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Y el mismo día resucito

Y el mismo día resucito

La historia de Hernando Galeano es fascinante, era un pipiolo y lo llamaban lazaro. Actualmente escribe un libro para sus nietos, pero en diálogo con el Cronista.co nos permitió reproducir uno de sus capítulos.

“El acto de recordar es una intervención violenta, masiva, física; crea Todos los modelos de borrado de memoria, aprovechan ese instante de inestabilidad molecular, la ventana microscópica que se abre al ponernos a recordar moléculas que antes no había, nuevas conexiones. No sé cómo hay quien sigue pensando que es asomarse tranquilo a ver la galería del pasado”. 

Lo que narraré a continuación son los pormenores contados por la abuela, una y otra vez, el día de mi entierro y resurrección. 

Contaba la abuela que el día transcurría sin mayores sobresaltos, salvo por los gritos del loro pidiendo su ración del medio día.  Mi madre alistaba la mesa para servir el almuerzo, cuando unos gritos callejeros y el estampido de muchos disparos rompieron con el silencio y la placidez acostumbrada del medio día. Ella, presurosa, corrió hacia la habitación para cerrar la ventana que daba hacia la calle pero los gritos invadían toda la casa y el bochinche se sentía cada vez más cerca: “Mataron a Gaitán”. “Godos asesinos”. “Viva el partido liberal”. Lo repetían a manera de estribillo sin oírse otra cosa más. De pronto sonaron unos estruendos y el aire de la habitación se llenó de humo. Mi madre me cubrió con una manta, me envolvió en ella y corrió luego, conmigo y la abuela, hacia el fondo de la casa musitando, atropelladamente,  un sartal de oraciones que la  abuela respondía con algunas jaculatorias. Luego de refugiarse en un cuarto  del fondo de la casa creyeron estar a salvo pero el olor a pólvora y los estruendos no cesaban. Contaba la abuela que mi  madre no paraba su recital de oraciones. Hubo, luego, un largo silencio que fue interrumpido nuevamente por una nueva ola de gritos y detonaciones y así sucesivamente hasta bien entrada la tarde.  Pero algo les hizo centrar la atención en su propia casa. Mija, algo huele a quemado sentenció la abuela a lo que mi madre respondió: ¡mamá!, se me quemó la sopa del almuerzo.

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Tras unos repetidos golpes en la puerta y a los llamados agónicos de mi padre pidiendo que le abriesen la puerta, mi madre corrió a abrir. Hubo un largo silencio hasta que ambos aparecieron con una vela encendida en la mano mientras comentaban la necesidad de trasladar su cuarto hasta ese lugar.  Cuenta la abuela que los días siguientes fueron de muchos rumores y que el miedo se colaba hasta por las más finas rendijas y el viento helado  traía consigo mensajes de desolación y muerte. Las amenazas  para mi padre eran el pan de todos los días y las esperas, se hacían eternas cuando, al llegar la noche, él no aparecía. Con todo y esto se tomó la determinación de buscar un refugio seguro para él y toda la familia. Fue, entonces, cuando viajamos, con la mayor discreción  posible, hacia Girardot donde nos ocultamos hasta cuando el valor regresó a la familia y retornamos a Ibagué. Las constantes inmersiones en la tina con agua fría para calmar el calor sofocante de la ciudad me afectaron la salud. Desde entonces no volví a comer, perdí  el peso que había logrado subir en pocos meses. Mis tías me llevaron al cura párroco para bautizarme, pero el frío del agua de la pila bautismal me sentó muy mal y en cosa de días mi salud empeoró, la respiración se fue apagando produciendo un silbido angustioso para todo el que la oía,  el silbido también se fue apagando hasta desaparecer completamente. 

Un carpintero tomó las medidas y construyó el ataúd justo a mi medida. Durante el sepelio todos lloraban y maldecían el momento en que tuvimos que huir de la ciudad, las mujeres que acompañaban el féretro, muy compungidas,  elevaban plegarias para que mi alma llegara directamente al cielo sin tener que hacer estación alguna, pues aunque tarde, ya  se había cumplido con el bautizo, lo que me hacía  merecedor a un sitial de privilegio en el gran salón de los ángeles como lo promete ese sacramento católico. La bóveda asignada estaba muy por encima de lo normal, el sepulturero utilizó un vetusto y desvencijado andamio para poder subir hasta la misma, el ataúd. Todo transcurría dentro de lo previsto, las plañideras, con sus llantos desgarradores, expresaban su gran dolor, las coronas funerarias se apilaban debajo de la bóveda, las oraciones, en voz alta, rogaban por el ascenso directo al cielo, pero, justo, en ese momento algo inesperado ocurrió:  por un  mal movimiento, del sepulturero,  el cofre se zafó  de sus manos y cayó estrepitosamente contra el piso, en la caída  la tapa voló en pedazos y el muchachito rodó por encima de las coronas fúnebres; contra todo lo esperado, estallé en llanto con todas la fuerzas acumuladas durante los días que estuve respirando y silbando por los pulmones. Contaba la abuela, que el cortejo fúnebre se dispersó en estampida a los gritos de Ave María purísima, Ave María purísima, Ave María purísima... La única que se atrevió a recogerme fue  la abuela,  pues mi madre se había desmayado y mi padre se negó a presenciar la inhumación y los curiosos no atinaban si correr  o esconderse.

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La noticia del insuceso se esparció como pólvora, los noticieros abrieron espacios adicionales a  la franja normal de noticias, el cura párroco visitó nuestra casa y dio fe de que esos fenómenos se presentaban muy de vez en cuando y que no se trataba de  nada satánico.

Vecinos y curiosos, visitaron mi casa para comprobar el  milagro con sus propios ojos y oídos; a la vez que corría toda clase de rumores, murmuraciones y conjeturas. En la medida que el polvo del tiempo fue cubriendo éste acontecimiento con el inexorable manto del olvido todo volvió a la normalidad, sólo que mi madre quedó, nuevamente, embarazada. De este embarazo nació una hermosa niña, a quien llamaron, Alicia, pero su paso por este mundo fue  efímero. Una epidemia de viruela negra se la llevó aun siendo un bebé. En esta ocasión no se apresuraron a darle sepultura y esperaron un tiempo prudencial para comprobar que estaba bien muertecita. No obstante mi abuela y otros familiares la sacudían de tanto en tanto para cerciorarse de su absoluto deceso. Yo, que también padecí la misma enfermedad, logré burlar la temida epidemia y pude sobrevivir para contar esta historia.

En los primeros años de mi vida me llamaron Lázaro o Lazarito, como me decían cariñosamente. Luego tuve que acostumbrarme a mi verdadero nombre  cuando ingresé al colegio; por exigencia expresa de las directivas quienes así lo demandaron, además, exhortaron a mis padres para que tal insuceso se guardara con extrema discrecionalidad en bien de la familia y el mío propio.

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