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El último cartucho

El último cartucho

Por Guillermo Pérez Flórez
Abogado-periodista


El Gobierno ha anunciado que esta semana presentará al Senado el temario de la consulta popular. Estoy ansioso por conocerlo. De la trascendencia de las preguntas dependerá que el país se movilice.

Quiero ver, por ejemplo, si incluye alguna iniciativa concreta para combatir la corrupción y regenerar la política, que es la madre de todos los vicios. Limitar las preguntas únicamente a temas de reforma laboral sería un error, pues no basta con eso para llevar a 13 millones de personas a las urnas, en caso de que los honorables senadores den su visto bueno.

La sed de cambio sigue viva. En la pasada elección presidencial, el hastío frente a los políticos tradicionales fue tal, que el electorado los destituyó en masa. Esto suele olvidarse. De hecho, muchos de sus espigados exponentes se hacen los desentendidos y actúan como si nada hubiera pasado. Los dos candidatos que pasaron a segunda vuelta —Gustavo Petro y Rodolfo Hernández— encarnaban ese deseo de transformación. Lo lamentable es que ninguno tenía un plan estructurado contra la corrupción y la politiquería.

El exalcalde de Bucaramanga nunca pasó de las frases altisonantes y vacías. Y el actual presidente apenas esbozó unas cuantas ideas que, hasta la fecha, no se han traducido en políticas públicas ni en acciones de gobierno. Ni siquiera ha tocado los fortines burocráticos, con la vana esperanza de que el Congreso le apruebe sus reformas. Se está quedando con el pecado y sin el género: le hunden los proyectos sin siquiera debatirlos. Y lo peor es que muchos de sus aliados han resultado ser más de lo mismo, incurriendo en prácticas de corrupción, politiquería y nepotismo.

Es un lugar común decir que a Colombia la tiene jodida la corrupción. En toda conversación social se repite lo mismo. Lo vengo escuchando desde los tiempos en que Julio César Turbay (presidente entre 1978 y 1982) prometía reducirla a sus “justas proporciones”. Pero la corrupción no se reduce; al contrario, crece y se profesionaliza. Sí, se profesionaliza. Hay corruptos a quienes nunca les pasa nada, porque saben cómo serlo: con tanta habilidad e inteligencia que es imposible probarles algo. Miran a la justicia y se ríen. Y algunos desde la justicia les devuelven el gesto con un guiño cómplice. “Todo bien”, parecen decirles.

El Estado es un botín por capturar a cualquier costo, porque es el camino más expedito para hacer dinero. Podría pensarse que hay actividades criminales más lucrativas —y las hay—, pero son mucho más riesgosas. Con el Estado, en cambio, es más seguro. Y no necesariamente metiéndole mano directa al erario, como hacía el senador Mario Castaño con su red de alcaldes, o manejando grandes contratos, como los famosos primos Nule, o la multinacional Odebrecht con sus socios nacionales, que se fueron de rositas tras pagar una multa de ochenta millones de dólares en Estados Unidos, mientras aquí el asunto quedó en el olvido. Gozan de impunidad judicial, política y social. Las tres impunidades de las que habla Alfonso Gómez Méndez.

Existen otras formas de corrupción menos burdas, más elegantes y sutiles, que se disfrazan de negocios legítimos: concesiones, alianzas público-privadas. Un fenómeno complejo de abordar porque se reviste de licitud y perfume empresarial.

Sobre la corrupción en Colombia se podría escribir una enciclopedia. Lo más grave, lo más patético, es que durante más de medio siglo el país no se ha sentado seriamente a pensar estrategias para derrotarla, como sí lo hicieron Dinamarca, Singapur o Botsuana. Se han aprobado leyes anticorrupción que, en muchos casos, han servido más para enredar al Estado, volverlo ineficiente y disfuncional que para sancionar a los verdaderos corruptos. Es más, tales leyes han generado un efecto no deseado: la contratación pública se ha vuelto tan compleja y llena de vericuetos, que casi solo los corruptos profesionales logran navegar con éxito en esas aguas.

Insisto en que estoy ansioso por conocer el temario de la consulta. Este Gobierno corre el riesgo de irse con grandes deudas. Regenerar la política es una de las más importantes. Los dos proyectos de ley que presentó en este frente murieron sin pena ni gloria. Y quizás fue mejor así, porque parecían cambios diseñados para que todo siguiera igual. Gatopardismo puro.

La consulta popular es el último cartucho que le queda al presidente Petro y a su gobierno para salvar los muebles y, eventualmente, darle una opción de continuidad a su proyecto político.

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