contra de su compadre ideológico —el dictador Maduro—.

La condecoración de María Corina Machado solo pone en evidencia algo muy tácito: a la izquierda latinoamericana y progresista no le interesa la democracia, ni los derechos humanos, ni la paz, ni mucho menos le gusta ver a mujeres verdaderamente fuertes y empoderadas. Solo les interesa que su aliado Nicolás se mantenga en el poder, sano y salvo, para de esa manera alimentar su narrativa izquierdista.

Lo cual resulta cómico, pues todo lo que medio huela a derecha lo atacan con el argumento trasnochado de fascismo y dictadura, tal cual como le pasó a Duque. Pero eso sí: para denunciar dictaduras verdaderas como la cubana, la nicaragüense o la venezolana, ahí sí guardan silencio. Tal como cuando denuncian en Colombia los crímenes de los paramilitares, pero callan atrozmente ante las masacres guerrilleras. Así de selectiva es la moral del izquierdista.

Tanto así que se autodenominan defensores de la libre autodeterminación de los pueblos, pero en cuanto al caso venezolano son opinólogos profesionales, aun sin conocer el contexto y sin haber ido directamente a Venezuela a conocer la situación de primera mano, hasta se atreven a invalidar a los mismo venezolanos y con soberbia dicen que ellos están equivocados y que su forma de pensar no es más que una manipulación de la “derecha imperialista” —como cierto compañero de pluma, quien no para de citar a Monedero y escribe cosas de las que no tiene ni la más mínima idea—.

Por eso, en mis reflexiones siempre me pregunto: si en verdad existe la libre autodeterminación de los pueblos, entonces estos tienen el derecho de decidir cómo quieren ser libres. Y si el mismo pueblo venezolano exige una intervención militar y para ello usa a María Corina Machado como interlocutora de ese deseo nacional, pues que así sea. Ningún zurdo debería juzgarlos por ello, puesto que solo ellos —los venezolanos— tienen en sus cuerpos y en sus mentes las cicatrices de una dictadura que los ha oprimido por más de veinte años, a la cual han intentado sacar por medio de las urnas, el diálogo y las calles.

Por lo que si una intervención es lo único que actualmente pide y desea un pueblo diezmado y atribulado, sería mezquino negarle siquiera la posibilidad de decidir su última carta para obtener libertad.

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