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La indiferencia ante la muerte
Por: Edgardo Ramírez Polanía
Me fue enviado un video de una joven mujer vendedora informal, entrevistada el día de las exequias del exsenador Miguel Uribe Turbay. Un periodista le preguntó si le parecía triste lo que estaba pasando, y ella respondió: “ No me interesa ni me da dolor. ¿Por qué me va a doler, si todos mueren de cualquier cosa? ¿Qué quiere, que llore? No me dejaron trabajar y cerraron la calle”. La escena refleja la indiferencia de sectores excluidos de la sociedad, que sobreviven a diario entre las acechanzas de la muerte.
Algunos sectores de la sociedad se han acostumbrado a la muerte en cualquier circunstancia, por las tomas guerrilleras de los pueblos y ciudades, los asesinatos y secuestros que la televisión convirtió en series de narcotráfico y mujeres prepago, y por la indiferencia de los gobiernos que ya pasaron al olvido, recordados sólo por la venta de las entidades del Estado, e incluso, de las reservas en oro de la nación.
Pero esa actitud no es nueva. El ser humano por su razonamiento es el depredador y devastador supremo del ambiente, y los recursos naturales, la criatura capaz de arrasar con calculada precisión y frialdad de un verdugo, los medios de la naturaleza que le dan sustento a la vida sin reparar las consecuencias de su torpeza.
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Los bosques que eran el refugio de aves en la Amazonía del Brasil, Bolsonaro permitió que se talaran y quemaran 2.5 millones de acres y 800 millones de árboles para fomentar la ganadería. Y en el Tolima algunos ríos majestuosos como el Coello que habían alimentado vidas por milenios se convirtió en un pedregal porque se vendieron sus aguas a empresas privadas como Usocoello, y las tierras fértiles donde no llegó el riego se transformaron en desiertos.
Todo sucumbe ante la mente humana que planifica, mide y destruye. La misma facultad que antes iluminaba con los descubrimientos científicos, se ha convertido en artífice de devastación, diseñando estrategias de sufrimiento con frialdad y crueldad.
En Palestina, los niños mueren de hambre mientras los poderosos negocian mapas y fronteras. Los hospitales vacíos, las escuelas cerradas, el agua contaminada, los sueños aplastados, y cada decisión calculada es un acto de racionalidad convertido en barbarie y Netanyahu ríe y solaza.
El mundo observa sin pestañear, y la indiferencia se vuelve costumbre, como si el llanto de los inocentes fuera un murmullo lejano. Ucrania recibe bombas y misiles en la noche cuando la gente duerme y su presidente Zelenski implora para que cese la muerte.
En África, y en los países sumidos en pobreza extrema, la razón humana se transforma en látigo económico y generaciones enteras don devoradas por la escasez, el miedo y la desesperanza y emigran como las aves a buscar un mejor vivir bajo cielos extraños donde son rechazados por el color de su piel.
En Siria, Yemen, Afganistán, y en rincones olvidados de la tierra, la racionalidad se erige en cálculo estratégico. La ética, plegada ante intereses políticos y económicos, es un eco distante de lo que alguna vez se creyó inalienable. La humanidad aprende a acostumbrarse a la muerte, al dolor sistemático de los inocentes, y también a medir su propia vida en la cómoda indiferencia de la supervivencia.
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El mundo mira, contempla y se adormece. La muerte deja de escandalizar, el hambre se vuelve rutina, y la barbarie se naturaliza. Las víctimas se convierten en estadísticas; los llantos, en un paisaje cotidiano que nadie cuestiona. Cada estrategia que calcula sufrimiento, revela la perversión de la razón desligada de la ética y de la compasión.
El mal se repite en el perverso modo de hacer daño en los procesos de divorcio, en los funcionarios que obedecen órdenes mortales, en líderes que priorizan recursos sobre vidas, en sociedades que se acostumbran a ver morir a los niños sin levantar la voz, porque los desaparecidos y asesinados son un número más en la contabilidad macabra de los organismos del Estado.
La razón humana se emancipa de la ética y se convierte en arquitecta de la corrupción del dolor sistemático por las guerras, los bloqueos, el hambre y la ruina. Cada decisión es un cálculo de pérdidas y ganancias, y las pérdidas más devastadoras son siempre las de los inocentes bajo el fuego cruzado de los poderosos con las armas.
La humanidad prefiere abdicar de su libertad moral. La sociedad se ha enseñado a mirar sin sentir, a aceptar la tragedia como inevitable, a convertir el sufrimiento en paisaje cotidiano. La razón, antes era instrumento de emancipación como lo afirmaba Kant, hoy se vuelve sombra que arrasa con todo, que destruye la naturaleza, aplasta la inocencia y domestica la conciencia.
En este escenario, la indiferencia global no es un accidente, sino una enfermedad colectiva donde se aprende a ignorar la muerte, se acostumbra al dolor de los otros, y resignarse a que el mundo siga girando mientras los niños mueren de hambre y las familias se disgregan por la intransigencia y el odio que afecta con más violencia a la familia y la sociedad.
La humanidad se ha convertido en espectadora pasiva de su propia barbarie, y en esa inercia, se revela como depredadora no solo de la naturaleza, sino de sí misma y a cambio de existir un sistema judicial que respete la vida surgen Bukeles amenazantes con cárceles o con balas. Y así, la justicia va cambiando hacia el castigo sin proceso justo, formando una sociedad no con el sentido de la solidaridad, sino el odio y la deformación de su identidad.
El hombre que podría usar la razón para crear, para salvar, para iluminar, la usa para devastar, para medir sufrimiento, para calcular ganancias e injusticia. La indiferencia se vuelve hábito; la violencia, costumbre; la muerte, paisaje. Y mientras tanto, el mundo sigue girando, cada vez más insensible, cada vez más ciego ante la miseria que él mismo engendra, y la pregunta sobre la verdad, la justicia y la divinidad se convierte en un eco que nadie escucha y que muchos empiezan a dudar.
Es evidente que el adelanto científico y tecnológico ha sido fundamental para el bienestar de los individuos, pero, sin ética, se convierte en un espejismo donde la riqueza se multiplica al tiempo que devora la conciencia.
Solo la educación con valores éticos y la solidaridad podrá rescatar a la sociedad del desierto de la indiferencia.
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