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Las salpicaduras del acoso sexual
Por Luz Sharik Millán Peña
Lorena, una niña de siete años, fue enviada por sus padres al pueblo para conseguir un repuesto. Caminó por los pasillos de la zona comercial del municipio de Rovira, entrando por cada puerta de madera preguntando por el objeto. Los tenderos negaban con su cabeza. Siguió caminando, como niña obediente que era, hasta que se encontró a un hombre, su primo, quien aseguraba tener lo que ella estaba buscando. Como lobo de caperucita roja, supo hipnotizarla. Apresurada accedió a acompañarlo hasta su casa, pues debía llegar a la hora que su madre le había indicado. En la guarida de la bestia sucedieron los hechos.
—Confiaba en mi primo porque era mayor que yo. Era un adulto, nunca pensé que me haría daño —cuenta Lorena con su voz más rota cada vez, como si cada palabra fuese un cuchillo rompiendo cada fibra suya—. Se suponía que él me iba a cuidar porque yo era la niña, se suponía que solo me haría un favor —ahora a su voz quebrantada se añadía la decepción y la rabia.
La pequeña niña que fue volvía a nacer en las palabras que salían de la boca de Lorena, llena de sílabas que expresan desgarradamente el sufrimiento. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué a mí? No lo sabe, pero son las preguntas más frecuentes entre las almas que fueron perpetradas sin su consentimiento por alguien que suponía debía cuidarlas.
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Colombia, país que frente a los ojos del mundo es la alegría en su máximo esplendor, brinda a sus descendientes fiestas, buena música, paisajes llenos de color. Detrás de toda esta maravilla se esconde una sombra que lo consume. El acoso sexual es una realidad para las mujeres y las niñas de todos sus municipios. Una realidad cruda que deja dolor, repudio, culpa y malestar y que, según el código penal, sólo conlleva a una condena entre uno y tres años para aquel que acose, persiga, hostigue o asedie física o verbalmente de cualquier individuo, valiéndose de su superioridad de autoridad, poder, edad o sexo.
Son escenas que nunca se borran de tu mente, dicen melancólicas las tres mujeres víctimas con las que hablé.
A pesar de que este acto está constituido como ilegal, los victimarios no se detienen. Según Equidad Mujer, el número de denuncias entre el 2008 y el 2020 ascendió a 17.780, aunque solo 16.307 víctimas fueron registradas. De ellas, 13.711 eran mujeres y 1.757, hombres. En el cinco por ciento de ellas, no se registró el género.
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Lorena, una mujer tolimense de pura sangre quien ha sufrido los estragos de acoso sexual, aumenta la cifra censada. Sin embargo, no cuenta como cifra oficial. No denunció. Cuando lo sufrió, era tan sólo una pequeña.
—Por ser un familiar nunca hablé, sabía que no me iban a creer —dice mientras suspira decepcionada—. Hasta el año pasado que me lo volví a encontrar, decidí contarle a mi madre, porque ese episodio apareció de nuevo. No podía creer que ese man estuviera en mi casa después de lo que me hizo —añade Lorena mientras su respiración se agita de impotencia, como si estuviera presenciando ese momento otra vez.
Tal cual como lo dijo Lorena, las víctimas no hablan por el miedo de que no sean escuchadas y que luego sean tildadas de mentirosas, como muchas veces ocurre. Tienen miedo a que las ignoren, como hicieron con Lorena una y otra vez.
—Cuando yo era más grande, estudié en la CUN, que queda en el centro —me cuenta Lorena, intentando hacer señas con sus manos para ubicarme en el lugar —. Después de salir de la universidad en la noche, cogí una buseta, la ruta 20 —sus palabras empiezan a andar muy rápido, como si estuvieran montadas en el bus y el chofer acelerara a máxima velocidad— Iba casi vacío el bus. Estábamos un hombre y yo. Se sentó junto a mí, sacó una navaja y me amenazó. Luego empezó a tocarme.
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En sus ojos, que habían calmado sus aguas después del primer relato, vuelven a aparecer olas que inundan poco a poco su mirar.
