Columnistas
Ley de Financiamiento: egoísmo social y desigualdad
Por: Martha Alfonso, La Profe
*Representante a la Cámara por el Tolima
El informe sobre la 'Desigualdad Global 2026', que se basa en el trabajo de más de 200 académicos de todo el mundo afiliados al Laboratorio Mundial sobre la Desigualdad, muestra un panorama preocupante: “La desigualdad ha sido durante mucho tiempo una característica definitoria de la economía mundial, pero en 2025 ha alcanzado niveles que exigen una atención urgente.
Los beneficios de la globalización y el crecimiento económico han recaído de manera desproporcionada en una pequeña minoría”.
Además, el informe muestra cómo aproximadamente 60 mil megarricos tienen tres veces más riqueza que 8.000 millones de habitantes del planeta tierra.
Colombia no es ajena a esta realidad. Durante muchos años, nuestro país ha sido uno de los más desiguales del mundo, teniendo en cuenta la enorme brecha de ingresos entre los más ricos y los más pobres, razón que hace fundamental y necesaria la inversión social del gobierno para mitigar esa desigualdad.
En este contexto, resulta desafortunado el archivo de la Ley de Financiamiento presentada por el Gobierno, y peor aún, que aquellos quienes celebran que esta iniciativa no haya prosperado, lo quieran vender como un triunfo político, un acto de “responsabilidad fiscal” o una defensa del bolsillo ciudadano. Por el contrario, lo ocurrido en las comisiones económicas del Congreso revela algo mucho más profundo y preocupante: la persistencia de un país donde quienes más tienen siguen logrando que el Estado funcione a su medida.
Donde las élites económicas logran frenar cualquier intento serio de corregir la injusticia tributaria que sostiene nuestra desigualdad estructural.
La ley hundida no pretendía asfixiar a la clase media, ni subir el IVA a los productos básicos, ni imponer cargas imposibles a las pequeñas y medianas empresas. Su centro era otro: pedir un esfuerzo mayor a quienes concentran la riqueza del país para corregir ese desequilibrio.
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Impuesto al patrimonio para ingresos superiores a 2.000 millones por fuera de salarios. Gravámenes a ganancias extraordinarias y ocasionales como rifas, apuestas, entre otros. Impuesto a las apuestas en línea que acumulan billones de utilidades sin aportar solidariamente al desarrollo del país.
Ajustes coherentes con la transición energética como incremento a la explotación de carbón y petróleo (ya hoy pagan de las más bajas tasas impositivas de la región). Mecanismos para mejorar la progresividad del sistema sin tocar la canasta básica, sin afectar a trabajadores ni a la economía popular. Incluso después de concertar una reducción en la meta de recaudo (pues el proyecto original contemplaba recursos por $26.3 billones, mientras que la ponencia finalmente radicada lo recortó a $16.3 billones), el corazón redistributivo del proyecto se mantuvo intacto.
Eso fue lo que incomodó a quienes finalmente hundieron la iniciativa. Las mismas voces que bloquean la ley son también las que reclaman austeridad cuando se les convoca a financiar los derechos que dicen defender. Su postura no es técnica, ni ética: es abiertamente corporativa, a favor de los grandes negocios.
Por eso, el presupuesto que se debilitó no era del Gobierno actual: era el del país. Es el presupuesto que sostiene las rutas de paz, las reformas sociales, la inversión rural, la lucha contra la pobreza y la reactivación económica.
El archivo del proyecto no tiene consecuencias abstractas: reduce la capacidad de acción del Estado y profundiza la brecha entre necesidades colectivas y recursos disponibles.
Mientras tanto, sus críticos insisten en exigir ajustes drásticos que solo recaerían en aquellos de a pie, que ya pagan más de lo que deberían.
Lo que ocurrió en el Congreso no fue un debate fiscal: fue una demostración de poder. El poder de quienes históricamente han logrado que el sistema tributario colombiano no les toque sus privilegios.
Las consecuencias las pagará la población que depende de políticas públicas bien financiadas. Y esas consecuencias son graves: menor inversión social, menor margen de maniobra, menor capacidad de cumplir las promesas de un Estado que aún está lejos de garantizar derechos plenamente.
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La discusión seguirá abierta, porque el país no puede sostenerse tributando principalmente desde las clases trabajadoras, mientras la cúspide económica aporta menos de lo que debería y evade más de lo que es aceptable.
La pregunta que deja este episodio es simple, pero definitiva: ¿Quién debe cargar con el peso del esfuerzo de desarrollo? ¿Los hogares que ya están al límite? ¿O el 1% más rico que concentra la riqueza y bloquea cualquier intento de justicia fiscal?
La respuesta del Congreso fue reveladora.
La discusión no terminó; apenas empezó. Y la ciudadanía tendrá que decidir si acepta un modelo tributario construido para proteger a los más poderosos, o si está dispuesta a respaldar reformas que le permitan al Estado cumplir con su función más básica: garantizar derechos y construir un país más digno para todos. Esto es lo que de alguna manera está en juego en las próximas elecciones.
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