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Una Ibagué para todos
Por: Sebastián Gutiérrez
Luego de que el tiempo fundiera casi en el olvido la construcción de vías en Ibagué, y que solo recordáramos los calurosos años 80, cuando la última gran avenida fue construida en la Ciudad Musical de Colombia; aparecieron los años 90, y con ellos la posibilidad de reactivar el proceso de desarrollo en la infraestructura vial.
El símbolo más representativo y quizá único, de esa intención, fue el viaducto del SENA, incluido el deprimido que conecta la vía a Mirolindo con la carrera cuarta.
Difícilmente, ninguna obra hasta ese entonces había superado esos esfuerzos. Pero 20 años después instalada en la primera década del nuevo milenio, la ciudad se abrió a la posibilidad de construir un nuevo puente, el que facilitara el paso de la entonces rotonda del almacén Optimo, hoy almacenes Éxito, hacia lo extenso del norte de la ciudad, y descongestionara la llamada avenida Pedro Tafur, objetivo, que no podríamos decir se cumplió en totalidad.
Pero bien, las obras viales saltan de década en década y los espacios de la ciudad se ven cada vez más condicionados a la sobrecarga de vehículos. Es natural entender que las carreteras sean para los autos, pero no es natural que los autos tengan más espacio que las personas para el vivir. Entonces, la ciudad se vistió con el rutinario gris del concreto, que difícilmente no se podía combinar con algo más que las amarillas barandas de seguridad que acompañan los pasos elevados, las busetas naranjas, azules y fucsia y las filas interminables de amarillos taxis.
La cotidianidad y el espacio se condicionó a ese estado de cosas, y los puentes y las vías, fueron quedando negadas para el tránsito de las personas, los autos ganaron la batalla y las dificultades sociales de una de las capitales del desempleo en Colombia pertrecho a los habitantes de la calle al abrigo de las gigantes moles de concreto.
Los ibaguereños nos fuimos acostumbramos a viajar en el transporte público un tanto desordenado y a merced de los intereses particulares de los empresarios, la mayor parte del tiempo viajamos aburridos y preocupados por la suerte de atravesar por uno de estos símbolos del progreso (puentes), caminando y, tal vez en la noche, la que intensificó los temores y el aislamiento de las personas y los espacios.
La atención de los mandatarios de turno, nunca tuvo en cuenta la premisa del espacio para la gente, y hasta el cansancio remarcaron las líneas blancas en el piso de las vías, amarillas a los lados y anchas y gordas en las cebras de los semáforos. Se pensaba solo en las cosas y la forma de facilitar la vida de las cosas no del ser humano.
Pero este artículo no es para lamentar lo pasado o cargar de monotonía lo pesado de las jornadas, estas líneas tiene solo la intención de contar que hoy esto ya ha sido superado y que hoy Ibagué es otra.
Amigo lector, Abrumado por la mirada del supremo jerarca de las alturas andinas que despliega sus gigantescas alas por uno de los flancos del viaducto del SENA, no pude más que dejarme ir por a la fiesta del color, extrañado por lo que vía, me sentí rodeado de bandadas de aves que silbaban al ritmo de las boquillas de los aerosoles de un grupo de artistas ibaguereños, jóvenes y de las barriadas, que como soldados de la cultura enfilaron sus armas en contra del aburrimiento y la frialdad.
En Ibagué más como un recuerdo de nuestra apatía al arte y del olvidado rol social que le hemos asignado, aun podemos apreciar en algunas paredes deterioradas o ultrajadas las obras de maestros como Edilberto Calderón, Niño Botía o la majestuosa Dulima de maestro Saldaña y los amorosos tallados del maestro Edmundo Faccini, quienes no recuerdan lo cierto, que es el no pensar de lo ibaguereños sobre el arte, negándola como parte nuestra, de nuestro interior.
Por eso mismo, mi sorpresa, nunca se había visto en la ciudad una intervención artística de la magnitud que hoy revela el puente del SENA, metro y metros de concreto fueron hechos un gran lienzo que adorna con vida propia y con la intensa de la respiración de un colibrí, las mañanas, las tardes y las noches de una Ibagué que ahora es deleite para sus habitantes.
El puente de la calle 80, los muros de la avenida ferrocarril, las paredes de la concha acústica Garzón y Collazos, los andenes de la Carrera 5a y los cientos de murales en las barriadas de la ciudad, lograron fundir El arte de la calle, la maestría del artista, la pasión del coterráneo, el amor de la juventud, y la memoria de lo irrepetible, lo hicieron para presentar a Ibagué un aliento magno.
Hace cuatro décadas pensábamos en gris, hoy tenemos la cicloruta más larga del país que se alientan de paneles solares y luminarias led, la doble calzada Ibagué – Bogotá esta tapizada por un desfile de ocobos y el nuevo urbanismo de la ciudad se despliega con la conciencia de los tiempo críticos para el ambiente.
Las técnicas cambian, los tiempos igual, las gentes se visten de formas distintas y la música llama a otros ritmos, pero la esencial del arte está en su sentimiento, el que seguro usted podrá apreciar, cuando camine por su ciudad otra vez y pase por los jardines de una Ibagué cada día más calurosa para todos.
La ciudad se ha engalanado de arte para sus habitantes y ha recuperado los espacios públicos perdidos por la desidia y la ignorancia de sus mandatarios; lo ha hecho con cultura, arte y deporte.
Esperemos que no pase el torpe retroceso que hoy vive Bogotá. Salga camínela, disfrute en familia, con amigos, solo, siéntase de la ciudad, siéntase orgulloso de su ciudad y no permita que los fríos y grises tiempos regresen.
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