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La vieja estación del tren de Picaleña, un adiós sin regreso
Por: Sonia Molina Franco
—Ese día fue muy triste, vi llegar por última vez la locomotora negra que traía los vagones con pasajeros.
Así, con la mirada blanquecina sin el brillo del ayer, el rostro carcomido por los años, con voz temblorosa y suave, María Eudosia recuerda con total lucidez a sus noventa y tantos años, cómo el tren de los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, apagó su motor y se dejó morir sobre los rieles del olvido.
Han pasado treinta y siete años. La estación del tren de Picaleña, ubicada a un costado de la actual avenida Panamericana con calle 145, en la vía que de Ibagué conduce a Bogotá, ha vestido de lama sus paredes agrietadas que dejan ver que también su tiempo pasó; altas puertas que otrora se abrieron recibiendo pasajeros con maletas repletas de sueños, hoy se abren a nuevos huéspedes que invadieron sus entrañas y borraron las huellas del pasado que muy pocos conocen…
No hay tren, ni pasajeros, ni maletas. No se escuchan correr sobre los rieles oxidados los pesados vagones. No se oye el golpeteo taciturno de la campana anunciando un nuevo viaje. Hoy, el bullicio del ayer, ya no se escucha; solo se escuchan los crujidos de las tablas que componen la escalera que lleva al segundo piso. Una baranda y diez y seis peldaños de madera muy añeja parecen quejarse del desuso.
La llegada del progreso
La vía férrea llegó en 1919 desde Flandes pasando por Chicoral hasta Ibagué. En 1926, el tren hizo su entrada triunfal por el sector de Picaleña. Entre calles empolvadas y silentes el ruidoso tren que comunicaba a Bogotá con el occidente del país, dejaría plasmado su recuerdo en la mente de los ciudadanos de entonces. La primera estación que se construyó en la ciudad fue la del centro llamada, Ospina, en honor al presidente Pedro Nel Ospina, quien dio el aval para su construcción. Esta nueva forma de transporte les brindó a los ibaguereños la oportunidad de recorrer más rápida y cómodamente la distancia que antes se recorría a lomo de burros y caballos.
La ciudad vivía entre carnavales, paseos de olla y reuniones familiares en donde las guitarras y los tiples dejaban rozar sus cuerdas, cuyas melodías eran acompañadas por las voces desentonadas de una que otra pareja de enamorados. Era la época en que los ibaguereños usaban sus ruanas, trajes de paño y sombrero; las mujeres, vestían sus faldas amplias, largas y decoradas de vistosas cintas de colores y blusas con boleros y encajes. La misma época en la que correr al lado del tren mientras iba cruzando la ciudad, era el juego preferido de niños y adolescentes; hasta los perros ladraban y también corrían entusiasmados, esperando que un pasajero, le tirara un trozo del fiambre trasnochado que traía.
Los Ferrocarriles Nacionales de Colombia, en abril de 1958, tomaron en propiedad la otra estación que se construyó a las afueras. La estación de Picaleña era una enramada en la que se resguardaban del implacable sol, hombres y bestias, esperando ver a lo lejos el humo renegrido de la chimenea que dejaba su huella en el cielo impecable. En días de lluvia, ese mismo humo, se camuflaba entre nubes oscuras presagiando un torrencial aguacero.
Según cuenta Bernardino Sossa, bibliotecario e historiador de la Academia de Historia del Tolima, el nombre de Pitaleña, se dio gracias a una mujer que llegó de El Pital, un municipio del Huila; ella se ganaba la vida vendiendo biscochos, su particular forma de ofrecerlos la hizo ser reconocida en el sector: “Vengan, vengan prueben mi biscocho, calientico y oloroso”. Eran gritos desafinados y chillones que se escuchaban entre la prisa de la gente y el ruidaje del tren. Con el paso de los años el nombre se fue transformando en Picaleña; otros dicen que es porque allí vivía una familia que picaba la leña para venderla; era la época de los fogones, de las máquinas y del ferrocarril de carbón de leña.
Sossa, es un escuálido anciano que de tanto vivir entre sus viejos libros ya su piel se impregnó del olor a naftalina y a guardado. No se ríe. Tiene el ceño fruncido siempre, su sonrisa talvez se le extravío entre historias que recuerda con la nostalgia de los años idos; sus ojos apagados, intentan por momentos despejar esa capa de terigio que ha cegado la mirada.
Siempre tiene entre sus palabras una queja, una queja de los jóvenes de hoy, de la música de hoy: no soporta el reggaetón porque dice que sus letras son muy grotescas; pero lo que más lo indigna es oír a las mismas mujeres cantarlas. Se lamenta de la pérdida de la música pasada. Aprovecha cada oportunidad para hablar de su vida, de su ciudad y del tren que se quedó en el ayer. Da la impresión que tanto él como sus libros están siendo carcomidos por polillas, así, como carcomen las polillas la baranda de la escalera de la estación de Picaleña.
