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Cumandayyyyyyyyy mandayyyyyy ayyyyyyy

Cumandayyyyyyyyy mandayyyyyy ayyyyyyy

Por Oscar Viña Pardo


La cita a la entrada del Parque Natural de los Nevados para apreciar lo que queda del volcán Nevado del Ruiz, inicia a las ocho de la mañana. Carros y motos se aglutinan en el ingreso donde ya espera parte del personal que guiará el recorrido en el que la naturaleza es protagonista central. 

Antes de recibir la charla informativa, la gente acostumbra a tomar una aromática de coca, en especial los que sufren de tensión alta, o los que padecen de soroche por las alturas. Los extranjeros pagan un poco más que los nacionales y los mayores de 70 años tienen prohibido el ingreso, al igual que las mascotas. Incluso, a todos, los hacen devolver lo más rápido posible, porque sufrirían del rigor de la montaña. 

Todo grupo debe ir acompañado de un guía y auxiliar: no hay excepciones. La organización del personal es prenda de garantía frente a un territorio que reclama a gritos ser consentido por quienes lo visitan, y los que pretenden tocar el hielo o las cubiertas glaciares, deben contentarse con ver la fumarola o el extenso gris por donde transitan durante todo el recorrido.

El glaciar que se contemplaba en 1959, con un área aproximada de 34 metros cuadrados de hielo, desaparece año tras año. Las personas que alcanzaban los 4.500 metros por encima del nivel del mar ya podrían contemplar el hielo. Hoy, los glaciares pueden apreciarse entre los 4.800 a 4.900 metros.

El agua de los glaciares poco a poco se está acabando. El hombre se ha encargado de acabar con la naturaleza propia del lugar. No hace mucho, alguien llevó a la zona una planta parásita que es bonita, pero que con solo tocarla hace que sus semillas se esparzan por el lugar y les quiten la tierra a los frailejones, los guardianes del agua. 

Los guías lo repiten una y otra vez a los turistas: no abracen los frailejones, no toquen los frailejones, porque el solo roce con su piel les genera un hongo y empiezan a morir. Desafortunadamente, para muchos, las palabras solo resuenan en el aire. Algunos creen que con abrazarlos se les va a acabar la mala racha que traen, que la planta los limpia energéticamente: un error que pagamos todos los demás, porque la ignorancia siempre será atrevida y la despensa de agua se está agotando. 

Los turistas preguntan siempre cómo la erupción de ese fatídico 13 de noviembre de 1985 cobró tantas vidas. La tragedia del Ruiz no solo nos sirve para reflexionar sobre lo paquidérmico que fue el gobierno de turno en la toma de decisiones, sino que también nos permite pensar que fue ese el punto de partida de la Unidad de Gestión del Riesgo, así hoy esté en el ojo del huracán: el problema radica nuevamente no en las instituciones, más si en las personas.

Otra parada más y se llega al lugar donde años atrás se podía, con solo caminar unos metros, tocar el hielo. Eran 400 metros eternos que regalaban una recompensa infinita. En ese espacio, está ahora una segunda para de ingesta de té de coca, y mirar hasta el infinito la grandeza del gris ceniza que acompaña el volcán Nevado del Ruiz. 

Cámaras fotográficas con teleobjetivo y celulares con ojos de pescado son parte de esas herramientas del recuerdo que llevan algunos. Otros, prefieren una simple fotografía y llevarse guardada en la memoria las anécdotas del viaje. El guía aprovecha para hablar de los pocos animales que aún se conservan. El tono de su voz cambia notablemente cuando habla sobre el oso anteojos que vieron hace pocos días, imponente, seguro. 

Al llegar a la última estación, los carros se dejan separados del cañón al que nos desplazaremos. Nos pide, a los que creemos en los campos energéticos, que nos quitemos los zapatos, porque en la pacha mamá está la posibilidad de descargar la energía y recargar gracias al abrazo del aire frío que nos envuelve y nos transporta a otra dimensión. Son solo segundos. 

El cañón de esa parte del nevado del Ruiz empieza a tomar vida. Parece que los Cumanday, habitantes de la zona, nos dieron la bienvenida a través de una flauta mágica impulsada por el viento que se pausa, pero que de un momento a otro vuelve a tomar fuerza. Un vaivén de sensaciones que nos recuerda que sí es posible vivir en armonía con la naturaleza. 

Hemos recorrido algo más de 400 metros descalzos. Los que llevan calzado nos miran como bichos raros: es entendible. Cada quien ve el mundo como quiera o le parezca. En ese transitar, algunos hablan sobre la presencia de extraterrestres y que la energía vibra a frecuencias mayores. No solo es porque estamos rondando los 4.350 metros o por la escasa vegetación o la fumarola que se divisa a lo lejos, es porque esa tribu del lugar sigue acompañándonos de manera invisible. 

Ya todos estamos al borde del precipicio. Un vacío nos permite apreciar ese cañón en medio de tanto gris. Los guías del Parque Nacional nos piden que gritemos todos al unísono Cumanday, en agradecimiento a sus habitantes, seres mágicos, seres terrenales, seres sintientes y hasta las rocas grises llenas de ceniza. 

El guía cuenta, uno, dos, tres y el grito es unísono: Cumanday. La montaña responde: cumanday manday manday ayyyy, es una especie de mantra que nos permite liberarnos de las tensiones y regresar a casa por el mismo camino agradeciendo esa experiencia única y maravillosa en un solo lugar. Mágico sí, pero necesita de esos magos, brujos y los aquelarres para conservarse y seguir protegiendo a los Cumanday de otras tribus que habitamos territorios como el Tolima, Quindío, Caldas y Risaralda. 

Cumanday, cumanday, cumanday, gracias. 

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