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El Comensal Oculto en 'Salvador y Milagros': una experiencia agridulce

'Salvador y Milagros', el restaurante bajo el microscopio del ‘Comensal Oculto’ esta semana.
"Si el desayuno es así, ¿cómo será el almuerzo?". Con esta popular máxima en mente, me aventuré a comprobarlo.
Al entrar, un grupo de cuatro empleados (dos mujeres y dos hombres) cerca de la barra de licores me observó. Su saludo fue a distancia; ninguno se acercó para darme la bienvenida o asistirme con la ubicación. "Siga, donde guste", fue la única indicación de uno de ellos.
Escogí una mesa para dos personas. La silla resultaba algo incómoda y, como lamentablemente es frecuente en muchos establecimientos, la mesa carecía de estabilidad. Un mesero llegó con la carta y aproveché para pedirle que estabilizara la mesa. "Sí, señor, ya vengo", prometió. Cero y va una. Pasaron entre cinco y diez minutos hasta que apareció otra persona, distinta a la primera. "¿Qué desea?", preguntó. "Señor, le pedí el favor de estabilizar la mesa; mire cómo se tambalea", le señalé. "Ya se la arreglo", respondió, procediendo a tomar mi orden.
Como era día sábado, opté por el 'DESAYUNO IBAGUÉ MI AMOR, CON COPETE', que incluye tamal con lechona, arepa, queso campesino y chocolate. Para beber, solicité jugo de mandarina, a lo que me respondieron: "No, señor, no tenemos". "¿Entonces una sodificada de sandía?", pregunté. "Bien", fue su escueta respuesta. Cero y van dos.
El pedido tardó entre 15 y 20 minutos en llegar, y fue entregado por una tercera persona. Cero y van tres. Volví a insistir sobre la inestabilidad de la mesa, recibiendo la misma promesa: "Ya se la arreglo". Dejó el plato y le recordé que aún esperaba la sodificada de sandía. "Ya la traigo", afirmó. Ante la persistente incomodidad, hice lo posible por arreglar la mesa por mi cuenta. Cinco minutos después, y para mi sorpresa, otra persona más me trajo la bebida. Cero y van cuatro. Decidí no insistir más para evitar mayores molestias y poder, por fin, degustar mi desayuno.
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El tamal tenía un buen sabor. Sin embargo, la porción de lechona sobre el tamal, uno de mis platos preferidos, presentaba un sabor desagradable: agria o amarga, no pude distinguirlo con exactitud. No la consumí, limitándome al tamal. Para no desperdiciar, omití el queso campesino y el chocolate, concentrándome en la arepa paisa y la bebida.
Considero un desacierto que la carta indique que este plato solo se sirve los fines de semana. Un plato tan apetecido como este sería bienvenido cualquier día. En un esfuerzo por potenciar nuestro turismo gastronómico, un visitante que acuda a este restaurante entre semana y desee probar esta delicia local se encontrará con una restricción que no solo le privará de la experiencia, sino que generará una gran frustración. ¿Será que esa imagen negativa lo animará a regresar?
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A la hora de retirar los platos, ningún mesero se acercó proactivamente. Por fortuna, una de ellas pasó cerca de mi mesa; le pedí el favor de recogerlos y de traerme la cuenta. Curiosamente, la pregunta de rigor o cortesía —"¿Qué tal la lechona? ¿No le gustó?", "¿Cómo estuvo todo?"— brilló por su ausencia. Nada de nada. Cero y van cinco.
Para mantener la secuencia, otro mesero me trajo la cuenta. Al final, cero y van seis: sin preguntas, sin despedida, ni un "vuelva pronto". Lamentablemente, esta situación es común en la mayoría de los restaurantes que he visitado en la ciudad, con la notable excepción de dos establecimientos que califiqué con 4.5 y 4.0. "Vuelve y juega", como reza mi lema: al no haber preguntas de su parte, tampoco hubo respuestas de la mía.
Es lamentable que en estos lugares, a menudo, el mal servicio eclipse la calidad de la comida, que es la principal razón de nuestra visita. Sin una buena atención, el placer de degustar los platos se desvanece, dejando al cliente una profunda decepción y esfumando por completo las ganas de regresar.
Como punto a favor, la decoración del lugar es agradable, muy colorida, creando un ambiente que evoca la naturaleza. La relación calidad-precio se mantiene en un rango normal.
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