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Los profetas del odio y el atentado personal

Los profetas del odio y el atentado personal

Por: Edgardo Ramírez Polanía
Doctor en Derecho


El odio, esa pasión ruin, es una de las formas más deleznables de la degradación espiritual. Quien padece esa corrupción moral, no sólo repudia a los otros, sino que se va desfigurando por dentro, hasta convertirse en una criatura de dureza de corazón, peligrosa y despreciable.

El odio rebaja al ser humano a un primitivismo que no tiene explicación racional. Se resiste al perdón. Destruye todo lo que toca. No pregunta, no responde, no escucha, no entiende razones, sino arremete con furia, porque el odio anula el pensamiento, atrofia la conciencia y la razón.

El execrable atentado a la vida del candidato presidencial Miguel Uribe Turbay, es la expresión del odio de las gentes por la incitación a la confrontación. La familia Turbay ha sido objeto de eliminación física, primero fue Diana Turbay, le siguieron Hernando Turbay, Inés Cote Turbay y Diego Turbay Cote, todos dedicados a la política y asesinados por las fuerzas oscuras del mal que no permiten la paz política.

Produce tristeza infinita, ver cómo la política en Colombia ha sido arrastrada al albañal por los mercenarios del insulto que no permiten un dialogo civilizado. La agresión entre los partidos en redes sociales ha alcanzado niveles tan bajos, que uno creería que existe una nómina secreta para premiar al que más ultraje- al que más bajezas diga, al que más vulgaridades dispare contra el Gobierno o contra la oposición.

 ¿Desde cuándo se volvió legítimo convertir la injuria en método y el improperio en argumento?

Protestar es un derecho. Pero protestar con odio es una enfermedad cultural. Primero lo vimos en las calles, el rostro encapuchado del vándalo que no distingue entre rebeldía y ruina. Después ascendió, o más bien se deslizó hacia las redes sociales, donde ahora campea sin pudor ni límite en forma soez y degradante, donde no se respeta la dignidad ni el derecho ajeno al grabar videos haciendo afirmaciones falaces y destruyendo reputaciones, porque no se piensa sino se odia.

Lo más grave no es el daño físico. Lo que duele de verdad es el daño mental. El que se clava en las ideas, en el pensamiento, en la manera misma de concebir el futuro. Hoy, cuesta encontrar una propuesta seria en el debate público. Basta un celular y veneno en la lengua, para que cualquier parlanchín suba los agravios a las redes y pontifique del odio, que termina con el atentado como el cometido con el candidato Miguel Uribe Turbay.

Se impone entonces el infame atentado. Porque el portador del odio se cree dueño de la verdad. Y su única lengua es la violencia verbal, calumniosa y soez. Esa forma de hablar no sirve al lenguaje de la decencia para debatir las ideas, porque los falsos epítetos a los seres humanos, son producto de la deformación moral que lleva a la violencia física.

Se acabaron los debates con altura y la admirable oratoria. Ya no hay argumentos, sólo gritos. No hay propuestas, sólo injurias. Las leyes se aprueban como triquiñuelas, sin deliberación, sin ética, sin legalidad. La política, esa noble ciencia del Estado, de apreciación de posibilidades, se volvió un espacio para el irrespeto y el agravio. Sólo queda la Corte Constitucional como freno al abuso y la tropelía.

Por eso, el ciudadano decente, ese que aún cree en el respeto, en el pensamiento, en la posibilidad de entenderse,  prefiere apartarse. Hoy, el debate público es un lodazal. Y las redes sociales, unas cloacas digitales donde fluyen la desinformación, el escarnio y el odio como aguas negras. Triste país donde el hombre colombiano de bien, es visto en el exterior, con sospecha de narco y la mujer como prepago, porque eso es lo que exportamos con nuestras series de televisión en RCN y Caracol.

La oposición es vital en una democracia pero no debe ser objeto de agresiones y atentados a la vida. La oposición violenta se especializa primero en degradar la figura de las personas y luego atenta contra ellas con ataques viles que no contribuye al país sino lo hunde. Los representantes de los partidos políticos y hasta el mismo presidente de la República, son objeto del desprecio más bajo, de la maledicencia, de un odio que no razona, sino maltrata despiadadamente.

Y esto no es sólo preocupante, es desesperanzador. Porque la política ha dejado de ser un escenario de ideas y se ha convertido en un campo de batalla para la incultura, el resentimiento y la desmoralización. Necesitamos oposición, sí. Pero una oposición decente, no profetas del odio.

No aquellos que deshonran la palabra, que insultan y atenta contra la vida de los ciudadanos, que convierten la injuria en ideología. No todos somos adeptos al Gobierno. Pero también nosotros, los no militantes, los ciudadanos libres de pensamiento, también somos blanco del odio sin causa y de la agresión sin sentido.

¿Y qué proponen estos profetas del odio?

Nada que no sea rencor. Nada que no sea sospecha. Critican con odio para ocultar los desmesuras de sus gobiernos pasados, los que vendieron el país como si fuera una baratija, los que privatizaron los bienes públicos en oscuras transacciones que aún esperan investigación. Se adelantan con insultos, porque tienen miedo de las elecciones. Pero la gente ya está alerta. El pueblo empieza a exigir propuestas serias, posibles, viables. Se acabó la pantomima y la palabrería.

La violencia física y verbal será derrotada en las urnas. Porque el pueblo está harto de tanto oprobio. De tanta vileza. De tanta indecencia vestida de “opinión”. Un gobernante puede tener errores y debe ser investigado si ha delinquido, pero eso no da derecho a lincharlo con palabras, como lo hacen los energúmenos que confunden la libertad de expresión con la licencia para odiar y menos atentar contra la vida de un candidato presidencial porque pertenece a un partido de oposición.

La única salida es volver al respeto mutuo que nos permita creer en las ideas, en la gente, en la solidaridad, en la conversación. Sólo así, podremos acabar con el demonio del odio que impide vivir en paz, en comunidad y en democracia para evitar el asesinato y el retroceso de la sociedad.

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