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Una pedagogía para la exclusión y el olvido

Una pedagogía para la exclusión y el olvido

Por: Julio César Carrión.

En términos generales los actuales Estados funcionan como enormes panópticos que buscan disponer siempre de los individuos. Estos son observados, fichados, reseñados y permanentemente ubicados. Los bancos de datos, las instituciones de seguridad, las agencias de información, las centrales de inteligencia, dan cuenta pormenorizada de las personas, convirtiendo sus vidas privadas en asuntos de dominio público.

Las formas de control de la biopolítica moderna, comprenden además de los números oficiales de identificación personal, los empadronamientos, los censos poblacionales, los fichamientos médicos, de seguridad social, los retenes y requisas policivas, los informes de estados financieros, las declaraciones de renta y patrimonio, las grabaciones y filmaciones en video en las terminales de transporte, en los aeropuertos, en las calles, en los establecimientos públicos y privados, en los bancos, en los centros comerciales, en las empresas y en las instituciones educativas y por supuesto la detección satelital que apoya las acciones del mayor imperio carcelario del mundo.

Calculadamente el bio-poder establece, en esta especie de gueto o de campo de concentración universal, no sólo los cronosistemas y rutinas de la gente, sino su total transparencia y desnudez, hasta conseguir la más extrema reducción de los individuos a la condición de rebaños, de animales, con el propósito de lograr un detallado control sobre sus actividades, sus comportamientos y sus vidas.

Además del violento disciplinamiento, de la coerción social estatuida y del control externo establecido históricamente por los aparatos represivos del Estado, se han ido instalando otras políticas del cuerpo y otras formas de control y de regulación más sutiles, íntimas e interiorizadas que se remiten al auto-disciplinamiento de los “sujetos sometidos”.

Los Estados contemporáneos tienen como principal función, según lo investigó Foucault, tomar a cargo la vida entera, ya sea para cuidarla, fomentarla, regularla, controlarla, o para eliminarla. Lo que anteriormente constituía una excepcionalidad, se ha convertido en regla. Ahora no se trata de una “ruptura del orden establecido”, de un “estado de excepción”, sino de las más aterradoras prácticas cotidianas del poder.

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En los campos de concentración y de exterminio erigidos por los nazis se estableció la epifanía de este “nuevo orden mundial”. Toda esta regulación poblacional, esta bio-política que pretende reducir el ser humano a su mera animalidad, a la “nuda vida”, tiene su origen en las prácticas efectuadas en los campos de concentración. Giorgio Agamben (2003, 151- 230) ha dicho que es importante comprender que las políticas de exterminio contra los judíos, los gitanos, otras culturas y etnias o contra los comunistas, por parte de los nazis, deben ser inscritas dentro de los mecanismos de la bio-política moderna, sin caer en los encubrimientos o enmascaramientos conceptuales:

El haber pretendido restituir al exterminio de los judíos un aura sacrificial mediante el término holocausto es una irresponsable ceguera historiográfica(…) debemos tener el valor de no cubrir con velos sacrificiales, el que los judíos no fueron exterminados en el transcurso de un delirante y gigantesco holocausto sino, literalmente, tal como Hitler había anunciado, ‘como piojos’, es decir, como nuda vida(...) La dimensión en que el exterminio tuvo lugar no es la religión ni el derecho, sino la bio-política.

Todo comenzó por las “razones humanitarias” con que presentó el régimen nazi la aplicación de un extenso programa de eutanasia social que se estableció, en primera instancia, “de buena fe”, para suprimir aquellas vidas “indignas de ser vividas”, como las de los individuos considerados locos, carentes de conciencia, enfermos mentales, idiotas incurables, “deficientes morales”, y otros indeseables y marginados sociales -los que en Colombia hoy muchos denominan “desechables”-, pero que luego continuó contra otros pueblos y culturas, disfrazando sus intencionalidades tras el “argumento” de una supuesta superioridad racial. Fue la conversión de un programa teóricamente humanitario, en una operación de exterminio masivo, de enorme conveniencia para las élites dominantes.

El profesor José A. Zamora (2003, 5) lo precisa: En los campos nazis los prisioneros eran sometidos a un proceso de destrucción de su subjetividad para reducirlos a pura existencia somática. De esta manera se consumaba una lógica de zoologización que comenzaba con la privación del status legal, con la exclusión de la comunidad política y de su marco de derechos, aunque éste respondiera al tratamiento de ciudadanos de segunda clase, y proseguía con el transporte en vagones de ganado, la identificación por medio de un número tatuado, el hacinamiento en barracas similares a establos, el sometimiento a ‘experimentos médicos’ como si se tratara de cobayas, el exterminio con productos químicos antiparásitos, el aprovechamiento industrial de los cadáveres, etc., prácticas todas ellas encaminadas a borrar la humanidad de los prisioneros, a reducirlos a pura animalidad, a mera corporalidad.

El campo de concentración -afirma Agamben (2001)- como puro, absoluto e insuperado espacio biopolítico (fundado en cuanto tal exclusivamente en el estado de excepción) aparece como el paradigma oculto del espacio político de la modernidad, del que tendremos que aprender a reconocer las metamorfosis y los disfraces. No es mucho lo que tendremos que bucear para encontrar la continuidad de estas prácticas en la vida contemporánea.

 

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