Con la llegada del ferrocarril, ese pequeño pueblo de casitas de adobe “envueltos en polvaredas que se levantan en los caminos”, como dice una bella canción interpretada por Garzón y Collazos, empezó a ver crecer su población; nacieron otros barrios y otras calles que se abrían para recibir nuevos visitantes. Los hoteles y edificios hicieron su aparición. En Ibagué, la economía se regocijaba en las calles, mercancías importadas que llegaban por el Puerto de Buenaventura y chucherías nacionales traídas de la capital del país.
Durante mucho tiempo la locomotora siguió llevando y trayendo pasajeros que, con sus rostros desencajados del cansancio del viaje, sus cabellos despeinados y la ropa arrugada, recorrían felices esos tramos adornados de paisajes; Sin embargo, para entonces, ya en las vías de la ciudad caminaban imponentes otros vehículos. No eran muchos, pero eran los suficientes como para intentar desbancar al viejo tren.
Más y más recuerdos
Un documento que reposa en la biblioteca Darío Echandía, da cuenta que, en La Plaza de Ferias, hoy el parque Andrés López de Galarza, se realizaban unas ferias famosas que se llevaban a cabo cada seis meses; allí se encontraban hombres y mujeres, para disfrutar no solo de la música, las risas y el bullicio, sino también para saborear deliciosas empanadas que valían 2 centavos. Era el lugar en donde llegaban los circos más importantes del país. Momentos imperdibles, que dejaron en la memoria de los ancianos de hoy, imborrables recuerdos.
— Cada domingo, íbamos al mercado en el parque, ahí vendían fritanga, lechona, masato, biscochos y mucho mecato; caldos de pata de gallina, de costilla y de revoltura; ¡Ah! Y las hueveras, cuyas rabadillas se encontraban repletas de huevos que nunca nacieron. El olor entremezclado de los manjares nos invitaba a sentarnos en uno de los toldos destartalados que ponían a un costado del parque con mesas y butacas de madera rústica. Mucho trago, era el día en que podíamos despojarnos de las obligaciones diarias y darles rienda suelta a nuestros sentimientos. Ese aguardiente que nos ponía enredada la lengua y nos hacía decir frases de amor a las muchachas, dice Marcos Gómez Gómez, un periodista de vieja data que deja ver en cada reminiscencia el anhelo del pasado.
Setenta y cinco primaveras acumuladas en un cuerpo lánguido y encorvado; no se agobia ante el olvido de una historia que empieza a contar y nunca logra terminarla. Solo se entristece cuando trae a su memoria, el recuerdo del tren que algún día en su juventud, abordó. Marcos, sentado en un gran sofá café de cuero, cruza su pierna y se acomoda para empezar otra historia. Es posible que tampoco la termine. Coloca su mano en el mentó, suspira, baja la mirada y tomando un sorbo de aire, obliga a sus recuerdos que desborden impacientes los detalles.
— A Picaleña iba a comer unos biscochos de manteca deliciosos que vendía una señora, eran de maíz, traídos de Natagaima o de Castilla, no recuerdo bien. Me los tomaba con Kiss, una de las primeras gaseosas que produjo Postobón, era el mismo sabor de la uva, venía en una botella pequeñita.
María Eudosia, Bernardino y Marcos tienen mucho en común, recuerdan las fiestas, la música que se cantaba en las rondallas a la luz de la luna y la deliciosa comida que vendían en los toldos. Entre otras tantas cosas, recuerdan que el pasaje del tren de Ibagué a Espinal valía 1 peso; que el recorrido iniciaba en Ibagué y seguía El Espinal, Tocaima, Apulo, Anolaima, San Joaquín y llegaba a Bogotá como nueve o diez horas después; que el correo, también llegaba en tren.
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Las sillas eran alconchadas, algunas; las cortinas de sus ventanas colgaban de cabuyas; los maquinistas vestían cachucha, chaqueta, camisa blanca y corbata negra o azul y fumaban mucho tabaco; recuerdan sacar el brazo por la ventanilla y sentir el frío del viento; el mecato que llevaban para el viaje era una bolsita de papas criollas fritas.
Los niños se vestían con pantalón corto hasta cuando cumplían 15 años, solo después se les permitía usar pantalón largo. Recuerdan el aroma de un perfume de azalea, confundiéndose con el olor del pescado que traían del Magdalena.
También los tres recuerdan con gran tristeza ese día en que el tren apagaría su chimenea, reposaría sobre los rieles oxidados y no volvería a sonar su estrepitosa corneta.
Y en ruinas quedó la memoria
En 1982, el tren de Ibagué dejó a un lado de la carretera, sus vagones. No hubo dolientes que reclamaran su muerte. No hubo gobernantes que se interesaran por rescatarlo. No hubo más pasajeros en sus corredores. Ni vendedores, ni bizcochos, ni mecato, ni boletos de salida y de regreso. El gobierno local y nacional se equivocaron al dejar morir este hermoso medio de transporte.Marcos dice:
—– Este fue un caso de conveniencia política y económica, porque con la llegada de los autobuses y camiones, fueron apareciendo los empresarios de transporte interdepartamental y esto favoreció intereses individuales y políticos.
