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Evocación de Navidad

Evocación de Navidad

Por: Alberto Santofimio Botero*


Estos son días de recogimiento, de meditación, de probada intimidad. Hay en el aire algo que convoca a la solidaridad, al amor y también, inevitablemente, a la reflexión sobre la dolorosa tragedia que padecemos los colombianos. Mientras elevamos el pensamiento sentimos el deseo incontenible de recordar, de recorrer, en la memoria emocionada, los pasos de la infancia, la época de la existencia donde con mayores resonancias del espíritu, se vive, se goza, se protagoniza la navidad. La magia de la construcción del pesebre y el revestimiento del árbol simbólico.

El bello rito de la celebración, en el fuego íntimo del hogar, de la novena, con sus alegres villancicos y sus canciones plenas de ternura determinante. El candor de la espera del niño Dios, la ingenua búsqueda de los regalos, según la tradición oral, venidos milagrosamente de lo alto. El alumbramiento de la primera fe, la experiencia aleccionadora de conocer los valores tutelares inculcados solemnemente por nuestros mayores. La navidad debe ser ante todo un acto de fe. Independientemente de la creencia religiosa particular de cada quien.

Nos atropella por este tiempo un turbión de evocaciones y sentimientos profundos. Es la huella perdurable que dejaron en alma los sucesos navideños de nuestros primeros años. La presencia majestuosa de la luz, la algarabía y las fascinantes imágenes de la pólvora. Las delicias de la cocina tradicional con la natilla, los buñuelos, el delicioso dulce de navidad. Y, siempre, las voces despiertas y anhelantes de los niños elevándose al cielo con devoción admirable.

Cruzan, como un río, por mi mente, estas imágenes y estas evocaciones en lo que pudiéramos llamar la infinita nostalgia de las navidades de la infancia. Oigo, otra vez, unas voces que me son sensiblemente familiares. Es en estos días, cargados de sentimientos hondos y plurales cuando recordamos a esos abuelos que sabían enriquecernos espiritualmente contando sus historias en mágicos relatos, en este periodo navideño. Sus relatos agotaban nuestra fantasía, nuestro asombro y nuestra infinita capacidad infantil de imaginar y de soñar.

 Ojalá, en este país crucificado tristemente por violencias, odios, egoísmos, equivocaciones, injusticias, desigualdades, arbitrariedades y exclusiones, podamos algún día futuro como lo predica mi paisano, el notable escritor, poeta y ensayista William Ospina “volver a soñar con inocencia para lo cual tendremos que descubrir los más difícil: como volver a vivir con inocencia”. Como homenaje a la memoria de nuestros legendarios antepasados, y al derecho de los niños a un porvenir de civilización y convivencia, intentémoslo, con la íntima fe que inunda nuestros corazones en este tiempo irrepetible de la navidad.

Por entre un bosque interminable de ocobos, palmas esbeltas y cámbulos floridos, observo el cielo azul, limpio de nubes. Un soleado comienzo de diciembre, el mes signado siempre por la presencia del amor y la alegría. En medio de los recuerdos que el alma amontona, en tanto evocó las lejanas celebraciones navideñas de la infancia, pienso con mi admirado Mario Benedetti que “los años son pozo de memorias”, un infinito arsenal de fijaciones que van quedando como testimonio repetido de los elementos diversos que fueron construyendo el agitado sendero de nuestras vidas.

 Son los instantes que se transforman en días, en meses, en años. Sucesión de horas que albergan los acontecimientos elementales o solemnes de la existencia, especialmente en el tiempo de la niñez, y que fueron dejando la determinante impronta de su impacto espiritual. “Los días, que uno tras otro son la vida”, como lo dijo bellamente ese inmenso poeta Aurelio Arturo.

Los sueños, las ilusiones, los descubrimientos y las esperanzas. Todo ese tejido mágico que fue envolviendo nuestra mente en el periodo sencillo, pleno de una sencillez irrepetible, de la navidad. La espera del advenimiento del “Niño Jesús”, como solían repetir con una fe solemne y contagiosa las abuelas. Esa ingenua espera, inmersos en la simbología del pesebre rústico, en el rito deslumbrante de evocar el nacimiento de Cristo con unos elementos materiales modestos y pobres, si se quiere.

Costales y encerados viejos que servían de base para comenzar con la imaginación desbordada a vestir ese pesebre. Ahí estaban las figuras de madera para significar los protagonistas de la historia del nacimiento de Belén, los pequeños animales, los ríos cruzando esa geografía imaginaria, a través del papel plateado de las cajetillas de cigarrillo, los accidentados  caminitos de arena, los pedazos de algún espejo olvidado y roto, simulando profundos lagos para que en ellos se levantara orgullosa la silueta de los cisnes elaborados en algodón, al igual que las altas  cumbres, y en el fondo enhiesto, nuestro simbólico y milenario nevado del Tolima.

El musgo arrancado de las montañas, en un inocente desatino ecológico. El rancho elemental donde estaba solitaria la cuna de humildes pajas preparada para albergar al Mesías, y los alegres villancicos en las voces de los niños, acompañados del son peculiar de panderetas, guitarras, tiples, dulzainas, flautas y maracas.

Todo, como una dulce invitación a la convivencia, la reconciliación, al imperio de la más generosa expresión de amor y solidaridad entre las almas buenas, unidas en torno a la lumbre del cerco familiar y amistoso.

Una especie de límpida conciencia que nos devuelve ahora a las dulces regiones, jamás olvidadas, de la infancia. La imaginación, el primor y la gracia con que nuestros mayores sabían darle un énfasis característico a la celebración navideña, a través de la música, las oraciones, la pólvora y los regalos que despertaban la alegría y la gratitud en el rostro emocionado de los niños.

La vida entonces no tenía el atropellado vértigo que ahora tiene, y por eso nos permitía tranquilamente, escuchar, observar, meditar aprender, recorrer ese maravilloso y fascinante itinerario de emociones, y subir a las más empinadas colinas de la fe en el diálogo interminable con los mayores.

Era sin artificios, sin excentricidades, sin diabólicas competencias de poder económico la navidad. Con su deslumbrante belleza, su auténtico esplendor y su honda sencillez en ese país dolorosamente lejano de nuestros primeros años ajenos a los fantasmas de la corrupción, la violencia y la estéril batalla por abatir sin piedad la opinión del otro.

Ahora la existencia, la cotidianidad suele ser una tortura repetida y asfixiante en la radio, en la pantalla chica, y en el vendaval irresponsable y acosador del Facebook, la X, los chats, el cruel anonimato de la irresponsable infamia que azota sin piedad todo el catalogo de los derechos de la persona humana en cualquier civilización y en cualquier país democrático.

Confundir la libertad de expresión con este absurdo y violento desafío a las verdaderas libertades y a los derechos inalienables de los ciudadanos, es una práctica que nos conduce a un insondable y oscuro abismo. Solo la luz del pesebre y el fuego intenso de los valores de la navidad podrán hacer pensar, especialmente a la juventud, que la paz es un derecho y un deber de todos, lastimado por el imperio de las múltiples violencias.

Que la Navidad nos permita meditar en estos temas medulares, si anhelamos verdaderamente un futuro de reconciliación definitiva para Colombia.

*Exministro de Estado y exsenador de la República.

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