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Eutiquio Leal: después de la noche

Eutiquio Leal: después de la noche

Al cumplirse 20 años de la muerte del escritor tolimense Eutiquio Leal, el portal de la revista Piajo Editores, publicó un artículo escrito por Carlos Orlando Pardo,  bajo el título Eutiquio Leal: después de la noche, donde en pocas palabras logra un perfil impecable del inolvidable comandante Olimpo.

Por compartir plenamente su contenido y con la previa autorización de la revista y el autor de la nota, publicamos este escrito en homenaje a la segunda década de la partida del escritor, luchador, dirigente campesino, compañero y camarada Jorge Hernández, verdadero nombre de Eutiquio Leal.

Eutiquio Leal: después de la noche

Por: Carlos Orlando Pardo

Llegó esa tarde con la sonrisa amplia y las palabras gratas que refrescaban aquel día, pocas horas antes de celebrar mis primeros cincuenta años. Era excepcional que no viajara a las convocatorias de los amigos porque su actitud solidaria estaba a toda prueba. Lo noté demasiado delgado cuando le di mi abrazo, pero nada hacía suponer que la muerte corriera de prisa por sus venas. Tres meses después supe que lo habían hospitalizado de urgencia y no pasaron muchos días para recibir la noticia de su muerte. Ni qué decir de la tristeza y del traslado inmediato para entregar el duelo y compartir con su gente y sus muchos amigos el dolor colectivo. Repasamos en silencio la larga amistad que nos unió a su vida y la profunda admiración que despertaba. Ahí, rígido, estaba uno de los renovadores de la literatura nacional conocido siempre como el secularmente joven, un auténtico escritor que había logrado reflejar temáticamente los conflictos del hombre contemporáneo en sus diversas facetas y quien utilizó técnicas y modos de contar que marcaron, junto a otros escritores, el camino cierto de entrada a la modernidad de las letras colombianas.  De tanto leerlo y estudiarlo sabíamos de memoria que el escritor nacido en Chaparral el 12 de diciembre de 1928 parecía condenado a ser eterno, pero ese  13 de mayo de 1997 en Bogotá, había terminado su jornada. Jamás pudimos imaginarlo que estuviera quieto. El autor, viajero impenitente y que fuera una especie de Pambelé literario porque fueron muchos los premios obtenidos nacional e internacionalmente, alcanzó a publicar catorce libros entre novelas, cuentos, poesía y crítica literaria. Su nombre era ya infaltable en el inventario de nuestras letras y sus libros de cuentos Mitin de alborada Agua de Juego, pero en esencia Cambio de luna, Bomba de tiempo y El oído en la tierra, mostraban cómo la literatura es la vida vuelta lenguaje. 

Después de la noche, incluida como reedición en la selecta colección de 50 novelas breves y una pintada, Eutiquio se mostró fiel a sus principios de riguroso experimentador de formas, Con aquella novela paradigmática en la técnica, evocamos cómo fue publicada en edición regional de la costa donde ganara en 1963 el primer premio en el concurso patrocinado por la Extensión Cultural de Bolívar. Ésta es apenas la “sinopsis de una novela”, aclaró por entonces. Vemos allí la historia de la miseria, aventuras y desventuras de la cotidianidad de un pescador, de su familia, del medio que lo rodea, como si estuviéramos al frente de un agudo cortometraje que cuenta doce horas en la vida de un infortunio donde se examinan ocho o diez concepciones del mundo que conforman una especie de polifonía. Enfocada implacablemente con la objetividad de un camarógrafo pero también con la dominada sensibilidad de un artista,  el libro fue calificado precursor de la novela postmoderna en Colombia. En silencio, mientras aspiraba un cigarrillo y el desfile de estudiantes universitarios parecía no acabar, reconstruí el periplo narrado en Después de la noche y me pareció que a su lado regresaba a recibirlo "El Mocho", quien quedó así por aventurarse a ejercer su oficio con dinamita. No me fue difícil ver de nuevo ahí toda una atmósfera trágica contada de manera experimental y cuando sólo tres escritores en Colombia se atrevían a este estilo de abordar la obra. El hambre, la miseria y el abandono de su familia, cuatro hijos y la mujer embarazada, lo que piensa cada uno en su plano y lo mismo las gentes a manera de coro griego, resucitaban de pronto en su velorio. El momento de partir al cementerio con Eutiquio se aproximaba, lo mismo que las  etapas sucesivas de su personaje ficticio con un horario preciso, hora tras hora, comenzando el primer episodio a las seis y treinta de la tarde y el último a las seis y treinta de la mañana. Me negaba a verlo ahí y prefería repasar su vida como fundador en Colombia de  los talleres literarios y releyendo los dos libros sobre su teoría, mirando su sonrisa cuando en 1996, un año antes de su muerte que nadie suponía, obtuvo en 1996 el doctorado Honoris Causa en la Universidad Simón Bolívar de Barranquilla o en las horas jubilosas cuando le entregamos el primer Premio Tolimense de Literatura en 1980. Regresaba nítida su imagen y sus alegatos cuando fundamos en Ibagué la Unión Nacional de Escritores, UNE de la cual fue directivo y escribí otra vez en la imaginación  los acaeceres de su vida y de su obra en el libro llamado Vida y Obra de Eutiquio Leal.