Si durante un día soleado la niña no se pudo salvar, la mujer en la que se había convertido Lorena, cobijada por la oscura y amenazante noche, tenía menos probabilidad de salir sin ningún rasguño de un nuevo abuso. Aunque esta fue la noche en la que más sintió terror, el sentimiento no iba a desaparecer cuando el sol se pusiera en el amanecer. Luego de denunciar en la metropolitana de la ciudad de Ibagué, solo se escucharon melodías de suspenso agonizante por el pasar de tres largos meses. Cada día, Lorena estaba en una constante intriga del avance de su caso, pero nunca recibía respuestas, hasta que por su insistencia, un día por fin escuchó una declaración. Una voz desalentadora expuso lo que temía Lorena: no creyeron en su historia y su caso había cerrado.
Según las organizaciones no gubernamentales que se han dedicado a denunciar hechos de violencia sexual en el país, solo el 5% de los casos pasan de la etapa de las denuncias ante los entes de justicia, como la fiscalía. Recalcan que menos del 1% han terminado las condenas. Además, de acuerdo con Medicina Legal, las mayores víctimas de delitos relacionados con violencia sexual, casi el 90 por ciento, son menores de edad, entres los 10 y 14 años.
Así como la historia de Lorena hay en cantidades desbordantes. Adriana, una joven universitaria que desde sus trece años ha tenido que lidiar con acosadores sexuales, vio interrumpida su etapa de pubertad. Aunque su deseo sexual aún no había despertado, fue forzada a hacerlo. ¿Cómo un plan de una tarde de piscina puede convertirse en tu peor pesadilla? Adriana lo sabe perfectamente, porque su carne vivió una abrupta invasión.
—Cristian era un pelado que conocí y un día decidimos ir a la piscina. Yo nunca me he sentido cómoda con los trajes de baño por mi aspecto físico, porque siempre he sido acuerpada, pero ese día decidí hacerlo —dice con expresiones faciales de pena, siempre haciendo énfasis en su contextura —. Cuando estábamos en la piscina, él comenzó a acercarse para besarme y yo me incomodaba porque no eran besitos, eran besos como de adultos —continúa mientras pequeñas carcajadas salen de su boca, indicando su nerviosismo—. El pelado empezó a manosearme encima del vestido de baño, menos mal nunca introdujo su mano dentro del vestido. Yo me dejé porque no sabía cómo reaccionar ante esa situación.
Las consecuencias que dejan estos amargos capítulos en la vida de las víctimas se rigen por un patrón: el de la culpa. Sentimiento que martiriza sus mentes día y noche y abruma sus pensamientos, recreando una y otra vez el peor momento de sus vidas, dramatizando diferentes reacciones que nunca fueron ejecutadas. Sentimiento que las hace lamentar lo que les sucedió. Sentimiento que hoy en día alimenta sus traumas, tanto así, que su único objetivo de hablar, es para que nadie más tenga que cargar esa pesada cruz.
—No quería tener hijos. Siempre dije que no quería por el miedo a que ellos vivieran las mismas situaciones que yo —dice Lorena con gran preocupación—. Desde que tuve a mi hija no la he descuidado en ningún momento, no la dejo sola con hombres —su tono de voz se elevaba como aquella fiera que busca proteger a su cría.
Es imposible resumir las secuelas que un suceso de abuso puede causar. Sería irrisorio para las víctimas encasillar su sentir. Aún así, es importante mencionar una de las salpicaduras que han manchado la mente de Lorena tras tres episodios de acoso sexual.
—He tenido intentos de suicidio en diferentes ocasiones, debido a mis cuadros de ansiedad, depresión y dependencia emocional —suspiros vienen y van, cada palabra que entra en mi oído viene acompañada de la mano de un fuerte suspiro—. Han sido 12 veces y con diferentes métodos. Me he cortado, envenenado y tomado pastillas. Ahora estoy en control de psiquiatría y estoy medicada —narra con un toque de esperanza.
La única manera de limpiar las salpicaduras del abuso ha sido ir al psiquiatra, quien le recetó unas pequeñas píldoras. Y mientras ella intenta lidiar con la vida, en la calle, lo casos se repiten. Una y otra vez. Una y otra vez. Una y otra vez.
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