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Antonio García: Un profeta desarmado
Por: Julio César Carrión.
Isaac Deutscher en el prefacio de su famosa trilogía sobre la vida de León Trotsky -El profeta armado, el profeta desarmado y el profeta desterrado- se sustenta en la conocida cita de Nicolás Maquiavelo, contenida en el capítulo VI de El príncipe: “Todos los profetas armados han triunfado, y fracasado todos los desarmados”. No obstante a continuación, Deutscher encuentra lo irónico y paradójico de dicha afirmación, porque el propio drama de la vida de Trotsky, quien a pesar de ser desprestigiado, perseguido y finalmente asesinado por la eficiente maquinaria estatal stalinista, pudo establecer diáfanamente “un poderoso elemento de victoria oculto en la derrota”. Considero que esta imagen nos puede servir para interpretar cabalmente el itinerario vital de Antonio García Nossa en la violenta historia de Colombia.
Un país sumido en la simulación de la democracia, de la libertad, de la paz y la cultura, que desde la colonia ha mantenido en un extremo los privilegios de sangre, de casta y de fortuna y en el otro el despojo y la arbitrariedad, bajo la administración de una astuta oligarquía sostenida por la violencia, por las armas, por el fraude y por el permanente Estado de excepción. En este país anacrónicamente inmerso aún en el régimen colonial-hacendatario, Antonio García establecería el portentoso ensayo de ayudarnos a pensar de otra manera; con pensamiento propio, con autenticidad y con autonomía.
Como lo confiesa el propio Maestro, la tarea de buscar los elementos teóricos y conceptuales que le permitieran acercarse al análisis de la realidad de nuestro país, de la América Latina y, por supuesto, a la formación de un coherente pensamiento social y político, fue muy ardua dadas “las adversas condiciones de una sociedad tan petrificada, provinciana y escolástica como la de Colombia”. Afirmó:“tuvimos que partir de cero: de la pétrea fraseología escolástica y a lo más, de las pequeñas audacias del positivismo comteano…”. Como un explorador de tierras no holladas, sirviéndose de su inteligencia, de sus escritos y de su verbo, Antonio García enfrentaría la Hidra de Lerna del poder señorial, oligárquico y confesional; ese fardo escolástico con sus “supersticiones y falseamientos conceptuales” de enorme vigencia en el mundillo intelectual y académico de una Colombia que se extasía en el diletantismo y la simulación del saber. Además el profesor García se chocaría con la tremenda y compleja realidad de las sociedades latinoamericanas y su atraso. Cabe anotar que su encuentro no fue el de un profeta armado -como lo fueron José Martí, Augusto César Sandino o el Ché Guevara-, sino el de un intelectual comprometido en particular desde la teoría, aunque de manera disciplinada y activista.
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Antonio García, como lo dijese Víctor Hugo de Voltaire, “declaró la guerra a esa coalición de todas las iniquidades sociales, a ese mundo enorme y terrible, y aceptó la batalla. ¿Y cuál era su arma? Aquella que tiene la ligereza del aire y el poder del rayo. Una pluma. Con esa arma combatió; con esa arma venció”. La confrontación con ese mundo intelectual petrificado le exigiría “inventar la ciencia frente a una realidad social extremadamente conflictiva…”. Sin embargo, sus primeras “armas” no fueron necesariamente teóricas -con las que indudablemente descollaría luego en el panorama intelectual de la América Latina- sino aquellas que tienen que ver con la directa participación militante en los procesos organizativos y emancipatorios de los movimientos populares de indígenas, campesinos, peones, terrazgueros, comuneros, artesanos, obreros y colonizadores, para luego sí ir creando ese arsenal crítico y teórico que le convertiría en uno de los más importantes científicos sociales de Nuestra América Mestiza, y que nos permite contar hoy con ese amplio bagaje conceptual para hacer frente, tanto al absolutismo político de las oligarquías y a su farsa “democrática”, como al dependentismo económico y cultural y a la injerencia imperialista.
