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Las Analfabetas: la vanguardia de la incultura en Ibagué

Las Analfabetas: la vanguardia de la incultura en Ibagué

Por: Juan Sebastian Giraldo


La arquitectura del Complejo Cultural Panóptico, otrora una cárcel de máxima seguridad, era deslumbrante. En medio de la noche, algunos tomaban vino, otros pola, y un par más sostenían un porro entre sus dedos. Sin lugar a dudas, un ambiente bohemio, propicio para un ‘Encuentro de literatura para chirris’, debatir y abordar distintas realidades.  

“Leemos porque odiamos la realidad”, es la premisa con la que Las Analfabetas buscan incentivar la lectura y el debate crítico en la ciudad. Son una comunidad autogestionada que mueve pequeños espacios culturales en Ibagué, yendo desde cine foros y tertulias musicales, hasta encuentros de literatura y venta de libros de segunda mano.

Con la premisa de que el conocimiento se puede debatir, Las Analfabetas han venido desarrollando estos eventos de la misma forma: sentados bajo la luz de la luna y un par de farolas, acompañados de una o quizás dos botellas de vino, y hablando desde la convicción de que cualquier opinión es importante y todos tenemos algo que decir.

No pasó mucho tiempo desde el “buenas noches, ¡Diles que no me maten!, un cuento una chimba que quisimos conversar esta noche”, de Tomás Sierra, fundador de Las Analfabetas; hasta que la primera persona alzó su voz y empezó a hablar sobre la Revolución Mexicana del siglo XX, y cómo el conflicto por la tierra en la época, sirvió como excusa para desarrollar este y otros cuentos de Juan Rulfo.

Tomás Enrique Sierra, fundador de Las Analfabetas

Tomás se crío en Cádiz, estudió Ingeniería Electrónica en la Universidad de Ibagué; Física en la Universidad del Tolima, y realizó otros estudios más avanzados en temas relacionados con la física y las matemáticas. Actualmente trabaja como ingeniero mecánico, sin haber estudiado Ingeniería Mecánica, pero según él, “tiene un camellito bacano”.

Sin embargo, son otras realidades las que lo llevaron a interesarse por la incultura. Desde los 14 años se inició en el mundo de la música, creando una banda de punk junto a sus compañeros de colegio. A sus 32 años suma más de 17 bandas con las que ha tocado, esto como consecuencia de crecer escuchando el soundtrack de Skate y Tony Hawk’s, los videojuegos que le mostraron tonadas diferentes a los boleros que escuchaba su abuelo.

— Deathcore, punk, grunge, hardcore, mientras uno más entiende las letras, más se raya la cabeza. Una cosa que me marcó fue cuando le escuché a una banda, la expresión “¡Me cago en Dios!”. Para mí esa expresión fue un nuevo mundo, era algo que nunca dirían ni mi familia, ni mis amigos, incluso los habitantes de calle tampoco dirían eso. Es una expresión muy violenta contra Dios, que en teoría es todo lo bueno. Esa expresión me llevó a leer más cosas, a escuchar más música y conocer nuevas perspectivas sobre la vida.

En esa búsqueda de nuevas perspectivas sobre la vida, hubo un elemento fundamental, 1984, de George Orwell, un libro en el que Tomás encontró la ideología que siempre había querido entender, pero que nadie le había explicado. Simultáneamente continuó sus estudios, llegando a cursar un doctorado en Estados Unidos, mientras tanto, seguía con libros distópicos y críticos de la sociedad debajo del brazo.

Desde niño su sueño siempre fue ser doctor, pero a la mitad del doctorado se dio cuenta que ese título ya no significaba lo mismo. Lo que en un principio concebía como aprender mucho, tener un pensamiento crítico y entender mejor el mundo, ahora era simplemente la búsqueda por aprobación de unos académicos. 

— Aprobación de una academia que me dijera “usted es muy áspero”, volver a Ibagué y que gente que me importa un culo, me dijera “sí, usted es muy áspero”. Mis amigos y mi familia, que son la gente que aprecio y quiero impresionar, porque espero tenerlos a mi lado toda la vida, no necesitaban un doctorado para estar impresionados. 

Desilusionado con la academia, recaló en diversos discursos filosóficos que lo ayudaran a entender el raye que estaba teniendo en su vida. Allí, se topó con las ideas de David Hume, quien abordaba el conocimiento, no desde el método científico, sino desde el empirismo, ya que según Hume, todo conocimiento en última instancia procede de la experiencia. Gracias a esa premisa, Tomás entendió que el conocimiento no se genera a partir de aprenderse un libro de memoria, sino de compartir con las personas y conocer sus perspectivas.