Mientras en otras partes del mundo el uso de los ferrocarriles es un excelente negocio turístico, en Ibagué, la desidia y la avaricia, permitieron el retiro silencioso de una máquina que 54 años atrás, había traído la esperanza del progreso. Creció la hierba alrededor de esos vagones que dejaron abandonados a su suerte y las estaciones del Centro y Picaleña, cerraron las puertas y ventanas, para guardar ahí tantos recuerdos.
En ese año demolieron la estación del Centro, para construir la actual Terminal de transporte de Ibagué y como prueba de que algún día hubo un tren en la ciudad, a un costado de la misma, dejaron la última locomotora que llegó primera. En la estación del tren de Picaleña, solo queda la fachada demacrada y corroída de la enorme casona abandonada por los entes del gobierno. Pero irónicamente dentro de ella, hoy viven las personas que también abandonadas, violentaron su pasado y su memoria.
Esperanza, tiene aproximadamente 65 años. Está sentada afuera del cambuche, como ella lo llama, junto a su esposo, quien tiene el brazo izquierdo deformado; parece que los huesos Cúbito y Radio, se van a salir por una cicatriz mal cosida con nueve puntos en la parte interna del codo. Un accidente de tránsito lo sacó de carretera hace diez años. Manejaba un camión, tuvo un microsueño y desde entonces todos sus sueños se volvieron una pesadilla. No pudo volver a trabajar; no hubo más dinero para pagar los gastos del hogar y una mañana, cuando llovía muy fuerte, la dueña de la casa donde vivían, en la Ciudadela Comfenalco, los sacó, así que tuvieron que buscar donde meterse. En ese momento las deudas, el hambre y el frio los acosaban.
— Una amiga nos dijo que viniéramos a vivir aquí, en la invasión de la estación, que hiciéramos un ranchito y dejáramos de sufrir pidiendo posada en casas vecinas. Eso hicimos y ¡esperamos a que fuera lo que Dios quisiera! –— Comenta Esperanza, ese no es su nombre de pila, lo cambió por temor a que yo de pronto fuera una empleada de la alcaldía. Vive con miedo a que en cualquier momento vengan y los saquen de ahí.
Es de estatura baja, tal vez su cuerpo pesa lo mismo que sus años; mira con desconfianza y, sin embargo, empieza una corta charla, sabe expresarse con palabras adecuadas. El piso de su ranchito es de tierra, las paredes internas son de esterilla; solo tiene una pared de bloque, la de la fachada, en ella está un cuadro de una virgen, las demás dejan pasar entreverada la luz del sol que se cuela por las tejas de Eternit que están quebradas. Una polisombra verde bordea el frente de su casa, buscando con esto, tener un poco de intimidad o de abrigo.
Del interior de la vivienda sale otra mujer de aproximados 25 años, es delgada, piel morena, lleva puesto un short de jean, cortado sin cuidado, sus piernas son muy delgadas, tiene una blusa fucsia de tiras, cabello ondulado y recogido con un lapicero rojo, está descalza. Me recorre de arriba abajo con su mirada embravecida, mira a su mamá y dice:
— Yo de usted mejor no digo nada, vienen aquí con cara de borrego y después ellos mismos nos clavan el cuchillo.
Haciendo caso omiso a sus palabras, Esperanza continúa su relato:
— La señora Blanca es la que vive aquí enseguida, nos dijo que este terreno era de ella y que teníamos que pagarle arriendo porque o sino nos iba a hacer sacar, aquí no hay unión ni apoyo de nadie, ella también invadió esto.
En noviembre del año pasado se tapó el alcantarillado y las aguas negras empezaron a emanar por el drenaje que está dentro de su casa, más exactamente en la cocina. Como no colaboraron para destaparlo, Esperanza decidió cerrar el registro del agua y esto ocasionó un enfrentamiento con sus vecinos. Los amenazaron diciéndoles que les iban a golpear, por eso ahora prefiere mantener encerrada en su rancho, no habla con nadie para evitarse problemas.
— De la historia del tren, recuerdo muy poco, solo los paisajes y el olor al campo; viajaba de Flandes a Ibagué con mis abuelos y padres. Me gustaba ver las vacas, los sembrados y la gran ciudad, eso era muy lindo.
Esperanza mira un reloj que tiene en su muñeca derecha, como queriéndome decir que ya el tiempo se acabó, pero antes de despedirme me dice con una voz de súplica que me estremece el corazón:
—Señora yo quisiera que nos reubicaran en un lugar que fuera apto para vivir, no necesitamos lujos, sino una vivienda digna.
La estación de Picaleña, hizo alianza con los habitantes que la invadieron para no doblegarse ante el olvido. Tal vez siente que esas personas desprotegidas, sean quienes protejan su pasado, su recuerdo y su memoria. Nunca más volverán los pasajeros con maletas repletas de sueños y esperanzas. Las personas que vivieron esa época, han dejando en las entrañas de la tierra, sepultados más relatos no contados. Y quizás prontamente, alguno de los que hoy aun lo recuerdan, mañana entre el olvido ya se ha muerto.
Esta crónica hace parte de la catedra Crónicas Universidad del Tolima facutad de Comunicación Social.
La materia la dicta el profesor Carlos Pardo Viña.
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