Antonio García, desde su adolescencia en los años treinta del pasado siglo y hasta su abrupta muerte en 1982 -a los setenta años de edad- vio, vivió y analizó como ninguno el devenir histórico de nuestro país y de la América Latina; participando fervorosamente no solo en la elaboración de los elementos conceptuales para la comprensión de dicha realidad, sino comprometiéndose con las actividades revolucionarias y emancipatorias de la inestable sociedad que le tocó vivir. Entendió la importancia de los procesos revolucionarios, los fomentó, discutió, planificó, como militante de ideas y de acción, y finalmente padeció la frustración, la derrota y el fracaso de éstos ideales.
Deambuló por los países de la América Latina, precisamente como un profeta desterrado, vivenciando los triunfos y los fracasos de los movimientos populares. No actuó como un analista marginal o como un “sabio de gabinete”; en todo caso el suyo no fue “un marxismo de fachada”, ni su compromiso obedecía a ese oportunismo que caracteriza a la “izquierda” satisfecha de hoy. Fue un intelectual integral, como lo exigiera Antonio Gramsci. Asumió en todas sus actividades el compromiso de la Investigación-acción-participativa que Orlando Fals Borda, ese otro grande de la ciencia social crítica, acuñara como reto y fundamento de las modernas ciencias sociales.
Antonio García, el académico, el economista, el historiador, el político, el activista, entendió que en toda la América Latina “el sistema representativo no ha servido para representar al pueblo” que tras la fachada de la “democracia” se siguen escondiendo las “tendencias señoriales heredadas de la colonia española, sus instituciones de represión y de gobierno, su cultura monástica, su iglesia jerarquizada y una esclerosada e inamovible estratificación social”. Que en la América Latina y particularmente en Colombia, vivimos en una sociedad entre señorial y burguesa, en donde hasta la emergencia de las nuevas fuerzas sociales, ha sido condicionada a los intereses del poder. La aparición de las ideas rebeldes no ha significado el agenciamiento de una clara ideología emancipadora, sino, más una acrítica adhesión a las retahílas y “consignas de un nuevo evangelio -dada la tradición confesional y ortodoxa de la educación en Colombia- que a las tesis o planteamientos teóricos de una ideología revolucionaria”. Estas expresiones políticas siempre terminaron, si no reprimidas o cooptadas por el poder, reducidas a simples “ensimismadas iglesias revolucionarias”.
Según el maestro Antonio García, las estructuras del poder, concentrado en un patriciado latifundista criminal, con la transmisión dinástica de los gobiernos entre las grandes familias, con sus mecanismos de lealtades y obligaciones serviles, con la repartija burocrática del Estado, con el compadrazgo, el gamonalismo y sus clientelas, ha continuado de manera anacrónica manteniendo una falsa cohesión social y una falsa democracia. En el estudio de la contemporánea historia de Colombia, inscrita en una atmósfera de permanente guerra civil no declarada, de una guerra civil casi siempre encubierta, con la institucionalización del Estado de fuerza, como sustituto del llamado “Estado de Derecho”, descubre que esa aristocracia latifundista, vigente desde la época hispano-colonial y el funcionariado corrupto que ascendió en torno a los generales enriquecidos con las guerras de la “independencia”, conservaron su poder a pesar de la vinculación del país a los circuitos del mercado mundial y de los precarios procesos de industrialización y urbanización emprendidos durante todo el siglo xx. Asimismo nos enseñó que toda la historia de Colombia ha sido una revolución inconclusa, porque los sectores populares han carecido de los instrumentos propios que les garanticen su unidad y su proyección política. Por el contrario, han estado sometidos a la manipulación y a la traición por parte de los grupos hegemónicos.
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La comprensión de estos mecanismos de neutralización de la inconformidad social, sumado a los engaños y falsificaciones con que se ha edificado la historiografía colombiana por parte de las élites dominantes, llevó a Antonio García -en diversas oportunidades- no sólo a proponer la conformación de un auténtico Partido Socialista de base popular, sino que le permitió definir con claridad el proceso histórico que, desde el período colonial, hemos soportado los colombianos. Dividió este proceso en los siguientes grandes ciclos:
1. La revolución nacional de independencia y la instauración de la república señorial (1810-1849).
2. La apertura agro-exportadora y la primera república liberal (1849- 1884).
3. La integración nacional y la república autoritaria (1884-1920).
4. La modernización capitalista y la segunda república liberal (1920-1946).
5. La contrarrevolución preventiva y el proyecto militar populista (1946-1958).
6. La crisis del Estado liberal de derecho y la articulación del modelo de capitalismo dependiente (1958-1980).*
(*Tomado de la introducción del libro Los comuneros en la pre-revolución de independencia. García, Antonio. Plaza y Janés Editores. Bogotá, Colombia 1981).
