Columnistas
Los princesos del neoconservadurismo
Por: Lorena Solano- Periodista Feminista
Hay un nuevo espécimen rondando por las redes sociales: el princeso del neoconservadurismo. No lleva corbata, ni fuma en pipa como los viejos patriarcas que dictaban cátedra desde el púlpito o en el Congreso de la República. No. Este viene en versión gamer chair, con micrófono de condensador y aro de luz LED, todo un pack. Sus sermones llegan en clips de 30 segundos, con buenos hooks de entrada y se viralizan más rápido que una receta de TikTok.
Estos jóvenes, que se creen los rebeldes del presente, son en realidad la fotocopia en baja resolución de los conservadores de siempre. Eso sí: con filtros de Instagram y TikTok. Te enseñan “cómo ser macho”, “cómo llevar los pantalones”, “cómo dominar a las niñas” —sí, las llaman niñas—. Se burlan de los cuerpos de las mujeres como si fueran memes que re-comparten en Whatsapp, sueñan con mandarlas a la cocina, y convierten el 50/50 de una cuenta de comida en examen final de feminidad. Micromachismos disfrazados de chiste que no hacen reír: son tutoriales en Full HD de cómo perpetuar la desigualdad desde la comodidad de un streaming.
Lo paradójico es que se disfrazan de progres. Hablan de “libertad”, de “romper lo políticamente correcto” y de “no dejarse censurar”. Algunos hasta citan filósofos como quien googlea en Wikipedia, otros dan consejos de amor o cómo entender a las mujeres. Pero en el fondo se deslizan hacia posiciones más turbias: militaristas, fachistas, y en casos extremos, con guiños al ultranacionalismo o a su ser paraco más profundo. Un cóctel de testosterona digital y miseria intelectual, aderezado con emojis de fuego y banderitas patrias, el mejor de la carta digital si tienes mal gusto.
¿Conservadores ellos? Sí. Ultra.
En palabras de Corey Robin en La Mente Reaccionaria. El Conservadurismo desde Edmund Burke hasta Donald Trump (2017):
“El conservadurismo es una meditación sobre la experiencia de tener poder, verlo amenazado e intentar recuperarlo de nuevo.”
Y ahí está el truco: no importa el disfraz, siempre se trata de preservar privilegios bajo la excusa de tradición, orden o naturaleza. El neoconservadurismo es solo la versión con luces LED: se vende como innovador, se camufla entre discursos de libertad individual, pero refuerza los mismos valores de siempre: autoridad, mercado y familia tradicional.
En la era digital, esta corriente encuentra terreno fértil entre los nativos de internet, para quienes el algoritmo es tan natural como respirar. Aquí no aparecen biblias ni banderas, sino podcasts, shorts de 60 segundos y “debates” en Twitch. Como diría Zygmunt Bauman, en un mundo líquido e incierto la juventud busca certezas; los princesos ofrecen esas certezas en forma de masculinidad rígida y jerarquía disfrazada de “orden natural”.
¿Qué hacemos con los princesos?
El peligro de los princesos del neoconservadurismo no está solo en lo que dicen, sino en lo que representan: la normalización de un machismo digital, viral, disfrazado de humor y de falsa rebeldía. El algoritmo premia lo polémico, los likes refuerzan el eco y los seguidores los convierten en gurús. Cada clip que repite un micromachismo no es un chiste aislado: es parte de una pedagogía tóxica que se reproduce en masa. Como advierte Rita Segato, el patriarcado no solo se sostiene en la violencia física, sino en una pedagogía de la crueldad que normaliza el desprecio hacia las mujeres y convierte la desigualdad en espectáculo cotidiano.
Y claro, en versión criolla el fenómeno tiene su propio sabor: influencers que convencen rifando motos, regalando mercados o donando plata en vivo para mostrar su “buen corazón”. El patriarcado en pasta: pagarle bien a tus empleadas domésticas (porque toca, no porque seas un santo) y difundirlo en redes como si fuera obra de caridad. Eso sí, entre transmisión y transmisión no falta la pulla contra la exnovia, porque la masculinidad débil siempre necesita un chivo expiatorio. Crear contenido para acumular likes no es problema; el problema es cuando esos likes se convierten en capital político y cultural para reciclar el mismo manual de privilegios.
Y si hace falta un ejemplo más claro, ahí está Westcol, el streamer paisa que convirtió la misoginia, las polémicas y el show de su vida sentimental en contenido viral, demostrando que en Colombia también tenemos princesos con micrófono de lujo y discursos de naftalina. Como cuando dijo: “Esas viejas solo saben recoger café”, refiriéndose a las mujeres de Armenia; o cuando, tras terminar con Aida Merlano, salió a decir que debía conseguirse una novia que trabajara en un call center o de cajera en un Éxito, “para poder humillarla por plata”. Y más recientemente, cuando calificó con un “10” a Beéle por la filtración de videos sexuales de su expareja, aplaudiendo la violencia digital y la exposición no consentida como si fueran logros masculinos. Un machismo crudo, clasista y violento que se disfraza de chiste, pero en realidad educa a miles de seguidores en la cultura de la degradación.
La tarea es desarmar ese discurso. No con las moralinas aburridas que ellos usan para hacerse las víctimas, sino con ironía, análisis crítico y, sobre todo, con alternativas culturales que demuestran que ser joven no es sinónimo de repetir el manual rancio de tus abuelos con voz en off de streamer. Pero también, la tarea es apoyar a las juventudes que sí están camellando por transformaciones reales: desde el campo, desde las luchas culturales, políticas, sociales, feministas. Abrir espacios de debate que no sean solo electorales y temporales, sino sostenidos y profundos. Porque un reto de la comunicación política y crítica no es solo denunciar, sino transformar la sociedad, abrir la conversación y construir nuevos referentes.
Porque si algo debería significar ser de esta generación nativa digital, es la capacidad de imaginar mundos más libres, no andar jugando a ser príncipes azules del patriarcado digital. Como lo planteaba bell hooks, el feminismo es para todo el mundo: una invitación a desmontar el patriarcado no desde la victimización masculina, sino desde la posibilidad de construir relaciones más justas y humanas.
Al final, los princesos del neoconservadurismo no son más que eso: niños jugando a ser machos en un set de grabación. Su reino es un cuarto con luces de neón, su espada es un micrófono caro, y su trono son las views que les regala el algoritmo. Se creen revolucionarios, pero lo único que hacen es revender dogmas que ya olían a naftalina hace medio siglo. Y lo más patético: lo llaman libertad.
El día que entendamos que no hay nada más conservador que disfrazarse de rebelde para defender los privilegios de siempre, ese día los princesos perderán la corona. Hasta entonces, seguirán en su castillo de likes, enseñando a sus súbditos digitales cómo ser machos de manual.
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