Tuve la ocasión feliz de haber viajado con él a varios sitios donde le escuchábamos alelados sus tiempos de agente viajero, de soldado raso y  guerrillero donde se le conocía como el comandante Olimpo en la fundación del Davis, en el sur del Tolima, organizando la defensa campesina frente a los embates del gobierno.  Lo vimos siempre acelerado de una universidad a otra donde dictaba clases en un oficio devoto al que le dedicó treinta años de su cálida existencia y repetir de qué manera construyó un hermosa casa en Cali con el producto de sus primeros premios en la mayor parte de los concursos literarios de la época. Aquel lector infatigable que estaba encerrado en su ataúd, nos recordaba igualmente su tránsito por Europa, Asia, Sur y Centroamérica y frente a nuestro recuerdo pasaban las revistas que dirigió por un tiempo como la famosa Letras Nacionales de Zapata Olivella y Gato encerrado donde nos encontramos muchos escritores. Escuché de nuevo su voz recia contándome su vida para el libro que hice sobre ella donde los hechos mostraban cómo fue un hijo legítimo de la violencia y lo vi hablando con pasión de Laura, su abuela, tan recurrente en su obra literaria. Sonreí al verlo en sus días tempranos como monaguillo y catequista e imaginando a su padre, liberal radical, preparando su ajuar y su cupo para enviarlo al seminario y con la ayuda de Darío Echandía verlo partir a Bogotá a cumplir sus estudios en la escuela normal. No era la primera vez que Eutiquio se moría porque cuando las avionetas llegaban al Davis  vomitando volantes y ofreciendo recompensas, el futuro escritor fallecía varias veces con sus diversos nombres y hasta era enterrado alegóricamente por su madre quien lo llora en repetidas ocasiones. Pero toda esa etapa suya queda atrás y sólo algunas fotos restaban de los días en que formó parte del estado Mayor conjunto de la guerrilla, escribiera su himno y tener bajo sus ordenes al mismo Tiro Fijo, porque ahora asumía al frente la escritura como arma y su irrevocable vocación por la literatura.  Para sus familiares, el hombre que reposaba en su ataúd no era Eutiquio sino Jorge y tampoco era Leal sino Hernández. Fuera el que fuera se trataba del mismo hombre alto, de pelo largo, caminar rápido y vigoroso, con una capacidad de trabajo impresionante y una actitud juvenil y de potente autenticidad en todo lo que hacía y escribía. Llevó el nombre de Eutiquio en memoria de un héroe del Partido Comunista Colombiano, Eutiquio Timote, y el apellido Leal por tratarse del más importante atributo del hombre, como él lo declarara. Luego del Primer Congreso Nacional Guerrillero en Viota, lo vi llegar en 1954  clandestinizado a una zapatería en Barranquilla sin señas de identidad ni documentos y gracias a sus habilidades conseguir un puesto como dependiente en la librería Nuevo Mundo donde ve lanzar La casa grande de Álvaro Cepeda Samudio gracias a la gestión de Germán Vargas y contempla de lejos a todos los integrantes del famoso grupo de La Cueva. Luego, enganchado en un laboratorio, ejerciendo como visitador médico, asiste al consultorio de Manuel Zapata Olivella quien lo estimula y hace que le publiquen algunos relatos en los diarios.

Su vida de ahí en adelante fue otra porque funda el Primer Taller Literario del país en Cartagena, instaura los viernes del Paraninfo en la Universidad, gana muchos otros concursos, se vincula como profesor de medio tiempo en la Universidad de Santiago de Cali, se labra un nombre importante dentro de la literatura, regresa al Tolima como director de Extensión Cultural de la Universidad, cofunda el grupo Pijao, instala más talleres, dicta conferencias, participa en congresos internacionales, dirige el suplemento literario de El Cronista y viaja a Bogotá donde ejerce la cátedra en la Universidad Pedagógica, en la Piloto, en la Central, en la Libre como Decano y en el Rosario como director de un postgrado en crítica.

Repasé el tránsito de sus libros como el acervo de su laborioso tránsito por la literatura. Ahí, en un lugar privilegiado de mi estudio examiné Mitin de alborada, editado por la guerrilla del sur del Tolima en 1950; Agua de Juego, sus cuentos, en 1963; Después de la noche, novela ganadora de un concurso en 1964; Cambio de luna, cuentos, aparecido en 1969, editado por Populibro; Vietnam, ruta de libertad, en 1973; Bomba de tiempo, Pijao Editores, 1974; Ronda de hadas, poemario para niños en 1978; Talleres literarios, dos volúmenes con teoría y métodos, 1984-1987; Música de sinfines, poemario en 1988 y La hora del alcatraz, su más acabada novela, en 1989, fuera del amplio volumen de cuentos El oído en la tierra, de próxima aparición por Pijao Editores.

Estábamos llenos de dolor y de nostalgia cuando los hombres de negro llegaron a llevar su cadáver. Recibí otra vez su abrazo desde las sombras de lo inasible y supe que jamás dejaría de tenerlo, que algún día llegaríamos a sus novelas inéditas El tercer tiempo y Guerrilla 15 con las cuales fuera finalista en los premios Esso de Literatura y Monte Ávila de Caracas. Supe, desde ese instante, que una parte mía se moría con él.

 

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