Cada uno de estos ciclos nos muestra en la violenta historia de Colombia, el aplazado tránsito entre el régimen señorial-hacendatario de la colonia y una imaginaria democracia plena -muy publicitada pero jamás realizada- mientras, en el interregno, en la vida real, hemos sobrellevado los colombianos todas esas expresiones de administración pública y política que nos avergüenzan ante propios y extraños, como la república señorial y absolutista, empeñada en fomentar el terrorismo de Estado y los criminales procesos de contrarrevolución preventiva; los regímenes autoritarios promovidos por una extraña concepción de república liberal, cínica, pragmática y burguesa, hasta llegar, en la actualidad, a la proyección de un Estado mafioso y fascistoide que, en nombre de una supuesta lucha antiterrorista, fortalece la represión y niega todas las libertades y las garantías.
Refiriéndose al régimen de contra-revolución preventiva instaurado bajo Laureano Gómez, Antonio García señaló: “Se dice que la democracia es un sistema de libre representación popular, de libertad y de funcionamiento de controles: el régimen del terror convirtió el sistema de representación pública en un sistema de suplantación; el ejercicio de las libertades políticas se pagó con la vida; se estableció el régimen -obviamente de facto, no autorizado por ninguna ley- que anuló el respeto por la persona humana, por su intangibilidad física y moral, por la inviolabilidad del domicilio y la correspondencia; el control fiscal se sustrajo de las atribuciones del Congreso para ponerlo en manos de la presidencia de la República. Este orden de arbitrariedad -cuyo nuevo estilo sólo tenía parentesco con el de la conquista española- no podía ser un sistema republicano de vida, no funcionaba: sino por un golpe de Estado, orientado hacia la defensa de sus bases elementales, sin las cuales no es posible ni digna, ni aceptable, la convivencia humana”.
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Se trata, como podemos ver, de un Estado que, tanto ayer como hoy, impregnado hasta lo más profundo con las estrategias del engaño, busca tanto la neutralización de la inconformidad popular y la cooptación de sus líderes y dirigentes, como un mayor ascenso para la oligarquía y el fortalecimiento de la represión social, readecuando y modernizando sus funciones, pero preservando los viejos hábitos clientelistas y autoritarios bajo la careta republicana y “democrática”. Estos señalamientos del profesor García, en el panorama de la actual decadencia general de la falsa democracia colombiana, nos permiten descubrir la podredumbre y la descomposición de la tan ponderada “democracia” que expone sus taras y deformidades, mostrándonos fehacientemente, cuánta razón asiste a Walter Benjamin cuando afirma que “la tradición de los oprimidos nos enseña que el estado de excepción en el cual vivimos es la regla…”.
Esta situación, patentizada y demostrada por los estudios de Antonio García, nos permite concluir que el objetivo de los enfrentamientos populares y del quehacer de los grupos socialistas y de izquierda, no se puede agotar en las reivindicaciones democrático-liberales; que las simples luchas electorales, culturales, ecológicas, de género, étnicas o nacionales -que de alguna manera siguen teniendo espacio y tolerancia en los diversos Estados y países del mundo contemporáneo-, en fin, que la socialdemocracia y las “terceras vías”, no son suficientes, que se trata de una especie de distractivos con respecto al horizonte general de la confrontación anticapitalista.
Toda esa articulación presente hoy entre el gobierno, el narcotráfico y el paramilitarismo, nos está mostrando abiertamente que, en su total decadencia y corrupción, el poder de las oligarquías colombianas no requiere ya de la retórica de la “democracia”, ni de una cuidadosa estrategia del engaño, pues, todos esos embustes del “Estado de derecho”, del “Estado social comunitario”, de la “seguridad democrática” y de la “lucha antiterrorista”, no hacen sino ocultar el orden de arbitrariedad de un fascismo democrático, al uso hoy en Colombia y en todo el “mundo libre”.
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