Compartir y debatir

Que si Don Lupe pecó por avaro al negarle el pasto al ganado de Juvencio, o si por el contrario, este último era el malo de la historia, pues mató a Don Lupe, su vecino, con tal de que sus novillos tuvieran donde pastar. El debate estaba dado, no como los que dirigen Semana, RCN, o Caracol, en tiempos de elecciones, este no tenía ninguna pretensión de humillar a nadie o declarar un ganador, era un debate entre risas, orgánico, un poco caótico y donde nadie sabía más que el otro.   

De esa misma forma iniciaron Las Analfabetas, con un debate. Aún en cuarentena, Tomás y uno amigos suyos, organizaron un debate a través de Zoom, esa vez participaron 60 personas. El tiempo transcurrió y los debates siguieron, a veces con 20, otras con 7, unas más con 12, pero siempre con personas dispuestas a discutir sobre el anarquismo, el cannabis, el poliamor, las neurociencias, entre otros temas.

Esos y otros temas, se trasladaron más tarde a Don, un bar del centro de la ciudad, donde los martes de 5 a 8 p.m., se hacían paneles de expertos, pero con gente que no era tan experta, porque la idea no era llegar a una conclusión, sino discutir entre sí y consigo mismos.

— Poner todo en duda y discutirlo, eso es lo que me gusta del conocimiento, no que un profesor venga y me diga su verdad absoluta. A veces los profesores se creen Dios, el alfa y el omega. Llegan a clase a iluminarnos con su cerebro prodigioso. Cuando dicté clases había momentos en los que, bueno no me las sé todas en física, y me parecía hipócrita fingir que sí, pensaba que estaba bien no saberlo y poder aprenderlo de otra forma, o con otras personas.

El sueño de Tomás ya no era un doctorado, sino crear un espacio donde las personas pudieran discutir y opinar sobre lo que quisieran, sin importar nunca, su estrato social, su nivel académico o creencias ideológicas. De a poco, esta idea y la mutación de otras actividades, dieron como resultado los ‘Encuentros literarios para chirris’, leyendo cuentos cada 15 días y opinando los textos desde sus propias realidades. 

Cerca a que la luna llegara a su punto más alto en el firmamento y cuando de a poco se redundaba en las ideas, se cerró el cuento y la conversación. Sin embargo, era una noche especial, por lo que, junto a otro colectivo, Anormalees, se sortearon ejemplares como Cien años de soledad, La tormenta, Poesía escogida y El alférez real. Otros con menos suerte, nos llevamos separadores de libros.

“Hay que hacer cosas porque está demostrado que el Estado no lo va a hacer”

En una visita a los pueblos olvidados de la Costa, Tomás encontró que la gran mayoría contaban con una “casa de la cultura”, sitio al que los habitantes constantemente invitaban, pero que distaba mucho de lo que para él debería ser una “casa de la cultura”.

— En verdad, era como una biblioteca ahí de cualquier mierda. Un cúmulo de libros aleatorios puestos sobre los estantes, como para que el Estado dijera que había una casa de la cultura, pero realmente no era un espacio cultural. No era un espacio para aprender o encontrarse. Las casas de la cultura en Colombia, que en teoría hay hartas, rara vez producen cultura o conocimiento.

De allí, nació la idea de la casa de la incultura, en eso se convertirían Las Analfabetas, una negación de lo que es una “casa de la cultura”. Personas que se reúnen, leen cosas, aprenden, ven cine, escuchan música, y están en un espacio que niega lo que el Estado vende como cultura.

— Una de las máximas del confucionismo es enseñar con el ejemplo, y el ejemplo es hacer cosas. Hacer tokes, discos, libros, espacios, hacer y hacer porque el Estado no lo va a hacer, y eso está demostrado. Por mi lado, lo que hago es comprar libros de segunda, los clasificó y los vendo lo más barato posible, así incentivar la lectura y recomendar libros bacanos.

Lo que, por ahora, es un espacio autogestionado, según Tomás, espera convertirse algún día en una librería física, en donde la gente pueda ir a tomarse una cerveza, un tinto, ver películas, comprar libros baratos, fumar un porro y conversar. Un espacio de la incultura donde se gesten iniciativas artísticas.

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